El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
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Sobre fotografía original de Ted Dayton PhotographyCon sabor a pistachos

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Aquella tarde, el destino me llevó frente a la puerta del pub El Golem. Tenía sed y me dispuse a entrar en él. Recordaba oscuramente que alguien me había hablado de aquel local describiéndolo como uno de esos lugares en los que puede encontrarse un ligue fácil. Pienso ahora que tal vez me decidí a pisar aquel antro a causa de la pelea que esa misma mañana había tenido con Laura, mi amante.

En el interior reinaba una tenue iluminación, acorde con lo esperado. Bajé cuatro escalones y me encaminé a la barra. Aún perduraba en mi boca el agradable sabor salado de los pistachos con que me había obsequiado mi amigo Enrique durante nuestra entrevista, apenas unos minutos antes. En el momento exacto en que el camarero, con la habitual amabilidad, me preguntaba qué iba a tomar, tuve un sobresalto. Al fondo, justo enfrente de mí, acodada en la barra y conversando con un hombre, se hallaba mi ex mujer. Ella jamás me perdonó que la abandonase. Suponía (acertadamente) que la había dejado por otra. Si me veía, se iba a armar una buena. Concluí que tenía que salir de allí lo antes posible. Con inusitada rapidez mental, inventé un nombre y una cita:

—¿El señor Luis Alberto Castillo, por favor? Me citó aquí...

Cuál no sería mi confusión al escuchar la respuesta del camarero.

—Sí, un momento, por favor —después se dirigió a un hombre elegante, vestido con traje gris. Tenía el pelo cano, su expresión era serena y fría. Me miró sin prisa y luego vino hacia mí. Sentí que estaba penetrando en un mundo mágico o pavoroso, pero en cualquier caso, desconocido, y por lo tanto, atrayente.

—¿Lo envía Mur? —preguntó a bocajarro. Yo dudé un segundo, pero ya el tipo, con un veloz gesto, había puesto en mis manos un sobre cerrado. Siguió hablando—. Debe llevar esto a la calle Padell. ¿La conoce? —asentí y él continuó—. Es en el Nº 10, en el sótano. Allí le espera Andrés Gil. Sólo a él, en persona, ha de entregarle este sobre. A cambio, recibirá un paquete que usted habrá de llevar al lugar que él le diga. No tome apuntes. Use tan solo su memoria. Nada de papeles comprometedores. ¿Me entiende? Nuestra causa podría fracasar. Confío en que sabrá llevar esto con discreción. Me gusta su aspecto.

Yo, claro, ignoraba a qué causa se refería, pero he de admitir que aquella confianza, de la que me sentía inmerecido destinatario, y sobre todo la última frase de aquel hombre, me persuadieron de llevar a cabo sin dilación la misión encomendada. Se me ofrecía la oportunidad, quizá única, de vivir una aventura, tal vez peligrosa. ¿Quién hubiese dudado? Estreché su mano y conseguí salir de allí sin que Rosa (mi ex) se apercibiera de mi presencia.

Caminé resuelto por la avenida Ortiz hasta llegar al barrio en el que se hallaba la calle Padell. El Nº 10 no parecía más siniestro que cualquier otro edificio de aquella calleja donde apenas llegaba la luz solar. El timbre del sótano no funcionaba y golpeé con suavidad la raída hoja de madera. Me abrió un hombre de unos cuarenta años, desaseado y un poco calvo.

—¿Qué quiere? —preguntó con descortesía.

—Traigo esto —respondí enseñándole el sobre. En ese instante me di cuenta de que no sabía el nombre de quien me diera tal sobre. No obstante, dije con aplomo—. ¿Es usted Andrés Gil?

El hombre me hizo entrar sin haber contestado. “¿Es de parte de Mur?”, dijo. Me sorprendí diciendo que sí. Él, entonces, pasó a otra habitación y tras un largo minuto de incertidumbre, volvió a salir con un paquete algo menor que una caja de zapatos. “Calle Grao, 21, 4º A”, murmuró mientras me abría la puerta.

La calle Grao estaba al otro lado de la ciudad. El hombre me había aconsejado que cambiase un par de veces de autobús para asegurarme de que nadie me seguía. Así lo hice. Cuando por fin llegué ante la fachada del Nº 21, ya era noche cerrada. A pesar de ello, el portero aún estaba en su puesto, como algún insobornable centinela de leyenda. En el cuarto piso me esperaba el hombre con el que hablara en el pub. Me saludó con efusión y me invitó a una copa. Sentados en un aterciopelado sofá, frente a un reloj de brillante péndulo, charlamos de fútbol y mujeres, del sistema, del incesante compás de los relojes y de las oportunidades perdidas. Me gustaba el sonido de su voz, suave y cálida, pero poderosa a la vez. Noté que me iba adormeciendo y me sentí ingrato al pensar que me habían narcotizado.

 

Desperté (o creí despertar) al escuchar el ruido de un disparo. Aunque lo mismo podía ser un recuerdo, ya que tenía ese sonido clavado en mi memoria como algo lejano, acaso de otro sueño u otra vida. Pero ahí estaba, en mi mano, esa pistola, aparentemente recién disparada. Ahí estaba, frente a mí, desnuda, Rosa, yacente en una cama, con el pecho destrozado por un balazo y los ojos abiertos y mirándome sin sorpresa. Tal vez oí el sonido de una puerta que se cerraba. Tal vez sólo lo imaginé. Con la mente vacía, ofuscado por el miedo y la incomprensión, registré la casa, pero allí estábamos Rosa, callada para siempre, y yo, confuso y atemorizado. Después, todo ocurrió muy deprisa. Me vestí. Llegó la policía, alertada por un vecino. Rodearon el edificio. Me conminaron a entregarme sin resistencia. Lo hice, sin poder evitar que me golpearan. Me encerraron en una celda. Llamé desesperado a Enrique y le rogué que me buscase un abogado.

El letrado, al conocer la historia, se rió. “Soy su abogado”, dijo, “a mí debe contarme la verdad”. Repetí mi historia y finalmente se enfadó.

La investigación fue rápida y concluyente. Los hechos habrían sido estos: Rosa y yo nos habríamos citado en su apartamento (me maldije por no haber sabido que ese era su apartamento); luego, yo habría adquirido un revólver, asistiendo a la cita con intención de matarla. Habría llevado a cabo el asesinato después de hacerle el amor, dato confirmado por el forense.

Ni mis obstinadas negaciones ni la verdad, que me cansé de repetir, sirvieron para convencerlos de mi inocencia. Todo obraba en mi contra. Dos clientes de El Golem declararon haberme visto hablando con el camarero unos segundos antes de que éste lo hiciese con Rosa. Él afirmó que, en efecto, yo le había dado un mensaje para ella, cuyo contenido se había perdido en su memoria, ya que esta situación se repetía con mucha frecuencia en aquel lugar. Otro testigo afirmó haber visto salir a Rosa pocos minutos después de haberme ido. Además, la pistola no tenía otras huellas que las mías y jamás antes había sido disparada. Andrés Gil resultó ser un traficante de armas y chivato habitual. Por sí mismo acudió a declarar y confirmó haberme vendido la pistola sin conocer el uso que yo había de darle. El portero del Nº 21 de la calle Grao me había visto subir unos tres cuartos de hora antes de oírse el disparo, con un paquete mal disimulado bajo la americana. Me sentí derrotado, inseguro de mí mismo. ¿Cómo podía demostrar mi inocencia cuando yo mismo no sabía con certeza lo que había pasado?

Intuía una conspiración, pero no conocía a nadie que tuviese motivos para matar a Rosa ni para inculparme a mí en su muerte.

Mi mente se aclaró un poco al conocerse un detalle significativo: Laura fue vista por el portero y por otros dos hombres cuando salía del Nº 21 de la calle Grao, justo después de oírse el disparo. Al ser interrogada, afirmó que yo le había enviado una nota citándola en aquel lugar. Al llegar allí, yo mismo le había abierto la puerta, desnudo. Al descubrir a Rosa tras de mí, me insultó y se fue. Mientras bajaba las escaleras, oyó el disparo, se asustó y echó a correr escaleras abajo tratando de pasar desapercibida. Pero eso, para una mujer como Laura, no resulta fácil. Evidentemente mentía. La policía así lo determinó y la detuvieron. En cuanto a mí, examiné —a la luz de la soledad de mi celda— todos los pormenores del caso y fui atando cabos.

 

En la primera línea de esta narración, hablo del destino. Para nada influyó el destino en todo esto, eso fue lo que me obcecó antes. Ahora lo veía todo claro. No fue una casualidad que yo entrara en El Golem aquella tarde. Fui allí inducido. ¿Por quién? Es claro: por mi amigo Enrique. Fue él quien, en medio de una borrachera, me habló del pub, lo recordaba ahora con claridad. Conocía mis gustos literarios. Sabía que no me resistiría a visitar un lugar con tan sugestivo nombre, menos aun siendo un devoto lector de Gustav Meyrink. Aquella tarde me invitó a su casa, que está cerca del pub. Estuvimos bebiendo y luego, cuando se hubo acabado la cerveza, me ofreció unos suculentos pistachos para provocar mi sed. También fue él quien me indicó el itinerario que debía seguir para encontrar una parada de autobús. El itinerario que había de llevarme frente al pub.

Pero ¿por qué Enrique? Creo conocer la respuesta: a Enrique nunca se le dieron bien las mujeres. En el pasado tuvo una dolorosa relación con una mujer casada y nunca logró reponerse. Cuando le presenté a Laura, su rostro se iluminó de admiración. (Aunque ahora, ya juzgado y condenado, sé que no fue eso exactamente). Según esta hipótesis, ella, ofendida conmigo a causa de la última discusión, sedujo a Enrique y le propuso un plan, en el que ella cumpliría su venganza y tendría, por otra parte, la satisfacción de ver muerta a la primera mujer que amé de veras.

Así que, cuando entré en El Golem, me estaban esperando. Luis Alberto Castillo no existe (dato confirmado por la policía). Cualquier otro nombre hubiese servido. De hecho, no es probable que hubiesen previsto mi actitud al ver a Rosa. Con seguridad, el hombre de bigote cano se habría acercado a mí por propia iniciativa. Sabiendo de mi instinto aventurero y romántico, utilizaron un argumento ambiguo (la Causa) con la certeza de que me dejaría arrastrar hacia mi fatal destino. Ya en el apartamento de Rosa, pusieron algo en mi bebida. Durante el sueño, me desnudaron y me ocultaron. Luego llegó Rosa (según el portero, unos veinte minutos más tarde que yo). Fue seducida o violada por el hombre elegante. Llegó Laura, mataron a Rosa y pusieron después el arma en mi mano. Cuando despierto, recuerdo el eco de un disparo y creo que es eso lo que en realidad me ha despertado.

Estos razonamientos me llenaron de odio hacia Laura. Impotente, me acusé y la acusé a ella de ser mi cómplice. Así, al menos, nos condenarían a los dos. Su refinada venganza no iba a ser tan dulce como pensaba.

En los días sucesivos vinieron a verme algunos amigos, entre ellos, Enrique. Me negué a hablar con él, pero no pude evitar que nuestras miradas se cruzasen. Fue allí, en el rostro risueño de mi viejo amigo, donde descubrí mi atolondramiento y mi estupidez. Fue allí, en aquella enigmática sonrisa victoriosa, donde me di cuenta del infierno al que había arrastrado injustamente a mi dulce Laura. Porque Enrique, de haber estado yo en lo cierto, debería haber estado triste; preocupado, al menos. Pero no, él había venido exclusivamente a escupirme en la cara mi derrota. ¿Entonces?

 

Finalmente lo he visto todo claro. Ahora sé la verdad. Y este es el mayor motivo de desesperación, porque jamás podré demostrar una verdad que es apenas la sombra de una locura, jamás podré salvar a Laura del espantoso destino al que yo mismo la hube condenado con mis absurdas acusaciones.

Sí, fue Enrique quien sutilmente me indujo a acudir al pub, pero no por el amor de Laura, sino por el de Rosa. Ella fue la mujer casada que se quedó clavada en el alma de Enrique. ¡Cómo no lo vi antes! Recuerdo ahora que él nos visitaba a menudo, y ¡cómo le gustaba que yo le hablase de Rosa! No fue, pues, una coincidencia que ella estuviese en el pub. Era necesario que los clientes fuesen testigos del movimiento del camarero al transmitirle un presunto mensaje mío. Todo fue calculado con exactitud. Llegué al apartamento veinte minutos antes que Rosa. ¿El tiempo justo para que hiciese efecto el narcótico de mi bebida? No, eso jamás sucedió. Fui hipnotizado. El hombre de bigote cano me invitó a tomar asiento frente a un reloj de brillante péndulo. Él mismo aludió un par de veces a la belleza de los péndulos. Su voz hizo el resto. Ya hipnotizado, Rosa hizo el amor conmigo por última vez. Luego llegó Laura, al vernos se sintió herida y se marchó dando un portazo (al despertar de mi sueño hipnótico, creí oír una puerta. Fue tan solo el recuerdo de aquel portazo dado por Laura). No había tiempo que perder: Rosa puso la pistola en mi mano y me ordenó que le disparase. Lo hice momentos antes de que el portero viese salir a Laura (el hombre de bigote cano había salido mucho antes). El disparo me despertó. Lo demás es historia.

 

Rosa, convencida de que jamás podría amar a otro hombre, decidió poner fin a su vida, pero sin renunciar a la venganza. Conociendo la adoración que Enrique le profesaba, lo obligó a ser su cómplice. Quizá dejó que le hiciese el amor. El hombre del traje gris acaso fuese un amigo de Enrique, que siempre anduvo obsesionado por los rincones oscuros de la mente y por el ocultismo. Los demás sólo fueron actores de reparto, tal vez movidos por el soborno o simplemente desconocedores de la siniestra trama. Finalmente, me resta felicitar a Rosa, quien supo dar su vida a cambio de mi infierno (y del infierno de Laura), que ahora es doblemente terrible. No me sería difícil hallar en alguna frase de Enrique el exacto motivo de mi última discusión con Laura. También ella se hallaba molesta conmigo (sin duda) a causa de algún comentario oído entre mi amigo y yo.

Quisiera dar mi vida a cambio de su libertad, pero ahora ya nada es posible.

Arderemos juntos y la venganza de Rosa será así efectiva a través de los siglos.