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“A Laughing Boy Holding a Jug and a Glass of Wine”, por Christiaan van CouwenberghLo que perdimos

En Barranco, el más bohemio distrito de Lima, existe un bar llamado “Juanito”, casi centenario, que es atendido por los hijos del dueño que ya peinan canas. Recordando su vieja condición de bodega, luce unas semivacías y desgastadas estanterías de madera, se halla poblado por una docena de mesas divididas en dos ambientes yuxtapuestos y, al fondo, casi avergonzados, se esconden dos baños raquíticos que despiden el característico olor a urea que los comensales ignoran olímpicamente porque la magia del lugar —cuyo misterio ningún sofisticado ciudadano podría entender— lo envuelve todo y crea un ambiente fantástico donde el mundo se detiene, los estudiantes llegan con sus mochilas cargadas de libros e ilusiones, los profesionales se desajustan la corbata para sacudirse del envenenado glamour del aire acondicionado y los ancianos entusiastas reviven por unas horas sus buenos años de tertulia en ese espacio donde el tiempo ha sido convencido a fuerza de pisco y butifarra, lechón y cerveza, para que detenga su paso y se relaje un poco, para que él también disfrute de este rincón donde no faltan los músicos improvisados que, por unas monedas, pueden cantarte desde el más sufrido valsesito criollo hasta el bolero más lacrimógeno por unas pocas monedas, ni los poetas olvidables que se pasean vendiendo copias piadosamente ilegibles de sus poemas.

Allí, en “Juanito”, donde hemos empezado a reunirnos periódicamente los que alguna vez compartimos una carpeta en la escuela, he redescubierto ese mundo sencillo de la infancia en el barrio, de los amigos del parque, del chino de la esquina y la panadería del italiano, ese mundo que se ha ido borrando con los años, con los compromisos, las formalidades, la rigidez de una compostura almidonada y la esterilizada vida en esas zonas residenciales donde las veredas no existen porque los peatones son sospechosos y los carros tienen un derecho de residencia que los seres humanos van perdiendo.

Hace muy poco, mientras comíamos un sánguche en una de esas fondas pobladas de borrachines, una amiga me preguntaba si no estaba harto de los restaurantes pulquérrimos donde todo, desde la decoración hasta la comida, adolecía de una artificialidad pasmosa. Y empecé a cuestionarme:

¿Hace cuánto que no voy a San Miguel a comerme un pan con pollo donde “Lucho”?, ese lugar innominado que tomó el nombre del dueño y que era puerto obligado para cualquiera que al caer la tarde pasara por allí para contarse las últimas novedades del barrio, criticar a los políticos y hacer planes conversando con Lucho o con Dorita, esa morena incólume que nos atendía con un encanto con el cual no podría competir ni la más apretada de las muchachas de los restaurantes de comida rápida. Ninguna crema volteada alcanza, en mis recuerdos, la delicia de la que comía en esa esquina donde una barra y media docena de banquitos abarrotados me recibían cada atardecer después que “la 21”, la línea de buses más destartalados de la ciudad, me dejaba a cinco cuadras de mi casa.

¿Hace cuánto que no voy de compras al mercado de Magdalena y me paseo de tienda en tienda y de carretilla en carretilla escogiendo la mejor fruta, regateando con la señora de las paltas, conversando con el carnicero que en su sangriento cubículo descuartizaba una res con un cuchillo inmenso mientras sonreía y nos hablaba de cualquier cosa? ¿Hace cuánto no me tomo un jugo de fresas con leche, al término de toda una mañana dominguera comprando, en esa juguería al lado de los puestos de las carnes y donde las moscas eran la más fiel compañía?

¿Hace cuánto no paseo por las avenidas, los parques y los malecones de mi ciudad? ¿Hace cuánto no veo un atardecer en el Pacífico que los limeños tenemos regalado al alcance de nuestros pasos y desperdiciamos? ¿Hace cuánto no camino dos o tres horas charlando con Juan o María sin más pretensiones que disfrutar el rato aplanando calles y ejercitando la lengua en el arte de la conversación, hoy tan desacreditada y desfalleciente?

¿Hace cuánto no me como un pollo a la brasa con las manos engrasadas y felices que sostienen la presa como recordando a los antiguos que en cada comida agradecían a los dioses por los alimentos que devoraban? ¿Hace cuánto no disfruto de una empanadita de las que hacía la señora esa allá en el parque, frente al colegio “Imperio de Japón”, esas empanaditas que sabían a gloria, casi sin relleno y fritas quién sabe con qué aceite, que salían calientitas a la una de la tarde, cuando el hambre apretaba y los centavos del bolsillo no alcanzaban para más?

¿Hace cuánto no me paseo al amanecer por los pasillos de la universidad recitando los mil poemas que me sabía de memoria a toda voz mientras espero que llegue el profesor para irme directamente a la cafetería a escribir los primeros poemas que las ingratas me dictaron y a olvidarme de las leyes que en el Perú nunca sirvieron para nada?

¿Hace cuánto no canto en la ducha, atronando el barrio, como en Vista Alegre, cuando todo el parque se enteraba que estaba bañándome escuchando cómo “Juan Charrasqueado” moría una y otra vez porque estaba borracho y era bien macho y lo acribillaban los muchos malos y envidiosos que no le perdonaban, sobre todo, que no hubiera muchacha que no suspirara por él?

¿Hace cuánto no comparto una porción de papas fritas con mayonesa con el sencillo que nos ahorramos Fernando y yo caminando a su casa para estudiar cualquier cosa de las que jamás estudiamos? ¿Hace cuánto no me amanezco ayudando al amigo (por amigo) o a la amiga (por coqueta y por sus piernas) en esas tareas insufribles de las que nada aprendimos?

¿Hace cuánto no reniego por tener que “poner” la mesa, ir de compras al mercado, secar los platos, lavar mi ropa o “hacer” mi cama? ¿Hace cuánto no me retuerzo sobre la silla del comedor mientras mi padre nos desasna con su sabiduría o mientras nuestra madre, inocente como ninguna, cuenta cómo a su fiesta de 15 años no fue nadie porque ese día no sé qué revuelta hubo y declararon estado de sitio?

No debo ser injusto. En estos años la vida ha sido más que generosa conmigo, me ha dado más de lo que pude soñar y me ha mimado con una ternura que sé que no merezco. Es mucho lo que he ganado, pero que la memoria, que está allí para recordarnos quiénes somos y de dónde venimos, no permita que esa ganancia se devalúe perdiendo de vista las simples cosas, extraviando en la comodidad la esencia y renunciando, ciega y torpemente, a esos tiempos, hoy sin tiempo —como en “Juanito”— que me enseñaron libertad, me dieron alegría y me hicieron hombre.

Lima, 17 de febrero del año 2006