XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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Ilustración: Sebastian PfuetzeCoincidencias

Rafael García tenía un médico de cabecera cuyo consultorio quedaba en una clínica exclusiva con una larga lista de espera. Había que tener influencias para poder conseguir cupo con tan importante galeno. Rafael no sufría de nada serio, pero se enfermaba con regularidad para no perder la costumbre ni al médico. Sin embargo, por razones que él mismo ignoraba, detestaba al doctor desde el fondo de su alma. Le parecía pomposo, de charla banal y chistes sosos, con una personalidad de saco y corbata. Pero Rafael no dejaba de consultarle pues según su criterio y, aun más importante, el criterio de sus amistades, era sin duda alguna el mejor médico de la ciudad.

Una tarde Rafael fue a un almacén y haciendo la fila para pagar se encontró al médico. Se saludaron con cortesía. Rafael rezó para que el médico no le platicase pero como la fila era larga se halló a sí mismo teniendo una también larga conversación. Esto es insoportable, pensó Rafael, ya me lo aguanto en el consultorio pero aguantarlo fuera del consultorio es dos veces peor. Salió del almacén de mal humor y fue a un restaurante italiano para alegrarse comiendo raviolis. Pero a quién se encontró si no a su doctor. Forzó una sonrisa y se sentó lo más lejos posible. El doctor se le acercó y le preguntó si estaba solo. Rafael no tuvo más remedio que contestar que sí. El doctor se ofreció a hacerle compañía. Rafael salió con indigestión. Mientras más hablaba el doctor más se incomodaba Rafael, cómo era posible que un profesional tan reconocido podía hablar semejantes pavadas. Paró en una farmacia para comprar algo para su estómago y se topó por vez tercera con el médico. Éste le dijo bromeando que si ahora se autorrecetaba. Es sólo algo para el estómago, dijo Rafael tratando de disimular su malhumor.

Aquella semana Rafael siguió encontrándose con el médico en diversos lugares. Decidido a resolver esta extraña broma astral fue a consultar una psíquica. Ésta le dijo que lo único que tenía que hacer era aceptar al médico tal como era porque “lo que se resiste, persiste”. La psíquica no consultó ninguna bola de cristal ni se puso las manos sobre la frente. A Rafael no le gustó el consejo por lo que salió agitado de la consulta. En vez de tomar un taxi, decidió caminar a casa para calmarse y le cayó un señor aguacero encima. Como resultado le dio pulmonía por lo que fue internado por tres días y lo atendió su doctor. Con temor de lo que pudiera pasar si seguía detestando al galeno decidió hacerle caso a la psíquica. Apenas le dieron de alta invitó a su doctor a cenar a un restaurante. En vez de quejarse de su presencia se concentró en hallarle algo simpático al hombre. Empezó a perderle la tirria, a fin de cuentas era un hombre como cualquier otro. Y mientras mejor le empezaba a caer el médico, más éste se achicaba hasta que quedó del tamaño de un guisante. Rafael temió que alguien lo apachurrase así que lo tomó y lo puso al lado del salero en el medio de la mesa. Salió de buen humor y desde entonces no se ha enfermado.

 

Arcano Mayor

Echaría las cartas por última vez. Mientras las barajaba notó que sudaba frío. Las colocó trabajosamente en sus posiciones. Veía sus manos voltear cada carta como si sus propias manos ya no fueran suyas. Los colores de las barajas le resultaban aun más vivos y las figuras parecían moverse. Juraría que en la primera baraja, su pasado, la Sacerdotisa la miraba con ternura mientras se acomodaba su capa celeste. Cuando volteó la última carta, la que anunciaba el único desenlace posible, la Muerte se le reía en la cara batiendo su mandíbula huesuda. Y en efecto era la muerte la que la tomaba de la mano, a ella, la más famosa de las tarotistas, y caminaban juntas el camino de los muchos caminos mientras que su cuerpo permanecía colapsado sobre las barajas aún sin voltear.