XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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SauronEstrategias

Nunca fui bueno levantando1 chicas. No me refiero a mi posible éxito con el sexo femenino: eso es otra cosa. De lo que estoy hablando es la habilidad de detectar un blanco apetecible, acercarse, hacer surgir de la nada una conversación, seducir, obtener como mínimo un número de teléfono y, en el mejor de los casos, llevarla a la cama. Tampoco se trata de que nunca lo haya logrado: lo que quiero decir es que no tengo tanta confianza en mis habilidades como para pensar que podré tener éxito más o menos cuando lo desee, y una de las razones, supongo, es que nunca le encontré la vuelta a esas conversaciones ligeras que supongo fundamentales en el arte del levante o en alguno de sus paradigmas principales; tampoco en el uso de piropos —que los detesto— o de frases elaboradas con propósitos maquiavélicos, estrategias aprobadas por la experiencia o la cultura levantosa y que generan un corpus de “jugadas” clásicas, aperturas, defensas, ese tipo de cosas. He conocido gente capaz de improvisar personajes, acentos, historias enteras con el único fin de lograr sus objetivos eróticos, y todos ellos creen que porque soy escritor esa “parla” es algo que se debe dar naturalmente en mí. Jon y Rex, por ejemplo, asumen que convencer a una chica de que se abra de piernas me resulta tan fácil como a Steve Vai tocar un solo de guitarra; mis tácticas (de haberlas), sin embargo, han sido siempre dadaístas, zen, y no excluyen por lo tanto al azar, a la posibilidad de un golpe de suerte.

Porque de eso se trata esta historia, según desde dónde se mire: del giro de ruleta más favorable de mi vida o de la peor de las fortunas posibles, de las cosas que hacen los dioses y diosas con los hombres y los hombres con las diosas, del destino y su golpe de dados, además de muchas pamplinas más que irán sucediéndose, blancas y negras, para el lector paciente.

Pero continuando el tema que inaugura este cuento he de decir que, en mi opinión, no es en verdad complicado tener suerte con el levante, porque en última instancia se puede apelar a la estadística: inténtalo un número de veces lo suficientemente grande y tendrás éxito. Para esto ayuda frecuentar lugares donde la proporción masculino/femenina favorezca a las últimas; la Licenciatura en Letras de la Facultad de Humanidades, por ejemplo, donde basta con saber pronunciar correctamente el nombre de Deleuze, ser capaz de improvisar una buena participación en clase con temas como el postestructuralismo o el nouveau roman, conocer un buen censo de autores que ellas no manejan, y listo. Son trucos más o menos infalibles, pero, claro, no ayudan en otros contextos (porque en una barra no vas a decirle a una chica tu mirada me recuerda a la de la jovencita que pintó Vermeer de Delft en su hermosísimo cuadro...); en este caso yo estaba en una disco, con mis ya mencionados amigos Rex y Jon. Salíamos de un ensayo de su banda, en la que me desempeñé como guitarrista por casi cuatro años, y, entre tragos de vodka tonic, cerveza y algo de Speed, decidimos, descartando otras opciones como ir a un casino (Rex dijo sentirse con suerte, lo que en ese momento —yo no pensaría lo mismo a la noche siguiente— nos hizo mucha gracia) o partir hacia algún balneario del Este, que ya que era sábado y no teníamos otros planes podía ser una buena idea meternos en alguna disco y unirnos a los rituales urbanos o suburbanos de la borrachera, el levante, el arte de esquivar peleas o finalizarlas si no hay más remedio, y el retorno agotador a la cama y al mundo de los sueños inundado de alcohol, con la subsiguiente resaca del día siguiente. Rex se había convertido en una especie de cyborg bioquímico —el término es suyo—, luciendo noche tras noche una máscara psicotrópica diferente, derivada de la sustancia que considerara más interesante para esa velada, pero como Jon estaba empezando a sumergirse en su etapa alcohólica (la segunda contando desde los días de la cerveza, allá por el 2003) y yo no estaba de humor para algo tan trascendente como los alucinógenos a la Huxley, la opción vodka + otros brebajes resultó ser la correcta; además teníamos dinero —no recuerdo bien qué había pasado, quizá un toque especialmente fructífero—, y mínimos escrúpulos a la hora de disolverlo en alcohol, esa gran herramienta de levante. Podría haber sido la borrachera del año (y creo que para Rex y Jon lo fue; los perdí de vista a la hora de entrar a la disco, ya contaré cómo), pero por suerte me contuve y bebí apenas el mínimo indispensable para aflojar las correas del superyó.

Estábamos los tres sentados ante la barra, haciéndonos los Humphrey Bogart, cuando la vi. Es fácil exagerar con frasecitas como “la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra”, “una belleza élfica surgida de los bosques de Lothlórien” o, incluso, “el mejor par de tetas de la historia”; el alcohol, además, ayuda a alterar este tipo de percepciones y perfecciones; sin embargo, en este caso, era la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra, una verdadera belleza élfica surgida de los bosques de Lothlórien poseedora del mejor par de tetas de la historia. Y cintura, caderas, culo, piernas, pies y cualquier especulación anatómica posible. Vestía un pantalón de vestir negro y una camisa blanca, y llevaba su cabello negro y lacio a la Mia Wallace. Decir que quedamos boquiabiertos no basta, porque puede inducir a creer que se trata de un lugar común, una metáfora; por eso tengo que hacer énfasis: nuestras mandíbulas inferiores literalmente cedieron, víctimas de una súbita relajación de los músculos correspondientes, en clara expresión de asombro mucho más allá de la preocupación porque resultara demasiado evidente. Y la elfa o ninfa o viva imagen de Afrodita (es posible creer que los dioses todavía recorren la tierra adoptando aquí y allá forma de mortales) pareció mirarme y sonreír, divertida acaso por mi expresión de no-puedo-creer-lo-que-tengo-ante-mis-ojos.

Jon y Rex detectaron enseguida aquella mirada y me animaron a hablarle. Empecé a buscar los clásicos pretextos mediocres: Seguro me miraba por cualquier otra razón, o pensaba que yo era un idiota y aquello le parecía divertido, etc. No estaba de humor para soportar un rechazo y aún no había tomado tanto como para que desapareciese la mediación de varias capas de pensamiento entre un plan descabellado y su realización, pero Jon y Rex siguieron animándome. Sugerí la estrategia cobarde: vamos los tres, dije, y vemos qué pasa; las amigas, añadí, también están buenísimas. Y era verdad, porque el conjunto de la diosa y las ninfas, o la sacerdotisa y las acólitas, tenía algo de la gracia atribuida al trazo de un Rafael o un Sandro Filipeppi (por usar esas referencias que no sirven de nada en un levante). Vacié mi vaso, respiré profundo, me levanté del banco y emprendí el viaje por el Atlántico hacia las improbables costas de Cipango y Cathay. No es necesario explicar que la mía no era la única expedición por esos mares: todos los imperios cercanos habían fijado su objetivo en aquellas Islas Bienaventuradas; sin embargo, los huracanes, el escorbuto y tantos peligros del Mar de los Sargazos y el Triángulo de las Bermudas dieron cuenta, una tras otra, de sus embarcaciones.

Mis tres carabelas, en cambio, llegaron a puerto. Rex empezó a hablarle a una pelirroja bastante gótica (y por lo tanto su target más obvio) mientras Jon elegía, de acuerdo a sus gustos un poco pedófilos, a una rubia con carita de niña. Entonces dio comienzo el milagro estadístico. La belleza inverosímil que había motivado la travesía me preguntó cómo me llamaba, con una sonrisa que hubiese resucitado a una horda de cavernícolas muertos en un alud allá por la última Era del Hielo. Para trazar una historia más graciosa debería imaginarse que yo balbuceé y demoré en contestar, que ella me preguntó si había olvidado mi propio nombre, que yo respondía con cualquier idiotez, pero la verdad es que articulé la fonética castellana a la perfección y me dirigí al divino objeto de mi deseo rápida, graciosa e ingeniosamente, haciendo gala de un excelso virtuosismo enhebrando una serie de observaciones sutiles que no dejaron de decorar sus ya bellísimas facciones con más sonrisas galácticas o cuasarianas. Pronto, para insistir con los lugares comunes, pareció que la disco estaba vacía y bailábamos sólo nosotros, en el centro de la pista, bañados por la luz astillada de una mirrorball. Nada más lejos de la verdad, claro (de hecho tuve que ponerle todo el tiempo cara de culo a los estúpidos que se acercaban mesmerizados en el ridículo intento de ganar la atención de esta chica) pero sí logra dar cuenta de cómo me sentí, no por un rapto de romance sino gracias a la constatación maravillosa de que el dedo de algún dios estaba rozando mi cabeza y, repentinamente, había desquitado años enteros de mala suerte (demasiados espejos rotos en la infancia, supongo), una mano con escalera real servida, el pleno de todas las fichas al 17 que encuentra su eco esperado en la posición final de la bolita plateada.

Mi locuacidad era asombrosa: parecía que una suerte de Cyrano me susurraba aquellas palabras al oído o las hacía surgir de mi boca sin que yo tuviese que hacer ningún esfuerzo, elegantes y oportunas. La chica parecía encantadísima, y sus manos no dejaban de rozarme los brazos, el cuello, el pecho y la cara, al principio fingiendo un contacto accidental y después abiertamente, mientras bailábamos con el aplomo de dos bailarines de la corte de Titania y Oberón, lo cual es en verdad muy extraño, ya que la música era espantosa y, peor aun, mis dotes para la danza son equiparables a las de un robot con forma de heladera o a las esperables tras una dramática pérdida de conexión entre las extremidades y el centro cerebral del ritmo y el equilibrio.

Es posible, no voy a negarlo, que ahora que convierto lo vivido en ficción (no tengo más remedio) exagere un poco, pero no debe creerse que mi narración hasta este momento sea una descripción inadecuada de los hechos, más allá de sus causas posibles (y mencionaré como de pasada la notoria borrachera de la ninfa), ya que pronto, dejando atrás toda verosimilitud, aquella hermosura y yo salimos de la disco, llamamos un taxi y nos arrinconamos en el asiento trasero besándonos y lamiéndonos cada centímetro cuadrado de piel expuesta o fácilmente liberable mientras el vehículo recorría las no tantas cuadras entre la disco y mi apartamento. El resto es fácil de imaginar: mi cuarto en penumbras, la luz de la calle entrando en rendijas ochenteras por la persiana, ella Kim Basinger (mucho más bella que Kim Basinger) y yo un Mickey Rourke con más cara de tonto, besando, tocando, acariciando, apretando, chupando y una larga lista de etcéteras que entenderá el lector es motivada entre otras razones por la ecuación que sumaba a mi deseo las proporciones de aquel cuerpo increíble, amén de la aprobación y (me atrevo a decir) el entusiasmo del alma que lo gobernaba, que más que ninfa seguro debía entenderse como una faunesa. Así pasamos el resto de la noche y parte de la mañana. Tuve que apelar a la totalidad de mis habilidades y mis trucos para salir, creo, bastante bien parado (no pun entended). O al menos es el tipo de cosas que uno espera creer pero, de todas formas, más allá de esas tonterías, es fácil ahora pensar en ese cuento de Borges donde se lee algo así como que en una noche del Islam, llamada la noche de las noches, se abren las puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; bueno, “si esas puertas se abrieran”, no sentiría lo que esa noche sentí. En serio. Supe qué se sentía contar con el favor de los dioses y lograr un premio que al propio Paris le fuera negado, ya que él debió conformarse con Helena y yo, en cambio, tuve entre mis brazos y mis labios a la divina Afrodita. No diré más para evitar aburrir al desafortunado lector o lectora que no experimentó jamás (ni experimentará, porque creo que momentos así son únicos en la historia de los diversos universos) dicha semejante.

Al mediodía salté de la cama con cuidado de no despertarla, me puse unos boxers y corrí a la cocina para prepararle el desayuno; tenía apenas unas rebanadas de pan para tostadas, el fondo de un frasco de requesón y bastante mermelada de durazno. No había naranjas ni café de verdad, así que opté por darle a elegir entre té y café instantáneo. Llevé a la cama todo en una bandeja, como en las películas. Ella me esperaba despierta y su opción fue el té. Le preparé un Earl Gray con tres gotitas de limón y bastante azúcar.

Aquí viene el punto de inflexión de mi historia: en los más o menos veinte minutos que nos llevó el desayuno, la hermosura dejó claro que esa era la última vez que íbamos a vernos. Yo no le había hecho ningún otro tipo de propuestas, ni tampoco lanzado indirectas al estilo de “la próxima...”, pero aun así prefirió darme a entender sin sombra alguna de duda que aquel momento de maravilla no iba a repetirse. Me armé de valor, apelé a todas mis dotes actorales y, encogiéndome de hombros poniendo cara de aburrido, le dije que estaba bien, que el touch and go era un deporte que podía practicar sin reparo alguno ya que ¿quién quería en pleno siglo XXI algo tan absurdo como una relación de pareja, con todas sus reglas y enfrentamientos terminados en tablas o derrotas? Ella asintió y pasamos a otros temas más amables; se levantó de la cama —imagine el lector la visión de su cuerpo apenas cubierto por una mínima tanga blanca, imagínela el lector sacudiéndose las afortunadas miguitas que habían quedado adheridas a sus pechos— y paseó por mi habitación mirando las láminas en las paredes, la colección de CDs y los libros que se alineaban en las estanterías. No parecía muy interesada. Miró por la puerta entreabierta hacia el living y salió dando saltitos en puntas de pie.

—¡Que lindas piezas! —dijo—. ¡no vi este tablero anoche cuando entramos!

Dejé la cama y mi cuarto y la encontré sentada en el piso ante mi set de ajedrez, dispuesto sobre una mesita ratona más como elemento decorativo que como signo de mi posible pasión por el juego. Me lo había regalado hacía tiempo un amigo escultor, y estaba construido según su interpretación de los personajes de El Señor de los Anillos, con una fila de Hobbits por peones, un Rohirrim como caballo del Rey, un jinete élfico del lado de la Reina, un par de variantes de Minas Tirith para hacer las veces de torres, dos Istari como alfiles y Aragorn y Arwen en las posiciones centrales. Estas eran las blancas, como cabría esperar. El bando contrario estaba representado por ocho Orcos (dos Uruks, dos Isengardos, dos de Khazad-dum y un par de Uruk-hai), el pináculo de Orthanc como torre de la reina, Barad Dûr para el rey, dos Nâzgul sobre bestias aladas, dos Jinetes Negros a pie con las espadas desenvainadas (lo cual hacía un poco monótono el conjunto, ya que había un total de cuatro Ulahiri), un Sauron de la Segunda Edad en el lugar del Rey y, en ausencia de un personaje femenino maligno, una suerte de Elfa Oscura para cumplir el papel de Reina. Las piezas eran una belleza, pero ya que nunca fui un buen jugador de ajedrez debo confesar que les daba un uso un poco espurio, que era hacerles cumplir o bien una función decorativa o servir de figurillas para alguna que otra sesión rolera. La chica las miraba con admiración y —creí interpretar— deseo y codicia. Tendría que haberle propuesto que se quedara con el tablero a cambio de su número de celular, pero no pensé tan rápido. De hecho fue otro mi plan.

—Este ajedrez es una belleza —dijo ella, con su voz de coros celestiales un poco afectados por la falta de sueño y el alcohol—, ¿de dónde lo sacaste?

—Me lo regaló un amigo escultor, muy fanático de Tolkien, como yo.

Asintió con la cabeza.

—Y sabés jugar, supongo...

—Bueno, en realidad no es que juegue mucho... ¿vos sí jugás?

Hizo un gesto de orgullo y respondió:

—Gané nueve premios en distintos campeonatos por todo el mundo.

—Perfecto... entonces sos la más indicada para enseñarme...

Soltó una risita y tomó una torre.

—Esta es la torre —comenzó—, las torres se mueven así... —y deslizó a Barad Dûr por el tablero, desde Cirith Ungol hasta Ithilien (el mapa estaba dibujado muy tenue debajo del cuadriculado), desplazando de su lugar con delicadeza a un orco.

—No, no —le dije, alargando una mano para tocarle el antebrazo, con intenciones de proseguir la exploración epitelial—, mover las piezas ya sé. En ese sentido sé jugar; lo que nunca supe son jugadas, estrategias, esas cosas...

—Ah, entonces si sabés jugar podemos hacer una partida ahora...

¿Sería por nada más que el deseo de mover aquellas preciosas piezas o porque le gustaba la sensación de una victoria segura que me hizo esa invitación? Lo segundo sería demasiado fácil, demasiado estúpido. Respondí:

—Bueno, está bien, jugamos... pero con una condición.

—¿Qué condición?

—Que sea una apuesta. Si yo gano, nos volvemos a ver...

—¿Y si soy yo la que gana?

—Te quedás con las piezas y el tablero.

Los ojos le brillaron y se ruborizó.

—Pero un ajedrez tan raro, tan valioso...

Puse cara de seductor (lo mejor que pude) y dije:

—Hay cosas más valiosas, y siempre vale la pena arriesgarse...

Sonrió y me miró directo a los ojos. Sentí que mis nervios iluminaban todas los rascacielos de una gran ciudad, sentí mil supernovas que... bla bla bla.

—Bueno, si lo ponés de esa forma...

Tomó a Arwen y a la Elfa oscura y escondió las manos bajo la mesita, pasando las piezas de una a otra hasta que las volvió a sacar.

Me doblé sobre el tablero y dejé un besito sobre su mano izquierda. La abrió: Arwen.

—Vos empezás —dijo con un ademán caballeresco.

Moví un Hobbit para liberar al Istari del Rey, o sea Gandalf, que supuse podía traerme suerte; ella respondió adelantando uno de sus Nâzgul. Copié su movimiento eligiendo al Rohirrim; entonces despejó el camino de uno de sus jinetes negros.

A los cinco minutos yo había perdido una Minas Tirith, al jinete Elfo, dos Hobbits y para colmo de males a Arwen, ahora de belleza ensombrecida, habiendo logrado apenas arrebatarle un Nâzgul. Si la partida no terminó, pensé, es porque ella quiere demorarla. ¿Estaría trabajando en su mente la decisión de si valía la pena volver a verme? Una oleada de optimismo me recorrió la espina dorsal: si ella hubiese estado segura de no querer repetir nuestro encuentro yo ya habría conocido la derrota.

Pero era demasiado tonto pensar así: Quizá ella sólo estaba divirtiéndose. Algo parecido debió sentir el protagonista de El séptimo sello; mi premio no era inferior al suyo.

—Jugás bastante mal —dijo en un momento—, pero está claro por qué es...

—¿Por qué?

—Porque no pensás a futuro, por eso. El ajedrez no es un juego de azar como el póker o la ruleta o tirar los dados. Tenés que recapacitar cada movida. Por ejemplo ahora —me miró muy seria—, yo te puedo comer la torre que te queda. La dejaste expuesta para intentar esa maniobra que podría, te concedo eso, que podría llevarte a un jaque. Pero no lo va a hacer porque hay varias maneras en que puedo evitarlo... y además te como la torre. Tendrías que haberlo pensado mejor.

Movió su Elfa oscura y se llevó a la otra mitad de la gran atalaya de Gondor.

—¿Es verdad que si perdés las torres perdés la partida?

—Digamos que te ayuda a perder, sí.

Puse cara de mascota olvidada en el parque. No pareció afectarla. Empecé a rever mis conclusiones. Estaba clarísimo que la partida se demoraba porque estaba divirtiéndola, porque le resultaba entretenida mi manera espantosa de jugar. ¿Qué podía hacer?

Pensé un par de estrategias inútiles y opté por mover un Hobbit más o menos al azar. Ella levantó una ceja y dio vida a Sauron. ¿La había amenazado? Quizá a futuro sí; sin duda ella podía ver las consecuencias de mis jugadas con mucha más claridad que yo. Me sentí un poco mejor: sería sin saber cómo ni por qué, pero al menos podía ponerla en dificultades. Miré el tablero y estudié la situación: parecía bastante claro que ella tenía al menos tres maneras de vencerme, por culpa de errores que yo venía arrastrando; pensé entonces que mis opciones eran intentar reforzar de alguna manera esas fallas o cerrar los ojos y atacar al estilo berserker. Ya habrá adivinado el lector que preferí la última opción, entendiendo que a puro razonamiento sería imposible ganarle y no sólo perdería mi ajedrez sino que, mucho peor, quedaba instantáneamente sentenciado a no volver a verla jamás.

Porque esforzarme sería inútil. Ningún futuro se configuraba con claridad ante mis ojos. ¿Tienen de verdad alguna forma de presciencia los ajedrecistas? ¿Por qué no había jugado más ajedrez de adolescente en lugar de las tantas boludeces que hice en abundancia, armar maquetas de aviones, leer ciencia ficción, tocar la guitarra?

Suspiré y moví el único Istari que me quedaba.

Ella movió su Orthanc y sentenció:

—Jaque.

Moví al pobre Aragorn una casilla a la derecha.

Ella adelantó su Elfa Oscura.

—Jaque mate.

Y era verdad. Esta vez ganaba Sauron y las sombras de la tierra de Mordor se extenderían por la Tierra Media y mi vida.

—¿Ves? Si movés acá te como con la torre, si movés acá con la reina, si movés acá...

—Sí, sí, lo entiendo —dije, tratando de sonar amargado—, sé cuándo es jaque mate.

Ella se levantó y me abrazó.

—Chau —me dijo—, no te voy a ver más.

Yo no sabía qué hacer o decir. La besé lenta y profundamente en la boca.

Sin decir nada entró a la habitación y se vistió. No quise mirarla. Estaba lista para irse cuando, tomándome de las manos, me dijo:

—El ajedrez te lo dejo. Sería muy feo de mi parte llevármelo. Es una belleza, tenés que apreciarlo más. En serio te lo digo. Y si practicaras y te compraras algún libro podrías llegar a ser un buen jugador.

¿Para qué? casi le digo, si cuando lo necesité de verdad no lo fui. Ahora sería inútil...

Nos despedimos con besos en las mejillas. A la semana siguiente volví a la misma disco, sin encontrarla. Pregunté a algunos conocidos de la barra si la habían visto, describiéndola lo mejor que pude. Tampoco. Fui el viernes, el otro sábado, busqué a sus amigas (Jon y Rex no habían tenido suerte, así que no tenían sus teléfonos), agoté todas las posibilidades que logré pensar. Nada. Habría regresado a su reino encantado de Elfa, su Faerie o Avalon o Rivendel. Intenté consolarme en la salida fácil: pensar que, como una ninfa o una elfa o una faunesa, no había sido real sino el producto de alguna droga deslizada en mi bebida por Rex, que gustaba de hacer ese tipo de bromas... pero fue inútil. Las diosas, así nos visiten en el sueño o en la vigilia, son reales, siempre son reales. Su aroma perduró entre mis paredes y en mis sábanas; las marcas de su boca en la taza de té, el recuerdo indudable y cierto de su piel...

En cierto modo hubiese preferido que se llevara el ajedrez. Ahora lo veo sobre esa mesita (dejé las piezas exactamente en la posición del jaque mate) y no puedo evitar pensar en las alternativas, en los errores, en qué hubiese pasado si... Pero el viejo T. S. Eliot tenía razón: no es bueno mezclar la memoria y el deseo.

Ya habrá entendido el lector que nunca más volví a verla. Mi único consuelo, y quizá también la mayor pena posible, es que no dejará de obrar el olvido, con el que siempre podemos contar y al que es posible darle una mano si nos atrevemos o si desesperamos de otra solución. La olvidaré a ella, olvidaré quién fui esa noche y esa mañana y así, ya sin jugadores, ese rito de visión y de azar podrá tocar a otros o a ninguno, no me importa.

Y llega así a su fin esta historia, con tonos más graves que al principio, escrita para terminar de arrancarme aquel recuerdo. En última instancia, mejor será convencerme de que no ha sido más que otro cuento tonto que imaginé, sobre un tipo que conoció en un golpe de suerte a una diosa y la perdió jugando una torpe partida de ajedrez.

Ahora que lo pienso, aquella noche debimos haber ido a un casino.

 


Nota

  1. En español del Río de la Plata, “ligando”.