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Roberto ArltLos cuentos de Roberto Arlt

Hay un Roberto Arlt novelista (el más estrepitoso por difundido); hay un Roberto Arlt dramaturgo de asombrosa intuición, que invade el escenario porteño en 1932 con 300 millones y que, un mes antes de su muerte, concluye El desierto entra a la ciudad (de estreno póstumo en 1952); hay un Roberto Arlt periodista que goza del favor del público con Aguafuertes porteñas y Aguafuertes españolas; y hay un Roberto Arlt cuentista (el más constante y el menos conocido en la actualidad) que, según el testimonio de su amigo César Tiempo, “desde que le agarró el berretín de la literatura en la escuela primaria, tragaba libros y vomitaba cuentos”, que a los ocho años de edad ya vendió su primer cuento y que, a lo largo de su escasa vida, difundió más de setenta en diarios y revistas de la época, de los cuales editó dos colecciones: El jorobadito (Buenos Aires, 1933) y El criador de gorilas (Santiago de Chile, 1941).

Toda la producción literaria de Arlt mantiene una exacerbada fidelidad a sí mismo y a su cosmovisión, una fidelidad que pone en blanco los ojos de sus admiradores y hace rechinar los dientes de sus detractores: masoquismo, humillaciones, misoginia, hipocresía y resentimiento de la pequeña burguesía, eternamente frustrada en sus aspiraciones de mejoría social y económica; rechazo y fascinación por “los señalados de Dios”, los deformes; orfandad y desvalimiento dostoievskianos y nietzscheanos de una sociedad que se propone “guardar el secreto” de la no-existencia de Dios, porque “lo hemos llamado y no ha venido”; y fidelidad a un lenguaje que él mismo ha forjado ad usum personalem y que es el resultado de una extraña simbiosis entre el sustrato de “su abundosa lectura adolescente de folletines en versiones bastardas” y “giros porteñísimos de los años treinta”, dada su “viva asimilación de la lengua oral porteña”. (Pedro Luis Barcia dixit).

Y a pesar de la rusticidad o, si se quiere, de la inadecuación del instrumento expresivo, no se puede pasar por alto la fuerza de un escritor que logró imponerse y trascender más allá de su muerte.

Arlt es el artífice de una literatura hecha de “cross a la mandíbula” y de “prepotencia de trabajo” que todavía sigue atrayéndonos y nos incita a la busca del misterio de tanta fuerza, pese a sus encontronazos con la sintaxis y con un desentono donde “en la mitad de una dicción pujante y recia, se le filtra una frase de la peor cursilería o una vibración de tremendismo ridículo y disonante, que quiebra el efecto del pasaje”, porque “allí se asoman formas del detritus de su formación cultural no consolidada” (insiste Pedro Luis Barcia).

Arlt nunca ignoró las limitaciones instrumentales que la crítica le señalaba, así como tampoco perdió de vista la potencia interior que se desbordaba sobre una sociedad que él no había inventado y de la que no era menos víctima que los personajes que constituyó en sus portavoces.

Arlt no disimula ni engaña. Por eso, en la dedicatoria de El jorobadito a su esposa Carmen Antinucci, advierte que se trata de “un libro trabajado por calles oscuras y parajes taciturnos, en contacto con gente terrestre, triste y somnolienta”, un libro donde no hay que reparar en “sus palabras duras” y donde “los seres humanos son más parecidos a monstruos chapoteando en las tinieblas que a los luminosos ángeles de las historias antiguas”, en fin, un libro en el que no se encontrarán “doradas palabras mentirosas” ni se verá “asomar el pie de plata de la felicidad”.

 

El jorobadito

En esta colección de nueve cuentos, Arlt no cambia la temática de su producción anterior. Podemos agrupar de un lado los cuentos que giran alrededor de la culpa, la humillación, la moral pequeñoburguesa y una misoginia que establece un leitmotiv en la narrativa arltiana, “dado que el varón casado debe aceptar la total desposesión de su persona a través del trabajo y, en general, de las obligaciones propias de un padre de familia”, según el exhaustivo análisis de Diana Guerrero en su libro El habitante solitario.

Alrededor de ese leitmotiv podemos agrupar los cuentos “El jorobadito”, “Ester Primavera”, “Una tarde de domingo” y “Noche terrible”.

Ante el peligro entrevisto, el hombre vacila y se resiste a cualquier compromiso sentimental:

Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad, a medida que pasan los días, se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertir a un hombre en uno de esos autómatas de cuello postizo a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida (“El jorobadito”).

Mañana podrá gritar, por fin, su victoria, y cambiar una mirada definitivamente agradecida con la cómplice madre que la ayudó mediante su experiencia a atrapar a ese calenturiento... (“Noche terrible”).

¿Casarse? Casarse es una forma de suicidarse. Y yo no estoy dispuesto a morir; todavía quiero vivir. Cierto que Julia me quiere, pero Julia, a su edad, al mismo diablo está dispuesta a jurarle amor eterno... (“Noche terrible”).

Todos somos hombres buenos. Pero de cada uno de nosotros se burla alguna mujer (“Una tarde de domingo”).

Un mes después que todo había terminado entre nosotros, la encontré por la calle, en compañía de un individuo. El cual era chiquitín, tenía facha de jefe de oficina, bigotes de gato y cara amulatada. Ella me dirigió una mirada irónica como diciéndome: ‘¿Qué le parece el tipo?’. Y yo permanecí un cuarto de hora en la esquina, abriendo la boca... Pero ¿tenía derecho a indignarme? ¿No me había dicho ya: ‘Me casaré con el primer que venga y demuestre quererme un poco?’ ” (“Ester Primavera”).

La actitud de recelo frente a la mujer se supedita al juego estratégico que ella establece mediante concesiones o escamoteos hipócritas que le dicta el convencionalismo de la moral pequeñoburguesa. Tanto el varón como la mujer conocen de antemano que el juego concluye con el triunfo final de ella y la derrota del incauto en el altar del matrimonio, que instituirá la condición de esclavo condenado a trabajo forzado en nombre de la dignidad y el bienestar de la familia.

“La luna roja” y “El traje del fantasma” se adentran tímidamente en el terreno fantástico. “La luna roja” es un desfile alucinado de juicio final, en una marcha taciturna y fantasmal en la que se codean los animales salvajes con los hombres, bajo la presencia de “la luna, fijada en un cielo más negro que la brea” y que “despedía una sangrienta y pastosa emanación de matadero”.

Y, al parecer, no muy seguro en el abordaje del género fantástico, Arlt necesita apelar a una nota explicativa que encauza “El traje del fantasma” en los límites rígidos del racionalismo:

Gustavo Boer fue detenido bajo la inculpación del asesinato de un marinero, que se encontró muerto en su habitación. Boer, para simular haber cometido el delito en un ataque de locura, salió a la calle desnudo. Su mismo relato del proceso que él quiere hacernos creer, refleja su estado de anormalidad, nos presenta a un imaginativo poético completamente normal. Como se supone, Boer será condenado a pesar de sus tentativas de pasar por demente.

“Pequeños propietarios” se emparienta con las crónicas cotidianas de las Aguafuertes porteñas, reflejo de una trajinar cotidiano donde todos luchan contra todos y todos resultan perdedores en su empeño por alcanzar el espejismo del dinero.

“Escritor fracasado” reviste la forma de un largo alegato de Arlt contra quienes ya había apostado en el prólogo de Los lanzallamas contra los que escriben bien y a quienes leen únicamente correctos miembros de sus familias para que los eunucos bufen porque crearemos nuestra literatura, no conversando cotidianamente de literatura, sino escribiendo orgullosamente libros que encierren la violencia de un “cross” a la mandíbula.

Y, poniéndose en el lugar de esos eunucos de producciones anémicas, hace referencia a lo que él cree que se dice de Arlt en algunos círculos que desprecia:

¿Por qué yo no podía producir y otros sí? ¿Dónde radicaba la misteriosa razón que hacía que un hombre que se expresaba como un imbécil escribiera como si tuviese talento?

Nada más alejado de Arlt, que siempre mantuvo bien sucias las manos de tanto trabajar con el barro de la realidad, que esa especie de escritor-Venus de Milo que no puede mancharse las manos.

Y como para no desmentir a su amigo y colega Roberto Mariani, que hacía de Arlt un “amigo de pistoleros y falsificadores, y además escribía sobre ellos, tampoco falta en esta colección la intromisión del lumpen de prostitutas y rufianes, como puede observarse en el mundo marginal de “Las fieras”:

Nos comunicábamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro, donde los ojos, de tanto haberse fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio.

“Las fieras” es la contracara de la sociedad porteña:

Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces de una vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: “Esperá un momento, querido, que pronto me desocupo”.

El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien regala su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: “Le presento a mi marido”.

Ningún cuento de Arlt se agota con un solo aspecto de la realidad. Por ejemplo, “Ester Primavera”, más allá de la anécdota sustentadora del relato y, a través de una enfermedad terrible, el infierno rojo de la tuberculosis, que le arrebató a la esposa y a la hermana, Roberto Arlt actualiza la visión de Villon y de Manrique con una muerte igualadora de todas las clases sociales, de todas las razas, de todos los sexos, de todas las religiones. Tanto el enfermo como el médico contagiado, el delincuente como el honrado, el judío como el católico o el descreído, están condenados a convertirse en los números que figuran al pie de las camas del sanatorio, pues en la condena a muerte de la enfermedad, las identidades personales cuentan muy poco:

—¿Quiere pitar, siete? —me dice.

 

El criador de gorilas

En 1935, Roberto Arlt ha alcanzado el apogeo de la popularidad con la publicación de las Aguafuertes porteñas en el diario El Mundo. El mismo año viaja a España como corresponsal de la misma empresa periodística: ¡Y aún no puedo creerlo! Aunque a ustedes les parezca un disparate. Sí, no puedo creerlo, tan largamente, con tanto ardor de años e imposibilidades he deseado este viaje. (...) ¿Digan ustedes si no es tocar el cielo con la punta de los dedos?, escribe el 12 de febrero antes de embarcarse.

Viaja provisto de cartas de recomendación, guías de carreteras y ferrocarriles de España, planos de ciudades, pero el espíritu mercurial de Roberto Arlt desecha esos estorbos porque va decidido a meter la nariz y la cabeza y los pies y las manos y todo el cuerpo dentro de aquello, que es un país con una antigüedad conservada de siglos y siglos.

Y con la cámara fotográfica colgando de su cuello, recorre Andalucía, cruza el estrecho hasta Marruecos, regresa a la península y deambula por Galicia, Asturias, Euzkadi, las dos Castillas, Navarra, Aragón y, por fin, Cataluña.

El febril ajetreo geográfico por España desemboca en la colección de Aguafuertes españolas del diario El Mundo, y el recorrido marroquí en el libro de cuentos El criador de gorilas y en la obra de teatro África.

Fiel al propósito inicial de “meter la nariz” en todo, su avidez registradora lo empuja a los bares, a las fiestas religiosas, a las iglesias monumentales, a las manifestaciones populares, a las discusiones políticas de una España que prepara la tragedia de su guerra civil anticipada por la alarma de Arlt.

El 90% de los relatos de El criador de gorilas refleja el deslumbramiento por el exotismo que le ofrecen las aldeas del Rif o las ciudades de Tánger, Tetuán o Fez con su ciudadela amurallada, calles tortuosas, sinagogas sombrías, mezquitas con ciegos en los pórticos y freiduría de pescado, un paisaje africano donde, en cierto modo, era ventajosa la mala reputación porque, en África, sin honradez se puede llegar a alguna parte.

Todo lo recoge la avaricia espiritual de un Arlt que no desperdicia los pormenores clásicos del individuo que, por estar de paso, quiere llevar a su país lo que en su país no hay: camellos, jinetes con cimitarras, chilabas andrajosas o ribeteadas de oro, traficantes de ametralladoras para los nacionalistas, mujeres con velo, babuchas, ciegos que narran historias, concubinas del harén, esclavas y esclavos, venganzas horripilantes, zalemas y saludos islámicos, oraciones salmodiadas en los minaretes de las mezquitas, atmósfera de especias, de cuero y queso en fermentación, o de sándalo, jazmín, incienso y azahar, grandes turbantes como ruedas de molino o turbantes verdes de peregrinos de La Meca, funcionarios con turbantes violeta, aguateros con un odre negro suspendido a un costado o niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza, magos de poder hipnótico como Nassin el Egipcio, bandidos folklóricos como los de Uad Djuari (río de la perla), traficantes de armas como Marbruk ben Hassan, cuyo padre le da a elegir entre el suicidio o que él mismo le corte la cabeza por haber deshonrado a la familia, europeos sonámbulos en un paisaje de pesadilla como el cónsul inglés de Tánger, Mr. Jefries, o vivillos como algunos militares españoles, ya sea el teniente español Benegas o su jefe el coronel Oyarzún, o el francés Monsieur Lanterne que acaudilla a los bandidos de Uad Djuari.

Todo es bueno para la imaginación de un Roberto Arlt que a veces salta hasta el Congo para hacer perecer a Farjalla Bill Ali, “el criador de gorilas”, sobre un hormiguero de voraces termitas; o hasta Monrovia para explicar el incorregible canibalismo atávico de ciertas tribus negras; hasta Ceilán, donde el hijo póstumo de un marroquí viaja a la tierra paterna para cobrar una venganza; o hasta la isla de Java donde la historia del achicharrado Halid Majid sirve de moraleja escalofriante a quienes pretenden abandonar el Islam por una perra infiel; o hasta Madagascar para buscar una orquídea negra valorada en veinte mil dólares; o hasta la isla de Fernando Póo, donde se ve crecer las plantas y los hombres languidecen hasta la muerte por la enfermedad del sueño.

La influencia de las Mil y una noches, además de las vivencias observadoras de Arlt, repercuten en varios de los relatos; así como en el “Accidentado paseo a Moka” la repercusión ecoica del Horacio Quiroga de “Gloria tropical” repite no sólo la enfermedad del sueño y el infierno verde de la vegetación lujuriante sino que hospeda en tal isla a la típica boa tan sudamericana y tan quiroguiana. Pero para Arlt nada es imposible y mucho menos aclimatar las boas en África no sólo en ese cuento sino en el más fantástico de “Odio desde la otra vida”.

El cuento “Rahutia la bailarina” va a ser la base de la obra de teatro África, a la que se incorporan también algunos personajes modificados de los otros cuentos, con la particularidad de que, sobre las tablas, los personajes exhiben un optimismo infrecuente en Arlt que se corona con la redención por el amor.

Distraído en apariencia y hechizado por el exotismo del mundo musulmán, a Roberto Arlt no se le escapan las constantes de su idea del hombre. Tanto en Buenos Aires como en Marruecos, la lucha por la vida es feroz y sólo salen airosos los más fuertes o los más astutos, y el delito sigue buscando la complicidad del dinero o del poder como para dar la razón al africano Agustín de Tagaste que quince siglos antes había advertido: “Que nadie se enorgullezca de su fortuna, porque esa fortuna demuestra que es un ladrón, o lo fue su padre, o lo fue su abuelo”.

Fiel a sí mismo hasta la muerte, se despidió del mundo con este libro cuyo impresionismo periodístico se suele estremecer con relámpagos de genialidad o empantanarse en ramplonerías de principiante.