XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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Ilustración: Imagemore¿Le temes a la oscuridad?

Cuatro de la tarde. Comienza el maratón de ¿Le temes a la oscuridad? en el canal 18. José Enrique enciende la televisión, se acomoda en el suelo ante el aparato y se dispone a entretener el hambre, la sed y las ganas de orinar viendo su programa favorito. Inicia el primer episodio. Es el capítulo de la señora que desea vivir en un cuento de hadas. José Enrique no puede evitar desear un poco que algo parecido le pasara a su madre. El niño se deja caer suavemente en la dulce sensación de no pensar que siempre le provoca el ver la televisión durante horas. ¿Cuándo llegará mamá? Casi no le importa. Pasan las horas y se desgranan los capítulos ante los ojos del niño, vacíos de emoción. Son las siete y media de la noche cuando escucha por fin abrirse la puerta del apartamento.

Marisela llega a casa luego de un largo día de aguantar al pesado de su jefe en la oficina. Ese puesto de secretaria le recuerda que jamás pudo acabar la universidad gracias a ese embarazo que llegó antes de lo debido. Encontrar la casa hecha un desastre no es lo mejor para su estado de ánimo. La mujer mira atónita el suelo alfombrado de botellas vacías de cerveza, las salpicaduras de salsa rosada en la mesa de la salita, las migas y los restos de tequeños esparcidos por los muebles y el suelo. Observa lo que debería ser su hogar feliz, por el cual hizo a un lado su vida profesional y su juventud. La escena hubiera podido causarle una inmensa tristeza, pero ésta desaparece antes de nacer bajo grandes oleadas de ira. Maldita la suerte que tuvo de enamorarse. ¿Enamorarse? Ya no logra recordar si tal cosa pudo haberle pasado alguna vez. Han sido ocho años de matrimonio, pero se siente como si fueran ochenta. Vieja. Cansada. Frustrada. Pero todos los problemas van a desaparecer. Sólo tiene que poner los ojos en blanco y empezar a destrozarlo todo. Platos contra el suelo. El portarretratos con la foto del matrimonio lanzado por la ventana. Cojines con las tripas afuera. Y al final la botella de ron. El poco ron que Alberto y sus amigotes han dejado antes de largarse de juerga.

¿Y el niño? ¿Dónde carajos está el niño? ¡José Enrique Fernández! El miserable de Alberto ha dejado a José Enrique encerrado en el cuarto, otra vez. Marisela abre la puerta, cerrada con llave, del cuarto, y encuentra ante sí un niño con los pantalones mojados de orina y un par de lágrimas corriendo por sus mejillas. La ira, convenientemente remojada en alcohol, renace. ¿Es que este niño no es capaz de ir al baño en vez de mearse en los pantalones? ¿Es que todo el mundo hace cualquier cosa con tal de molestarla? Marisela no es capaz de pensar con racionalidad; en medio de su furor no logra darse cuenta de que el pobre niño estaba encerrado en el cuarto y no habría podido ir al baño. Así que ella golpea. Golpea. Golpea. Y golpea.

Luego de lo que le parecen horas, Marisela despierta a la cordura sin saber muy bien lo que ha sucedido. Está sentada en la puerta del cuarto de Cheíto, con las ropas desarregladas, la cara húmeda de lágrimas y saliva, el cabello desordenado y el cinturón en una mano. Frente a ella está su niño querido, hecho un ovillo, sollozando quedamente. Marisela se arrastra hasta su hijo y lo cubre de besos y caricias, le pide perdón, le jura que nunca lo va a volver a hacer, lo baña, le da de comer. Y mientras tanto continúa el maratón de ¿Le temes a la oscuridad? A las once de la noche, Marisela apaga la televisión y le da un beso de buenas noches a Cheíto.

 

Mientras esta tragedia sucede en casa, Alberto está en el bar disfrutando de más cervezas y de una conversación realmente estimulante. En un barrio donde nunca pasa nada, siempre que no te acerques al puente que te separa de la ranchería, y que no salgas del bar o de la casa cuando escuchas los tiroteos, no siempre hay de qué hablar entre cerveza y cerveza. Pero esta noche tienen a un nuevo en el bar y los habituales disfrutan de lo lindo tratando de meterle miedo.

—¡Otra ronda de Soleras por acá, mi hermanazo! —pide Alberto, acompañando su voz gangosa con un gesto que abarca a todo el bar, donde cuatro borrachos se inclinan sobre otros tantos vasos vacíos.

—¿Y qué me dices de los espantos que asustaban en Caracas en la época en que éramos niños? —continúa el viejo tuerto entre eructos.

—¡Qué va! Esa vaina no se ha visto desde que pusieron la luz. Los aparecidos ya no espantan...

—¿Cómo era la historia de la tipa aquella que se aparecía de noche?

—¿Cuál? ¡Ah! La del vestido de novia, dices tú —la historia de la noche es construida tan hábilmente que parece casi casual—. Que dicen que fue una novia plantada en el altar, porque el macho la dejó por otra. Y ella odia a los hombres que salen de casa dejando solas a sus mujeres. Lo dijeron el otro día en la televisión. Un programa de esos y que culturizantes, que parecen culebrones, pero te cuentan las viejas historias.

—¡Gran vaina! —Alberto hace el papel del macho vernáculo, despreciando la historia, con el objeto de que la conversación no decaiga. A estas alturas, el nuevo escucha con total atención—. ¿Y qué puede hacer una pobre tipa vestida de novia? ¡Un buen par de coñazos bien dados y se deja de joder la paciencia!

—Es que tú no entiendes, Alberto —le responde el tuerto—, se supone que es un fantasma y que atrae a los hombres hacia una zona oscura... y luego los imbéciles amanecen muertos.

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Muertos, dices! ¡Para eso basta una pasada de malandros por la calle, y cualquiera que esté en su camino amanece con una bala encima!

—Bueno, sí, supongo que eso ya no asustaría a nadie, ¿verdad? —el viejo pasea dramáticamente su único ojo por todos sus oyentes, incluido el dueño del bar—. Esa pobre alma en pena debe estar toda frustrada porque ya no asusta ni a un pobre güevón, mucho menos a un gran carajo como tú.

—¡Y aquí estamos nosotros celebrando su frustración hasta que nos dé la gana! —cierra Alberto levantando su vaso a medio beber en la torpe parodia de un brindis—. ¿Quién le va a tener miedo a un fantasma con tanto criminal suelto por allí?

—Además de que la tipita ésa debe tenerle más miedo a la oscuridad que los malandros, ja, ja, ja, ja...

Si se hacen a un lado los detalles, todo el asunto resulta absolutamente trivial. Empiezan a hablar del primer tema que se les ocurre y, cuando menos se lo espera el nuevo, al empezar los tiroteos de la madrugada, se baja la santamaría y todos caen bajo las mesas gritando como posesos. Es un chiste que disfrutan mucho. Todos, menos el dueño del bar, al que más de una vez le ha tocado secar el charco de orina que ha dejado el pobre diablo y barrer los vidrios de las botellas rotas. Pero aún así colabora. El grupito le gasta suficiente como para que pueda comer todos los días y ocasionalmente darse un lujo con la coca. Hoy no ha sido la excepción. El nuevo, al verlo dirigirse presuroso hacia la santamaría, ha salido corriendo antes de quedar encerrado en el bar y los habituales han reído hasta la saciedad. Y eso se ha traducido en una buena cantidad de cervezas más para la cuenta. Mala noche no ha sido, no.

A las tantas de la madrugada cierra el bar. Con reticencia los hombres lo abandonan y empiezan a caminar torpemente hasta donde sus piernas se lo permiten. Pero esta noche hay algo diferente en la calle. Una prostituta nueva. Vestida de encaje blanco. Hasta los pies. La noche de las novedades. Alberto no cree que vaya a trabajar mañana.

—Los aparecidos tendrán que modernizarse —el tuerto parece haberle agarrado gusto al temita—. ¿No crees?

—Cierra la jeta, pendejo. ¡Mira lo que tenemos por allá! Voy a ver cuánto cobra la nueva...

—¡Afortunado tú que la viste primero, sucio! Mañana nos cuentas...

Y Alberto se aleja de sus camaradas, mientras la puta se le insinúa a través del encaje blanco.

 

Cuatro de la madrugada. Marisela está al borde de la histeria. El maldito de Alberto no ha llegado a casa. Pero esta es la última vez que se lo hace. Ha estado fantaseando con que cuando llegara le pondría un ojo morado y se iría una semana con alguna de sus amigas. ¡A ver si cuando le pegara el hambre al desgraciado, éste la mataba con cerveza! Pero pasan las horas y el miserable no aparece. Así que Marisela decide sacarlo del bar a rastras. Se pone la chaqueta, esconde las maletas detrás de la puerta y sale.

La noche está fría y húmeda. Un olor desagradable impregna sus fosas nasales a medida que se va acercando a la calle donde está el bar. Marisela contiene las ganas de vomitar al pensar en ratas muertas. Al doblar la esquina ve, justo donde las sombras de los faroles confluyen en una zona perennemente negra, un gran charco de agua. No le queda otro remedio que pasar por allí, así que se prepara para saltar por encima cuidando de no ensuciar los zapatos de la oficina, que todavía lleva puestos. Pero no llega a hacerlo. Paralizada, se enfrenta a un ojo que flota en la superficie, ahora se da cuenta, de un charco de sangre. Un ojo, con sus párpados, sus pestañas, un trozo de la piel y el hueso que lo había unido a una cabeza, enredado en un sucio trozo de encaje blanco. El ojo gira hacia ella y la mira, y una lágrima nace en su comisura, resbalando por la piel y por el hueso, hasta el charco de sangre.

Marisela cree escuchar dentro de su cabeza la voz de Alberto y se pregunta dónde estará su boca en este momento, gritando desgarradoramente.

 

En casa, Cheíto sueña con su madre convertida en la princesa de un cuento de hadas, vestida de encaje blanco...

 

Una carta a tus pies

La Plaza Altamira sigue siendo un rincón seguro y agradable en medio del caos de la ciudad. Cuando volvía de la universidad, solía sentarme un rato a escuchar música mientras esperaba a que disminuyera un poco la cola para el Metrobús. En una ocasión en la cual mi reproductor estaba sin baterías y no pude oír música, un viejito comenzó a conversar conmigo. Me dijo que todos los días se sentaba allí por la tarde a observar a la gente, que las personas solían repetir todos los días un mismo patrón de conducta y que a mí, por ejemplo, me había estado viendo con mis audífonos desde hacía semanas. Luego me contó una historia muy curiosa:

—Cuando te sientas aquí a menudo y ves con atención, puedes darte cuenta de muchas cosas. Por ejemplo, ¿ves a ese hombre que pide limosna en el semáforo? —dijo, señalando a un pordiosero—. No siempre fue así. Cuando lo vi por primera vez era un joven encorbatado que pasaba todos los días hacia las seis de la tarde. Un día iba caminando rápidamente, como siempre, cuando se paró frente a algo que había en el suelo. Al principio no supe lo que era, pero a fuerza de fijarme bien, pocos días después me di cuenta de que era una carta del tarot. ¿Las conoces? Él la recogió y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Tenía la mirada perdida, buscó dónde sentarse y se quedó mirando al vacío y hablando solo. Allí estaba todavía cuando se hizo de noche, y también la siguiente tarde cuando yo volví. No querrás que te cuente los pormenores de su transformación. Puedes imaginártelos. Pasó unos días en la Plaza, desapareció por un tiempo, luego regresó. A veces se va por días o semanas. Pero siempre vuelve. Ocasionalmente se puede ver la carta asomada por uno de sus bolsillos. Es la carta del Loco.

A partir de entonces, cada tarde, me sentaba un rato con el viejito. También miraba al hombre, pero jamás pude ver la famosa carta, así que supuse que la historia era tan sólo un extraño cuento de hadas.

Algunas semanas después fui testigo de algo asombroso. Estaba, como siempre, sentada con él, cuando de repente vi una carta a mis pies. Hubiera jurado que un momento antes no estaba allí. Se la señalé, preguntándole cuál era, justo cuando un muchacho se paraba frente a nosotros y la recogía. El viejito se puso pálido, pero no me dijo nada hasta que el chico se hubo alejado de nosotros unos pasos. Sólo entonces habló.

—Era la Muerte. Vamos, jovencita, estoy seguro de que no quieres ver lo que va a pasar. Mejor vete a tu casa.

Pero no me fui, porque no creía que algo fuera a suceder. Sin embargo, apenas un par de minutos después escuchamos una bulla a nuestras espaldas. Al voltear, vi una multitud gritando y gesticulando. Luego me enteré de que habían atracado a alguien y lo habían apuñalado en plena calle. Nunca pude comprobar si era el mismo muchacho que había recogido la carta. El viejito me dijo que no sabía si las cartas aparecían sólo en Altamira, o si era algo generalizado, pero que creía que se hacían visibles únicamente cuando sus destinatarios estaban preparados para encontrarlas.

Pasados unos meses llegaron las vacaciones y dejé de pasar por la Plaza. Cuando volví, el viejito ya no estaba allí. Y nunca regresó. Imagino que se puso demasiado enfermo para salir de su casa. O tal vez algo peor, era muy anciano. Lo extrañé mucho, pero adopté la costumbre de quedarme un rato sentada observando a la gente que pasaba. En una ocasión casi podría jurar que vi la carta en el bolsillo del pordiosero, pero puede que me lo haya imaginado.

El tiempo pasó. Yo me gradué y comencé a buscar trabajo. Un día, justo antes de subir al Metrobús, vi una carta en el suelo frente a mí. Un escalofrío me recorrió la espalda. Tuve miedo, pero me di cuenta de que era mi destino y, temblando, la recogí. Era la carta de los Enamorados. Sonreí, la guardé en mi bolso, terminé de subir y me senté a esperar.