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Franz KafkaEl blog de Kafka

Siempre se vuelve a los escritos de Franz Kafka. En sus diarios y anotaciones sueltas en cuadernos se encuentran frases, visiones sobre la literatura y algunos sueños que ofrecen el perfil de un individuo entregado a la escritura, de un hombre atrapado en esa sutil reseda de esa realidad otra, en la que todo sufre un trastrocamiento y se llena con una baba irreal en la que el tiempo, los días y los objetos tienen una apariencia blanda fantástica, una realidad gelatinosa que parece desplazarse de puntillas y que conspira con ese mundo vulgar y endurecido de la cotidianidad.

En sus diarios hay algunas pistas sobre su existencia en función de la escritura, su vida diaria, en los mínimos detalles, pasada por el cedazo de esa percepción que irremediablemente desemboca en la anotación fugaz, en un relato o en una novela. La minucia sin valor, lo irrelevante o lo trascendente de la existencia pasa a formar parte de una comentario nervioso y al vuelo, persistente; de esa minuta sin tregua incluso cuando no hay nada que escribir, por paradójico que resulte. Por ejemplo anota en su diario: “Tan abandonado por mí, por todo. Ruido en el cuarto de al lado”. Otro día garrapatea: “1 de junio de 1912. No he escrito nada”.

Escribir un diario es exponerse, exhibirse como si de una vidriera formada espejos se tratara, para que los otros se vean en dichos espejos y traten de redimirse. Por supuesto que husmear en los diarios de otros escritores es una actividad subalterna y es más digna para el diván del siquiatra. Hoy los diarios personales tienen su equivalencia con el blog. Tanto el uno como el otro participan de esa intimidad que se exterioriza sin cortapisa, escritos en solitario (guardados con celos o dejados en la red como quien arroja una botella con un mensaje dentro al mar), pero pidiendo a gritos que alguien los lea, que cualquier otro desdichado atrapado por la literatura escudriñe en ellos, sin importar el asunto freudiano colateral.

En Kafka sus anotaciones dispersas y sus diarios sólo subrayan su condición de escritor anómalo (aunque muchos escritores que he conocido, sin ser Kafka en cuanto a escritura claro, sólo se quedan patinando en su condición de escritores metidos en su rol, algo desaliñado, de extravagantes). Kafka pactó con la literatura para convertirse en una especie de secretario de la condición humana desde el absurdo y lo inusitado. No fue al encuentro de lo extraño y rarófilo por pose o moda, sino que muchos factores conspiraron para que su trabajo literario se enfocara hacia temas nada comunes, pero con el componente subyacente del hombre azotado y vapuleado por la existencia sin razón aparente.

Siguiendo en este peregrinar por los diarios de Kafka, o su blog personal, me encuentro con este texto: “30 de agosto de 1912. Esta tarde, mientras estaba acostado en la cama, alguien hizo girar rápidamente una llave en la cerradura; durante un instante tuve cerraduras por todo el cuerpo, como en un baile de disfraz; aquí y allá, con breves intervalos, abrían o cerraban una de las cerraduras”. Aparte de estas anotaciones, poco comunes, sus escritos del día a día está plagados de sueños, cartas, aforismos, lecturas, etc. Muchas notas se orientan hacia los pormenores de la escritura y ese forcejeo constante por escribir, por llenar páginas y páginas con algo que valga la pena. Nunca estuvo seguro de lo que escribía, quería escribir con tal perfección que a veces dudada de estar a la altura para semejante tarea. Gustav Janouch recopila un hecho que expone la relación de Kafka con la escritura y su fingimiento. Éste se encontraba en su estudio, sostenía un libro en blanco, dijo exasperado: “¡Sí, un libro! En realidad no es más que un simulacro hueco y vacío. Está encuadernado con piel artificial. Aunque mejor dicho, en él no hay rastro ni de artificio, ni de piel. Todo es papel. (...) ¡Dentro no hay nada, absolutamente nada! (...) ¿Se me está queriendo insinuar algo con esto? ¿Qué significa este libro que no es un libro?”. Un libro que en su aspecto externo lo es, pero en cuyo interior no tiene nada escrito, señala un poco su condición: por fuera, sentado escribiendo, produce la sensación de ser un escritor, pero por dentro no hay nada. Un poco como Jack Torrance, aquel escritor de Kubrick/Stephen King, de la película El resplandor, que como un poseso escribe y va llenando hoja tras hojacon una sola frase: “Todo el trabajo y nada de juego hacen de Jack un chico aburrido”. Pero para Kafka la escritura no era un simulacro, ni un sencillo juego: “Todo cuanto no es literatura me hastía y provoca mi odio, porque me molesta o es un obstáculo para mí...”.

Por casualidad me topé con los diarios de la poeta Alejandra Pizarnik, quien tampoco se tomó eso de la escritura como pasatiempo para ser feliz o para que sus amigos la quisieran más, sino que para ella fue una actividad torturante y metódica. Por supuesto tenía devoción/obsesión por los diarios de Kafka, era su biblia, según sus propias palabras, manoseada, percudida y con infinidad de anotaciones al margen. Ella escribió con esa claridad tan oscura en su diario: “No es la vida lo que me molesta; son los detalles”. Aunque en un poema la poeta vislumbró algo con respecto a Kafka y a ella misma: “...pero le pasó (a Kafka) lo que a mí: / se separó / fue demasiado lejos en la soledad / y supo —tuvo que saber— / que de allí no se vuelve / se alejó —me alejé— / no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal) / sino porque una es extranjera / una es de otra parte (...)”.

En una de las anotaciones finales de su diario, Pizarnik escribe: “No olvidarse de suicidarse”. Días después, efectivamente, lo recordó con fría precisión. Kafka no se suicidó, murió de tuberculosis, no había cumplido los 40 años. No obstante al final pidió a su amigo Max Brod que arrojara al fuego todos sus escritos, que era como una especie de suicidio ya que la escritura, que tantos desvelos y revelaciones le había deparado, era lógico que acabase convertida en cenizas, sólo que su amigo no tuvo la firmeza para cumplir con el mandato final de su amigo y Kafka sigue en la oscura eternidad de la literatura, en el rincón de una fría habitación soñando cómo sus escritos arden y vuelan por el aire convertidos en pequeños pájaros negros, mientras alguien gira todas las llaves y abre las cerraduras de su cuerpo.

Franz Kafka