El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
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Sobre fotografía original de Hans NelemanCafé Savannah

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Siempre me pregunté cómo se mantenía abierto el viejo Café Savannah. Recluido en una esquina entre dos calles estrechas del viejo muelle, resistió una guerra civil, una dictadura, las zozobras de la transición política, los vaivenes de las crisis económicas y un incendio del que se libró por una lluvia repentina. Hasta aquella noche de otoño en la que comprendí que hay lugares que son seres vivos, arquitecturas que laten, que sienten, que tienen su tiempo, sus propias reglas y su destino.

En el Café pululaba más niebla de la que había tenido que atravesar por la calle mojada y salpicada de luz de farolas. Y aunque la ley prohibía fumar en el interior de los locales eso no regía para el Savannah. El olor a salitre y gasóleo del puerto se quedaba en la entrada. Dentro reinaba el sudor añejo y el orín de varias generaciones de clientes. Me apoyé en un extremo de la barra sobre la que caía un rayo de luz verdosa. Levanté ligeramente el ala del sombrero. Palpé el revólver en una comprobación rutinaria y pedí un whisky doble sin hielo. Su propietaria y única camarera me invitaba siempre. No sólo por mi placa de comisario, después de tantos años ya éramos amigos. Eché un vistazo. El piano en silencio. Mesas ocupadas por marineros asiáticos que gritaban en su jerga; jóvenes cadetes de un buque escuela del Perú brindaban y reían; aceitunadas, rubias o rojizas mujeres tomaban a sorbes licor a la espera de clientes. El viejo Marcos, con su barba amarillenta, su cigarro sin filtro y su mirada perdida en no sé qué mares, encerraba la historia de los último veinticinco años de aquel antro. También estaba la mesa de los desempleados, ocho hombres entrados en la cincuentena, despedidos de barcos, de fábricas de pescado o de almacenes náuticos que jugaban a las cartas y bebían ron barato, mientras les caían encima los días sin esperanza.

El local se mantenía en la penumbra y el rincón junto a los aseos, donde se apostaban La Cobra y su amante, era aun más oscuro. Ellos, de vez en cuando, me suministraban pequeños remedios para alguno de mis males. Esa noche La Cobra vestía un traje negro ajustado y a pesar de su edad madura y sus kilos de más seguía siendo la mujer atractiva que tantas veces pagué. Se había retirado, y ella y su pareja se dedicaban a la venta a pequeña escala. No me di por enterado porque su trapicheo no salía del Café.

Cuando ya apuraba el segundo whisky, su amante vino hacia mí. Nervioso y alterado me tiró de la chaqueta. Tenía algo importante que decirme. Hablaba atropelladamente sin terminar las frases y me señalaba el aseo de mujeres. Manuela Aguirre, la propietaria, se nos acercó alarmada por los aspavientos. Antes de que la clientela notara lo que sucedía, lo mandé a callar con un gesto y nos dirigimos a los baños. Un pañuelo de seda azul con mariposas naranjas rodeaba el cuello estrangulado de La Cobra. Yacía en un suelo mojado y en damero con los ojos abiertos como pidiendo ayuda desde el más allá.

—Tardaba... tardaba tanto en regresar que entré a buscarla y... ahí estaba —señaló a Carmen León, su verdadero nombre—, y la sacudí y no me respondió... —no paraba de moverse como un autómata al que le acaban de dar cuerda.

—¡Cállese, maldita sea! —le ordené. Y usted, Manuela, vuelva al Café, compruebe si algún cliente se ha marchado y vigile que nadie lo abandone. Cierre con discreción la puerta, quite el cartel de abierto y si alguien le pide salir me viene a buscar. ¿Entendió?

—Sí, comisario Amaro —me respondió segura. Era una mujer curtida de muchas batallas detrás del mostrador y entre las mesas. De mediana edad, fuerte, robusta, y de formas generosas.

Comprobé inexistentes señales vitales de La Cobra. Su cuerpo aún permanecía caliente.

—¿A quién vio pasar después de que la Carmen entrara al aseo?

—Fuimos juntos, yo al de hombres y ella al de mujeres... me demoré un poco... ya sabe... me puse algo...

—Si llamo ahora a la comisaría vas a ir a chirona. Así que más te vale —lo agarré por el cuello de la camiseta— que no me mientas, ni me hagas perder el tiempo.

Lo mandé a sentar y que no se moviera de allí. Examiné de nuevo el cadáver y sus pertenencias. No tenía marcas en el resto del cuerpo ni señales de violencia. El estrangulamiento fue rápido y preciso. Su mercancía permanecía intacta en el bolso. Y nada reseñable después de una inspección exhaustiva de los urinarios. Clausuré el aseo. En aquel momento comprendí que debía ser rápido en las pesquisas. El asesino estaba aún el Café. No se largaría pronto para evitar sospechas y, por otra parte, los clientes no tardarían en dejar el Savannah.

Le pedí un café bien cargado a Manuela, que se mantenía vigilante y atenta.

—Tenemos que sacar ese cadáver de aquí —me dijo—. No me conviene un escándalo en estos momentos. Sabes que la municipalidad quiere clausurar el Savannah.

—Tranquila, todo a su tiempo.

El amante era tan sospechoso que esa circunstancia lo descartaba. Él nunca hubiera tenido la delicadeza de estrangularla con un pañuelo de seda. Pedro Salve era hombre de navaja y tajo.

Me aflojé el nudo de la corbata y me ajusté el sombrero. Observé detenidamente el Café. Anegado de humo, de iluminación agónica y amarillenta, y de una ensordecedora algarabía. Me acerqué a la mesa de los cadetes peruanos. Departían entre cervezas, porfiaban y apostaban entre ellos. Ninguno de esos rostros sonrientes y despreocupados traslucía haber cometido un crimen. Les pregunté por su buque escuela, por los puertos de procedencia y por la ruta que singlarían hasta llegar al puerto de Callao. Solícitos y habladores, no percibí ningún retraimiento o desconfianza. Les deseé un buen viaje siguiendo la Cruz del Sur y brindaron con sus jarras al unísono.

Los ocho hombres en paro jugaban al envite con gritos, golpes, celebraciones o lamentaciones. Cortaban y repartían la baraja española, se retaban, ponían las cartas sobre la mesa dando un golpe seco y gritando envido. Y un equipo y otro se lanzaban señales, muecas, gestos para aceptar el reto o rechazarlo. Los montoncitos de piedras señalaban a los ganadores. No había dinero para apostar. Encendí un cigarro y me acerqué con discreción, como quien pasa por allí sin apenas mirar. No quería que me confundieran con un espía de jugadas de uno u otro bando. El entusiasmo por la combinación de bastos y copas, de espadas y oros, que diera el triunfo que la vida les negaba, los mantenía pegados a sus sillas. Seguro que con las vejigas a punto de estallar y los escrotos enrojecidos. Las botellas casi vacías pero los ojos ávidos de cartas ganadoras.

Mis viejas amigas Evelyn, Nocturna, Lucy y Dori departían aburridas en torno a unos vasos de licor y ginebra. Me senté a su lado y me quité el sombrero.

—Poco trabajo esta noche, muchachas.

—Ni que lo digas —soltó Nocturna con su voz varonil.

—Los chinos no paran de gritar y discutir —agregó Dori—, los chicos peruanos no atienden nuestros reclamos, los de la baraja están limpios como escoplos, y tú ya no nos haces caso.

—Ustedes son muy cómodas, deberían darse una vuelta por las mesas y no permanecer toda la noche aquí sentadas —quise saber lo que habían hecho durante ese tiempo.

—Evelyn lo intentó pero no logró pescar nada —informó Dori.

—Sí, es cierto —afirmó.

Me fijé en la piel pálida de Evelyn, un mapa abierto a posibles señales que delataran lucha, pero manos, muñecas y brazos aparecían libres de marcas sospechosas.

—Y no hubo suerte —insistí.

—No.

—Por cierto, estoy buscando a La Cobra, ¿la has visto?

—No. Hace un rato estaba sentada con su amante, pregúntale a él —su gesto no se inmutó y su voz pareció firme y convincente.

Los infantes de marina levaron anclas y Manuela me hizo un gesto. Podían irse. Les pagué una ronda a las chicas y me senté frente a Marcos. Chupaba humo de su pipa. Intenté regresarlo del Mar de la China, de los peligros del Golfo Pérsico, del huracanado Cabo de Hornos, del gélido Estrecho de Magallanes y encauzarlo por el tranquilo Canal de Panamá.

—¡Eh viejo! necesito que atraques en el Savannah y desembarques —le hablé firme—. La Cobra fue al aseo de mujeres y aún no ha salido, ¿has podido ver quién entró con ella o al rato?

Marcos inhaló lentamente y me arrojó el humo a la cara y aspiré el fuerte aroma a tabaco de Virginia.

—Fue en la bahía de Nápoles. Allí lloraba mi partida. La mujer más bella y cariñosa que yo conocí...

—Marcos, recuerda a quién has visto entrar y salir del aseo. Luego te regreso a Nápoles y te busco a esa mujer inolvidable, ¿cómo se llamaba?

—Bettina, Bettina Cesare. Tiene los ojos como lunas, los pechos como el Vesubio, grandes y ardientes...

—¿Quién entró con La Cobra?

—Bettina Cesare.

Admití mi derrota con el viejo marino. Del otro lado de la barra Manuela Aguirre me demandó resultados.

—La embriaguez de los asiáticos los debilita sin fuerza ni precisión para anudar un pañuelo sin que Carmen hubiera dado lucha. Los de la baraja están imantados a las sillas. Los cadetes carecen de móvil. Las chicas podían tener deudas con La Cobra pero no hasta el punto de matarla.

—¿Y el amante?

—No, no sería su manera de matar.

—Vale, no hay asesino pero sí un cadáver que puede hundir mi negocio. Échame una mano y lo llevamos al callejón trasero. Después puedes llamar a tus amigos de la pasma.

Desmonté la ventana del aseo y me fui a la calle. Entre Pedro Salve y Manuela la levantaron y la sacaron por el hueco abierto. Tiré de ella y la dejé sobre los adoquines.

El Café permanecía abierto fuera de hora. Poco a poco se había ido vaciando y ya sólo quedábamos Marcos, el viudo, Manuela y yo. Hice un nuevo intento con el marino antes de llamar a mis compañeros. Su mirada ya no viajaba en su barco mercante, seguía los movimientos de Manuela preparándole una copa de coñac. Pero fue inútil. Sólo repetía Bettina, Bettina Cesare.

Esperé a que el Savannah estuviera cerrado. Manuela embutida en su abrigo negro de lana se alejaba engullida lentamente por la niebla. Llamé a la central y antes de que se perdiera en la madrugada lluviosa le grité. Ella volvió sobre sus pasos, cansada y molesta por mi requerimiento.

—Creo saber quién mató a La Cobra —le dije.

—¿Sí? Y lo has dejado escapar.

—Marcos tenía razón.

—Pero si ese viejo no te contó nada.

—Te equivocas. Me insistió en las dos ocasiones en que era Bettina Cesare.

—Sí, vino de Nápoles o del más allá a asesinar a La Cobra —río con desdén.

—No, no. Bettina estaba, ha estado siempre en el Savannah. Sólo que con otro nombre y en otro cuerpo. Bettina Cesare eres tú.

—Bromeas —me miró inquisitiva.

—Tú le recordabas a Bettina. Probablemente es una de las razones por las que el viejo lleva viniendo al Café tanto tiempo.

—Y eso en qué me hace culpable.

—Cuando le pregunté quien había entrado al aseo con La Cobra repetía el nombre de Bettina Cesare, es decir Manuela Aguirre.

—Es tu suposición —e intentó marcharse pero la retuve.

—Carmen estaba frente al espejo. Cualquier persona que se le acercase ella la hubiera visto. La Cobra se hubiera defendido —Manuela callaba—. Pero era alguien conocido que le regaló un pañuelo de seda para que se lo pusiera al cuello y una vez se lo colocó, actuaste rápida y precisa.

La lluvia le resbalaba por el rostro y los rizos se le pegaban a la frente.

—Tuve que hacerlo. Llevaba dos años chantajeándome con denunciarme por la contabilidad oculta y las facturas falsas para no pagar impuestos. Por el incumplimiento de las leyes y por tráfico de drogas del que ella aportaría pruebas como cliente y testigo. No le bastaba con mis pagos regulares. Cada vez me pedía más dinero. Y tú ya sabes que estamos en crisis y que el Savannah se ha resentido. No podía permitir que La Cobra lo hundiera. Sería mi fin y el fin de un lugar que se rige por sus normas. Tú sabes, Martín Amaro, que es un puerto refugio para marineros errantes.

El pavimento mojado de la calle se fue tiñendo del azul y las sirenas de los autos policiales se acercaban. Reparé en la puerta cerrada del Savannah, recordé la noche de mi cincuenta cumpleaños, derrotado por el abandono de Marian, consolado por el whisky, las canciones de Manuela y su piano. Pensé en los desempleados que emborrachaban sus horas, se encomendaban a la suerte, y se alegraban ganando piedrecitas. En los clientes que arribaban y partían como las mareas. En el faro imperturbable de Marcos.

Miré a Manuela, la lluvia arreciaba, las sirenas aullaban, sus ojos lloraban por el Café Savannah.

—Aún queda niebla —le dije—; que ella te proteja.