El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
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Sobre fotografía original de Patrick Orton

Capítulo I
Se cambia un testamento

Nos conocíamos desde hace muchos años y aunque yo era bastante más joven que él, uníanos una buena amistad y la mayor armonía que hubiera cabido esperar entre personas de distinta generación; yo le llevaba sus asuntos legales y, además, era su albacea testamentario.

Una mañana me llamó al despacho, quería verme “lo más pronto posible”. Me extrañó la urgencia porque solía ser un hombre sin nervios, mas, afortunadamente para él, yo tenía un hueco disponible y no me fue difícil complacerle.

Era más bien delgado y a sus casi 70 años se conservaba todavía ágil e incluso juvenil. Como siempre había disfrutado de una excelente salud, bien que algo mermada con el paso de la edad —por otro lado los achaques lógicos—, me sorprendió apreciar que mostraba síntomas de cansancio al andar y que respiraba algo arrítmicamente; le dije en tono burlón, intentando disimular una repentina inquietud:

—¿Se ha estropeado el ascensor otra vez y has tenido que subir a pie?

Él hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—No, el ascensor funciona, soy yo el que empieza a oxidarse.

—Toma asiento, ¿quieres beber alguna cosa?

Se acomodó pesadamente mientras denegaba con el gesto.

—Mira, chico, voy a ir al grano, tu tiempo es precioso y el mío... En fin, verás, quiero rehacer el testamento y tú como siempre me vas a asesorar, después será cosa del notario.

No puedo negar que me sorprendió la petición.

—¿Por qué, alguna cláusula nueva?

—Varias.

Él era un hombre de negocios que, pese a su edad, seguía dirigiéndolos con mano de hierro. Nunca se había casado y desde hacía unos cuantos años compartía su hogar con tres sobrinos y la madre de uno de ellos, una chica, en total cuatro personas: su cuñada, también viuda de otro hermano, dos féminas y el varón —este último en realidad ahijado suyo aunque le llamase tío. Los había recogido bondadosamente, primero a unos, luego a otros y desde hacía una década que no cesaba de lamentarlo diariamente; no le había salido, lo que se dice, la familia ideal.

El ahijado era un tarambana que sólo pensaba en divertirse, la cuñadita y su hija un par de víboras dispuestas a sacarle el jugo y la otra sobrina, a quien él quería de verdad, era una jovencita “extraña”, por decirlo elegantemente. Padecía una enfermedad mental y alternaba etapas de completa normalidad con otras de enajenación y desvarío que obligaban a su tío a internarla cuando tenían lugar, medida que a él le apenaba sobremanera.

—¿Qué cláusulas?

El anciano respiró profundamente.

—Anda, dame un vaso de agua.

Se lo di; empezaba a alarmarme.

—Te va a sonar demencial, pero te juro que es cierto... Creo que mi parentela alberga la intención de hacerme pasar a mejor vida...

De momento no le entendí porque lo acababa de soltar como una broma, sin embargo, reaccioné enseguida.

—¿Qué dices?, ¿no sabes que esa es una acusación muy grave?

—Ya salió el hombre de leyes... Escucha, muchacho, sé muy bien lo que me hablo, te lo aseguro... Quieren quitarme de en medio, porque muerto valgo para ellos más que vivo. A mi ahijado, por desgracia, le gusta demasiado el juego, mi cuñada y su retoño se han cansado de la asignación que les paso y anhelan despilfarrar a lo grande sin cortapisas...

Encendí un cigarrillo.

—¿También sospechas de..?

El desprecio dio paso a la ternura en el rostro de mi amigo.

—No, no, ella no... Ella está fuera de toda duda, es transparente como el cristal... Por desgracia ayer le volvió a dar, el ataque, quiero decir... Tuve que internarla, permanecerá la semana de costumbre, ya sabes, y luego, como no se acuerda de nada... pues no ha pasado nada... No, ella no, pobrecita. Es la más desvalida, no lo ignoras, y debo protegerla, también por eso estoy aquí, para velar por su futuro, de lo contrario ese hatajo de vampiros...

—Bueno, vamos a ver: tú afirmas que ellos pretenden asesinarte y me imagino que a lo que has venido es a desheredarlos caso de que fallezcas en situación dudosa, pero, ¿no resultaría mucho más fácil agarrarles ahora en vida y advertirles de que si mueres en circunstancias poco claras no van a ver ni un céntimo? Mejor así, ¿no te parece?

Él asumió una vaga expresión de perplejidad.

—Sí, sí, tienes razón, también lo pensé, pero Bella —llamaba de esta forma a su sobrina favorita, porque el cuento de “La bella y la bestia” había sido el preferido de la niña en su infancia— me disuadió al sugerirme otra idea, ya sabes que cuando no está descentrada es sumamente inteligente...

Sin concretar la causa tuve miedo. Bella poseía la inteligencia, o, mejor dicho, la astucia de los locos, y un sentido de la lógica muy particular. Lo que me entristeció fue el darme cuenta de cómo, el paso de los años, menoscababa el entendimiento de aquel viejo y querido amigo.

—Voy a hacer testamento de nuevo, dejando toda mi fortuna, toda, fíjate bien, al que, de entre mis parientes mencionados, confiese, caso de morir yo en extrañas circunstancias, ser el autor de mi asesinato.

Exploté.

—¿De tu asesinato?... ¿Qué clase de absurdo es ese?... ¿Quién va a declararse asesino para cobrar una herencia?

Él me hizo un guiño infantil y malicioso, no estaba ofendido por mi arrebato.

—Ahí está el quid de la cuestión, que nadie va a ser tan estúpido como para autoinculparse, y de esta manera ninguno impugnará la herencia de Bella.

—¡Vaya un arreglo!... Recapacita, “sólo” si mueres de forma sospechosa habrá una investigación y unos presuntos culpables, de lo contrario... Además, ¿quién te ha metido a ti en la cabeza que pretenden asesinarte?... No me digas que ha sido Bella.

Entonces él se puso muy digno.

—Claro que no, existen indicios.

—¡Por el amor de Dios, si crees que eso va a suceder, cámbiate de casa o échales!... ¿Puedes permanecer tan pasivo yendo tu vida en ello? A ver, cuéntame, ¿qué indicios son esos?... Tal vez pueda aclararte las ideas.

Por primera vez, desde que nos conocíamos, él adoptó un acento de voz frío e impersonal y sus facciones se endurecieron.

—Eres mi abogado y tu obligación consiste en obedecer las solicitudes de tus clientes, no en cuestionarlas.

Ahora al que le tocó sentirse ofendido fue a mí; no obstante me sobrepuse y repliqué en un gélido tono profesional:

—A tus órdenes, podemos empezar cuando quieras.

Dos semanas después había consejo de accionistas, un consejo que nunca llegó a celebrarse porque a las 6 de la mañana de aquel mismo día fue hallado muerto en su dormitorio el presidente de la compañía y, como una de sus disposiciones fuera la de que no se abriese el testamento hasta pasado un mes de su fallecimiento, no tuve más remedio que atenerme a lo convenido.

 

Capítulo II
Un hombre asustado

Todo sucedió demasiado rápidamente ya que los hechos, mal de mi grado, se habían complicado, pues el día anterior a la muerte de mi amigo y cliente estaba yo en la cama con gripe, así que no pude asistir a las honras fúnebres del finado.

Convaleciente y aún débil, marché al bufete y lo primero que supe es que nuestro cliente había sido incinerado y las cenizas dispersas en el mar, desde su yate, por sus amantísimos sobrinos, dentro del marco de una ceremonia íntima. Pero no paró ahí la cosa; dos días antes de abrirse el testamento, recibí la visita inesperada de un sirviente de la casa de mi amigo y el buen hombre me reveló algo inaudito: ningún doctor había reconocido el cadáver dictaminando la causa de su muerte. Ciertamente hubo un médico, pero ni siquiera entró en el dormitorio en donde yacía el cadáver; fue al despacho del fallecido, permaneciendo allí por espacio de una hora, con su ahijado; luego, al irse, dejó en poder de aquel joven desaprensivo un certificado de defunción en el que se dictaminaba que la causa del óbito era un ataque cardíaco, exactamente “fallo del corazón debido a la edad”.

Me hubiera dado de bofetadas e, indignado conmigo mismo, procedí a realizar unas cautelosas averiguaciones, a las que siguieron otras no tan discretas —por supuesto, siempre conservando el anonimato de mi informador, quien, por otra parte no dejaba de inspirar una duda razonable al haber sido despedido sin motivo justificado hacía tres días. Y por fin llegó el instante de la lectura del famoso testamento, que, otra condición del extinto, debía ser leído por mí.

Ni que decir tiene que se armó la de San Quintín en cuanto se hizo público. Sólo Bella, apartada en un ángulo, permaneció fría y distante contemplando la escena con un leve matiz de aburrimiento en su hermoso rostro, porque la joven hacía honor al sobrenombre que se le daba. Podría ser una desequilibrada, pero bellísima: rubia, de ojos verdes y cuerpo escultural...

—¡Mi cuñado estaba loco, que todo se pega en esta vida, si no, ¿cómo se le pudo ocurrir semejante testamento? ¿Cuánto le pagó para que usted aceptase redactar tales cláusulas?

—Por favor, señora... Debo aclararles algo, nunca hubiera sacado a la luz este testamento de no mediar una determinada circunstancia y únicamente de ustedes depende el que la situación se despeje —hice una pausa efectista—. Se incineró con tanta rapidez al extinto que ya no es posible hacerle la autopsia...

—¿Y qué —interrumpió bravuconamente el ahijado, al que llamaré sobrino de ahora en adelante—, es un delito incinerar a un cadáver, convierte eso en criminal?

Yo le miré con severidad.

—No, pero sobornar al médico para que extienda un certificado falso, sí lo es.

Al sobrinito se le demudó el semblante y la cuñada y su hija se volvieron hacia él como dos panteras dispuestas a saltar sobre su presa. El joven balbuceó:

—¿Quién... quién le ha dicho eso?

—Poco importa quién me lo haya dicho, pero es usted el más indicado para esclarecerlo.

Igual que el ratón cogido en la trampa, el sobrino de mi amigo adoptó una expresión aterrorizada. Abrió la boca y no profirió sonido alguno.

Su tía chilló de manera muy desagradable:

—¿Qué es lo que pasa aquí?... ¿Quieres explicarme de qué está hablando el abogado?

—Sería mejor que nos dejaran a solas para que este señor y yo pudiéramos hablar con tranquilidad.

La arpía, que debía haber visto muchos telefilms, vociferó suspicaz:

—¡Eso, solitos los dos y a hacer un trato, ¿no?... ¡Ese imbécil se declara culpable y usted saca una buena tajada del caso!

—Señora, les agradecería a usted y a su hija que salieran durante unos minutos a la antesala.

—¿Y “esa” qué, se queda ahí en petit comité con los dos?

Bella continuaba inmutable como la Esfinge.

—¿No le molesta que nos acompañe su prima? —pregunté en cuanto las dos mujeres abandonaron a regañadientes la estancia. El sobrino, viva estampa de la angustia, denegó vagamente; había dejado toda fanfarronería.

—Oiga, créame, por favor, yo no le maté... Si se extendió aquel certificado sin comprobar nada, fue por miedo... Últimamente mi tío daba la impresión de haberse vuelto paranoico; cualquier cosa que comiera o bebiera nos la hacía probar antes a nosotros y, al irse a acostar, cerraba con llave la puerta de su dormitorio... En alguna ocasión dejó caer “seguro que os alegraríais si yo muriese”... pero eso no era verdad y se lo digo por motivos egoístas. Él nos confesó hace años que, a su muerte, dejaría un vitalicio a cada uno de nosotros, algo muy digno para vivir con holgura siempre y cuando procurásemos no gastar más de lo necesario... Comprenderá que a mí personalmente, no soy portavoz de nadie, me interesaba mucho que no falleciera, porque sacaba más de él en vida...

Parecía hablar francamente. Le interrumpí con un ademán.

—Bien, admitamos que usted no tuvo nada que ver con su muerte, que ni siquiera le pasó por la mente. Sin embargo, por lo visto él temía que le liquidaran... Si sospechaba de los tres y usted no lo hizo, nos quedan... Dígame, ¿a quién se le ocurrió la idea de incinerar el cadáver?

—A nuestra tía.

Era Bella la que había hablado en voz no demasiado alta.

Lancé una rápida ojeada hacia el sobrino para que me lo confirmase. Éste, que tenía la frente perlada de un sudor frío, nos miró a los dos con mueca de animal acorralado.

—Sí, es cierto, fue a ella.

 

Capítulo III
Segundo testimonio

Bien, ya tenía otro presunto culpable y debo reconocer que no fui muy imparcial a la hora de traspasarle el muerto, nunca mejor dicho, a la dama, pero lo cierto es que la señora despertaba con más facilidad la antipatía que no otra cosa. Conecté el intercomunicador y ordené que se dejara entrar a la hija de la cuñada del fallecido.

Su sobrino me miró con sorpresa.

—¿Ella, por qué no su madre?... Yo pensaba...

No tuve tiempo de responderle, se abrió la puerta, penetró la chica y los gruñidos de la madre quedaron fuera.

—¿Se puede saber a qué viene esta comedia?... ¿Quién se cree que es usted, Sherlock Holmes?, no me haga reír —se sentó enfurruñada en un sillón—. ¿Qué demonios supone que puedo confesarle?

Contaba unos 26 años, era pelirroja y no precisamente guapa, aunque ella sí daba la impresión de creérselo. Se la veía algo obtusa y más que ambiciosa, codiciosa.

—No lo sé, espero al menos que tenga algo que contar referente a la noche en que murió su tío, a qué hora lo vio por última vez, en fin, lo que buenamente recuerde.

Ella frunció el ceño.

—Mi tío y yo... Bueno, me imagino que ya se lo habrán dicho estos dos.

—No me han dicho nada, por eso pregunto.

—¡Vaya, cuánta discreción!... Mi tío y yo no nos tragábamos, ¿sabe?... Él pensaba de mí que yo era una inútil y yo de él que era un viejo tacaño y egoísta... La última noche no le vi más que un momento antes de cenar. Entraban en el comedor, yo bajaba la escalera que conducía al vestíbulo y mi tío me descubrió muy en contra de mi voluntad.

—¿Adónde vas? —quiso saber.

—Salgo a cenar y luego a la disco.

—¿Con quién?

Al viejo le gustaba dárselas de patriarca y esto era algo que a mí me fastidiaba mucho.

—No creo que sea asunto de tu incumbencia.

Él se puso rojo de ira.

—¡Eres una desagradecida y una..!

Mi madre intervino, le repateaba que su cuñado fuese tan intransigente.

—La chica es joven, tiene derecho a divertirse.

Yo estaba furiosa.

—No te preocupes por el dinero, me lo pagan todo.

Mi tío me lanzó una mirada de profundo desprecio, que, la verdad, me hirió en el alma.

—De eso no me cabe la menor duda —dijo pronunciando lentamente las palabras como dando a entender más de lo que decía.

—Ahora sólo falta que añadas que voy de fulana por la vida.

—No pondría la mano en el fuego —afirmó él encogiéndose de hombros mientras daba media vuelta para meterse en el comedor.

Entonces chillé:

—¡Te odio, ojalá reventaras cualquier día de éstos!

Y salí corriendo de aquella casa.

—¿Sabe que semejante declaración no la ayuda en nada?

Ella me lanzó una mirada desdeñosa.

—Tenía que hacerlo porque fue lo que dije y si no lo hago yo, doña perfecta acabaría cotilleándoselo a usted, o mi querido primo.

El primo abrió la boca con aparente indignación, mas optó por cerrarla.

—De acuerdo, continúe, por favor. ¿Qué sucedió luego?

—¿Luego? —se encogió de hombros—. No lo sé, yo no estaba. Regresé sobre las 5 de la madrugada. El viejo siempre se levantaba a eso de las 6 y yo no tenía ganas de encontrármelo otra vez en el hall, con que me metí de puntillas en mi cuarto y a dormir porque me caía de sueño... Al cabo me despertaron pasos, voces, ruido y entró mi madre toda alterada para decirme que el tío estaba muerto, que debía haber fallecido mientras...

La interrumpí.

—¿Su madre no le hizo ninguna pregunta?

Ella sonrió de forma torcida.

—¿Cómo lo sabe?... Gajes del oficio, ¿no?... Claro que me hizo una pregunta, la misma que está usted deseando hacerme, pero de otra manera, quería saber a qué hora había llegado y si me había visto alguien y usted piensa que si fui yo la que vi a ese alguien saliendo o entrando del dormitorio de mi tío, al llegar a casa de madrugada.

Debo reconocer que no era tan estúpida como parecía.

—¿Y vio a alguien?

Ella sostuvo mi mirada con impertinencia.

—Si lo hubiera visto, y esa persona hubiese sido el asesino de mi tío, en el transcurso de un mes yo me habría convertido en la segunda víctima, ¿no le parece?

—Tiene usted mucha razón, señorita, a menos, y es sólo una hipótesis, que fuera usted el criminal, lógicamente, entonces, no podía matarse a sí misma.

Un pesado silencio revoloteó durante varios segundos sobre nosotros tres; de repente, la puerta de mi despacho se abrió de forma violenta —tengo que confesar que me había dejado conectado el interfono a propósito—, e hizo su teatral aparición la cuñada de mi amigo. Semejaba que le iba a dar un ataque; los ojos le salían de las órbitas, gritó agudamente:

—¡Deje en paz a mi hija, yo fui quien le mató, yo lo hice, ella no tuvo nada que ver, fui yo..!

Podrá parecer extraño, pero algo dentro de mí me dijo en ese preciso instante que aquella mujer mentía, ¿o me equivocaba una vez más?

 

Capítulo IV
La señora confiesa

La confesión de la cuñada de mi amigo nos dejó a todos mudos por la sorpresa. La señora, sesentona, rubia teñida, pelo corto, ojos pequeños y muy juntos, alta y robusta, estaba fuera de sí. Oyéndola, a su hija se le había desencajado el semblante, el sobrino tuvo un curioso gesto de alivio, y Bella, imperturbable hasta el momento, esbozó una leve mueca de conmiseración.

—¡Mi hija no ha matado a nadie! —vociferó la mujer una vez más.

Ellos ignoraban que yo procedía según un plan preconcebido. Cogí a la furia aquella por el brazo y me la llevé a un aislado saloncito que era de mi uso personal.

—Siéntese, por favor.

—¡Mi hija..!

—De acuerdo, su hija no ha matado a nadie... Cálmese... Lo hecho está, pero yo necesito saber de qué modo y manera llevó usted a cabo el crimen.

Ella se puso a hablar como si le hubieran dado cuerda.

—Todos estábamos más que hartos porque mi cuñado era un auténtico tirano en casa. Bueno, la excepción, Bella, le tenía literalmente sorbido el seso... Y no es para menos... ¿Sabe usted una cosa?, pues siempre he sospechado que esa criatura era su hija...

Esto sí que no me lo esperaba.

—¿Cómo dice?

Ella sonrió con sucia expresión; muy desagradable.

—Lo que oye, señor abogado, su hija, su queridísima hijita. Legalmente Bella es la hija de su hermano pequeño, pero teniendo en cuenta que el padre de la niña murió al mes de casarse y Bella fue sietemesina...

—¡Señora, eso no prueba nada!

—Por supuesto, ahora, lo que usted ignora, por lo que veo, es que su apreciado amigo y cliente estaba a punto de casarse con la madre de Bella cuando entró en escena el hermano y le birló la novia... Con justificación, créame; era un chico alegre y divertido, al revés del otro, fue lo que se dice un flechazo, se fugaron y todo eso. Él se mató en un accidente de coche, habrá oído hablar de ello, ¿no?, y si tenemos en cuenta que se escaparon a los 15 días de conocerse, y, según luego se rumoreó, ella estaba de dos meses en el momento de huir, no hay que ser demasiado mal pensado, digo yo.

Me serví un trago de algo fuerte; creo que lo necesitaba.

—Pero si Bella hubiera sido su hija... Vaya, que él me lo hubiera dicho y más estando por medio un asunto como el de la herencia...

Ella sonrió triunfalmente.

—Así era mi cuñado de retorcido, nadie lo sabe tan bien como yo... Y le diré más, de un año a esta parte no sé qué misterios se llevaba con la preciosa Bella que todas las mañanas se metía en su dormitorio muy temprano abandonándolo una hora más tarde, igual por las noches y cada vez que salía de allí él por las mañanas, se le veía muy orondo y satisfecho... Complacido, ¿me sigue?

Aquella mujer tenía un basurero por cerebro.

—Señora, eso que está asegurando habría que probarlo y éste no es el caso. Aquí se trata de que usted confiese un asesinato ofreciendo toda clase de pormenores del mismo, según su autoinculpación.

La individua se encogió de hombros contrariada.

—Sí, desde luego —hizo una pausa, sus ojos, como canicas diminutas y brillantes iban de un lado para otro de la habitación, inquietos—. Debía morirse para que nosotras fuéramos libres, mi hija tenía derecho a pasárselo bien y a que ese viejo odioso no la estuviera siempre riñendo y amonestando, cuando no la insultaba... Lo hice por mi hija —concluyó con impertinencia.

—Bien, señora, ¿cómo lo mató usted?

Ella me lanzó una mirada pensativa.

—¿Cómo?... Le envenené, le fui envenenando poco a poco cada día, llevaba unos 6 meses haciéndolo, le iba dando arsénico en la comida, en pequeñas dosis al principio... Así él empezó a sentirse mal lentamente. Era listo y debió suponer que algo pasaba...

—Pero él les hacía probar la comida, ¡no?

—Sí, claro, ¡menudo era!, sin embargo yo tampoco soy tonta y siempre encontraba la forma de darle el veneno sin que sospechara.

—No dudo de sus capacidades, mas, por error, ¿no podía suceder que fuese su hija la que resultara envenenada, o cualquier otro?

Ella volvió a sonreír esta vez con expresión de triunfo.

—Mi hija nunca comía ni cenaba en casa, esa era otra cuestión que a él le ponía frenético... En cuanto a los demás no me iba a dejar coger por un error como usted comprenderá.

Me quedé silencioso unos instantes, lo que quería saber ya lo sabía: aquella mujer no era la autora de la muerte de mi amigo. En esta ocasión me tocó a mí sonreír triunfalmente.

—Señora, permítame que le lleve la contraria. Usted no ha matado a nadie. Yo también he hecho mis averiguaciones antes de dar lectura pública del testamento... Desde hace un año, su cuñado venía padeciendo de un problema cardíaco de degeneración progresiva, me lo ha confirmado su médico de cabecera, y le hacían un seguimiento riguroso a base de chequeos mensuales, incluido el análisis de sangre... POR TANTO, SEÑORA, USTED NO ENVENENÓ A NADIE, PORQUE, JAMÁS, EN NINGÚN ANÁLISIS, SALIERON INDICIOS DE ARSÉNICO EN LA SANGRE DE SU CUÑADO... Y, además, el envenenamiento por arsénico ofrece los síntomas de una gastroenteritis, síntomas que nunca presentó el fallecido...

La mujer me miraba con la boca abierta y si ya normalmente resultaba poco agraciada, entonces se la veía francamente repulsiva.

—Pues, ¿quién lo hizo?

—Le voy a decir algo, estoy empezando a creer que no lo mató nadie, que se murió de muerte natural, es decir, de un ataque cardíaco, simplemente, pero que en este asunto, lo que ha entrado en danza ha sido la mala conciencia de algunos... Verá, él tomaba un fármaco llamado Tretapozim, que sólo se expende con receta de tres médicos, fíjese si está controlado, y siendo un medicamento eficaz no parecía hacerle ningún efecto, o, en el mejor de los casos, y eso al principio, muy leve...

—¿Entonces?... —preguntó ella desmayadamente.

—Entonces, ahora usted va a ser tan amable de quedarse aquí y no salir hasta que yo la llame.

—¿Les va a interrogar?

Sonreí.

—Tranquila, les voy a tender la misma trampa que le he tendido a usted.

Pero al entrar en el despacho se me ocurrió que si alguien lo había asesinado podía haberlo hecho de forma rápida y por otros medios.

 

Capítulo V
Bella

Cuando entré en el despacho, la hija de la falsa culpable paseaba arriba y abajo como un lobo enjaulado, el sobrino fumaba nervioso, y Bella, aburrida, miraba el suelo.

¡Cielos, qué hermosa era!... Se parecía a Kim Basinger, una Kim Basinger de 18 años. ¿Sería realmente Bella la hija de mi pobre amigo? Y digo bien, “pobre”, ya que no se me ocultaba el hecho de que si había sido su hermano quien le robó la novia, mi cliente no era el malo de la película como sugería la víbora de su cuñada.

—¿Y mamá? —quiso saber la pelirroja deteniendo sus idas y venidas.

—No se altere, está muy bien, además, no ha matado a nadie y comparecerá cuando yo la llame. Antes quiero que charlemos un poquito...

El sobrino se revolvió nervioso, se le veía aturdido y confuso.

—¿De qué hemos de charlar?, ¿no se ha confesado mi tía culpable ya?

Decididamente el tipo estaba desconectado.

—Acabo de decir que ella no ha matado a nadie, así que el puzzle todavía está incompleto. Veamos... Aun cuando su confesión de antes respecto al vitalicio de su tío es correcta, en el momento actual usted tiene deudas de juego millonarias y dos días antes de la muerte de su tío un acreedor suyo fue a visitarle con fin y objeto de que aquél pagase por usted, a lo que el fallecido se negó...

A medida que me escuchaba, el sobrino se fue quedando lívido y de súbito explotó apasionadamente:

—¡Era un cerdo, un cerdo, cuando llegué por la noche me lo dijo, que me pudriese en los mismísimos infiernos, que se desentendía de mí, que le importaba un bledo el que me metieran en la cárcel, que me estaría muy bien empleado!

Súbitamente se echó a llorar; constituía un penoso espectáculo.

—¡Y tú le mataste! —aulló su enfurecida prima, mientras Bella les contemplaba a los dos con desdén.

—¡Yo no maté a nadie! —gimoteó el otro—. Pero bien que se lo merecía el muy avaro... ¡Le hubiese retorcido el cuello igual que a una gallina!

—Pudo haberlo hecho, introducirse en su cuarto y estrangularle —insinué yo.

El sobrino repuso malhumorado:

—No sé cómo; siempre dormía encerrado bajo llave. Tuvimos que llamar a un cerrajero para que abriese la puerta a la mañana siguiente.

—Sí, lo sé, pero el asesino podía estar al acecho de que su víctima saliera por la noche del cuarto —al parecer los movimientos de su tío estaban bastante vigilados dentro de la casa—, se esconde allí y cuando él regresa lo mata de forma violenta aunque sin arma blanca, lo pone en la cama, sale, cierra la puerta con llave y posteriormente la reintegra al dormitorio del fallecido en todo el alboroto que se sucede al descubrimiento del cadáver... —miré fijamente a la inquieta muchacha cuya madre se había inculpado—. O bien se tropieza con el asesino por casualidad, al volver de la discoteca, discuten, él, cegado por la ira, la quiere pegar, ella le empuja y él cae al suelo con tan mala fortuna que se rompe el cuello... Después el proceso es el mismo en lo que atañe a la llave.

La pelirroja se mordió los labios.

—No fui yo.

—¡Ni yo tampoco! —saltó el sobrino rápidamente.

Volví a coger el testamento que estaba sobre la mesa del despacho.

—Tal vez ahora cambien de opinión si me dejan concluir la lectura del testamento, cuya última cláusula estipula lo siguiente —leí en voz alta—: “Caso de que mi muerte sea natural, toda mi fortuna pasará a las manos de mi sobrina Bella”.

—¡Eso nunca!

De nuevo la cuñada hacía otra de sus apariciones teatrales y en ésta, más desencajada y furiosa que antes.

—¡Con que ese era el jueguecito del muy bastardo, eliminarnos de la herencia para dejárselo todo a la loca esta..! ¡Pues si se imaginaba que nos íbamos a quedar de brazos cruzados y muertos de miedo, lo tiene claro allí donde se encuentre!... ¡Impugnaremos, mi hija y yo impugnaremos!

—¡Seremos tres a impugnar! —chilló envalentonado el sobrino.

Yo sugerí como al descuido:

—No hace falta, bastará con que alguien de ustedes se declare culpable y señale evidencias.

—¿Qué evidencias? —exclamó con desesperación el sobrino.

Y la hija de su madre (nunca mejor expresado):

—Podría decir que yo le envenené, o, mejor, mi madre, de esta manera yo disfrutaría de la herencia... No te importa, ¿verdad, mamá?, como ya te has inculpado antes...

—Basta.

Era la voz de Bella, suave pero enérgica. Todos nos volvimos a mirarla. En su condición de persona incapacitada legalmente, la habíamos olvidado por completo, dejándola relegada a su eterna condición de bonito objeto de adorno.

Bella se levantó, acercándoseme.

—No hace falta que busque más, tenga.

Lo que me alargaba era un pequeño frasquito en cuya etiqueta campeaba un nombre: Tretapozim. La miré atónito; ella sonrió divertida.

—Mi tío padecía del corazón y le habían recetado este fármaco. Todo empezó hace un año. El medicamento lo guardaba yo y él venía cada noche y cada mañana a tomarse su píldora... La reacción siempre le dejaba postrado durante media hora. Lo que él no sabía es que yo cambiaba las píldoras por un placebo sustraído en mis internamientos mensuales en el sanatorio, de esta forma iba empeorando... Porque yo, señor abogado, fui quien le mató... Cuando me enteré de que le iban a cambiar de medicación supuse que tarde o temprano me descubrirían y decidí obrar en consecuencia, en lugar de placebo le di un somnífero. Yo tenía una copia de la llave del cuarto, ¿eso no se le había ocurrido, señor abogado?... Aquella noche entré, ahogándole con la almohada, después salí, cerré cuidadosamente y el resto... ¿Me da un cigarrillo?, tengo ganas de fumar ahora...

Maquinalmente hice lo que me solicitaba.

—Pero, ¿por qué, por qué? —empecé a tartamudear consternado.

Ella había tomado asiento sobre una esquina de la mesa escritorio y nos contemplaba a los cuatro como si fuera la espectadora de una obra de teatro.

—Sencillamente —explicó con una voz desprovista de matices—, porque estaba harta de que me encerrase cada vez que me duele la cabeza, harta de que no me dejase vivir como a las demás chicas de mi edad... He tenido institutrices, profesores particulares, nunca he ido al colegio ni a la universidad, jamás se me permitió tener amigas... Estaba harta... Era egoísta y absorbente... y mentiroso... Cuando cumplí los 18 años me reveló que él era mi padre, mi verdadero padre, y como mi madre ya había muerto no pude preguntárselo a ella... Pero mi padre legítimo se mató en un accidente, eso lo sabemos todos, y mamá odiaba a mi tío, nunca me lo ocultó y jamás quiso nada de lo que él le pudiera ofrecer, porque si ella estuviese viva, yo no habría sido recogida por él ni estaría aquí ahora... Ella murió de pena... Sin embargo la he vengado... Yo fui quien le sugerí al tío el que redactara este nuevo testamento, supe convencerle... El muy bobo me adoraba y siempre me lo dio todo, todo menos la libertad...

Yo no sabía ya ni lo que pensaba; el golpe había sido muy fuerte.

—La internarán de por vida, Bella... —atiné a decir con un hilo de voz.

Ella denegó lentamente con la cabeza.

—No, abogado, no, legalmente soy irresponsable... Mi tío era mi tutor y la última cláusula del testamento, que aún no ha acabado de leer, le concede a usted tal prerrogativa... Me encerrarán en una institución mental de lujo durante algún tiempo, luego saldré por buena conducta, incluso dirán que me he curado, quedando bajo su custodia...

En el momento que se describen estos hechos, Bella ya había cumplido la mayoría de edad, y la condena, como ella supuso, no fue muy dura, porque, ¿puede uno asombrarse de que un loco cometa locuras si su mente no rige? Tal fue mi alegato en su defensa.

En la actualidad cuenta 22 años —estando, si cabe, aun más hermosa que entonces—, y hace tres que se halla felizmente casada... Por favor, no me pregunten el nombre de su marido, aunque ya supongo que imaginan ustedes de quién se trata.