Doble en las rocas. 18 años y Nº 300 de Letralia • Varios autores
“Express”, por Pam IngallsDiálogo en barra

Basado en hechos reales o empapados de confusión en un bar gris y algo mugriento.

—Perdone que le moleste.

Se giró y le pareció ver un muchacho con el pelo encrespado y la mirada encendida, una sudadera descastada y la barba irregular con un par de días de historia.

—No pidas perdón antes de cometer la falta.

—Le he reconocido y no podía dejar pasar la oportunidad de acercarme.

—Si fueras una mujer incluso te animaría a acercarte más.

—Me gustaría hablar de literatura con usted.

—¿Te gustaría hablar de literatura conmigo porque sabes que escribo?

—Claro.

—Así que cuando encuentras a un tipo que coloca ladrillos te gusta hablar con él de albañilería.

—Me interesa la literatura, no la albañilería.

—Sí, la literatura es interesada.

—Es interesante.

—Es menos interesante que cualquier oficio de verdad. De hecho, la literatura es el parásito en el mundillo de los oficios. Se alimenta de sangrar a todo lo demás.

—¿Se da cuenta?, ya estamos hablando de literatura.

—Caigo con frecuencia en esa trampa. Hacer adornos con las palabras es entretenido.

—A mí también me gusta escribir.

—Vaya sorpresa. Pero no te he dicho en ningún momento que a mí me guste escribir. Prefiero beber y jugar con las palabras.

—Escribo desde hace años, aunque aún no me he atrevido a compartirlo, publicando me refiero.

—¿Y qué problema tienes?

—¿Qué quiere decir?

—Es sencillo; nadie pierde el tiempo escribiendo historias que no vive si no tiene algún problema con su propia vida. Por ejemplo, la mía es tediosa e insípida. Y además, no sé hacer nada más con las manos. Al menos, nada recomendable.

—¿Me deja invitarle a una copa?

—Debes hacerlo.

—Qué toma.

—Un tanqueray estará bien, mientras dure.

—¡Un tanqueray y una Coca-Cola!

—No puedes ser buen escritor con tanta alienación comercial a la hora de pedir una bebida. ¿De verdad bebes burbujas con cafeína?

—No bebo alcohol y me gusta la Coca-Cola.

—Ah sí, se me olvidaba, que haces las cosas según el gusto.

—Tampoco fumo. Solo tengo una pasión algo descontrolada, y son las chicas. No todas, por supuesto.

—Las mujeres están bien. No todas, por supuesto.

—Uso mis aventurillas para luego plasmar en el papel tramas con mujeres fatales que me dan mucho juego.

—Qué bien que tengas aventurillas, aunque saliendo de tu boca no sé qué significa eso exactamente. Hoy las consideras una pasión, dentro de unos años las conocerás demasiado bien como para que te arrebaten. Mientras tanto, sobrevive a la noria de contradicciones que te espera, y escribe si sirve de algo.

—¿Ya se ha bebido la copa?

—Tengo mucha sed. Es como si estuviera perdido en un desierto rodeado de pelmas. No lo digo por ti. Tú me caes bien y sabes cuándo pedir otra ronda. Un Barceló estaría bien, por cambiar, gracias.

—Aquí un Barceló, por favor.

—Déjale propina al camarero y la próxima vez nos servirá con mayor largueza.

—Usted también parece generoso haciendo propaganda a las empresas alcohólicas.

—¿De qué me conoces?

—He leído su último libro. Me impactó la construcción psicológica del personaje central, el corredor de bolsa que saquea los bolsillos de los pequeños ahorradores con promesas de riqueza y llena los bolsillos de grandes accionistas que le ayudan a escalar en la pirámide social en la que si te quedas quieto te pasa por encima la turba. Consigue demostrar en el libro que los malos no son malos todo el tiempo y que los buenos tampoco son buenos todo el tiempo. Y me pareció muy original el giro que le dio al personaje en los últimos capítulos cuando, sumido en una depresión, harto de tanta virtualidad estresante, decide hacerse pirómano para disfrutar de una hoguera a lo grande en los parques nacionales. Su sentido del humor de esas páginas deja una sensación amarga, muy conseguida, en el lector.

—Joder, muchacho, con lectores como tú no hacen falta escritores.

—También he leído otros libros suyos, además de poesía, aforismos y algunas cosas sueltas.

—Las dejo sueltas porque pueden pasear sin correa mientras no se caguen en la acera del vecino.

—Muestra usted una molesta dureza a la hora de referirse a su profesión de escritor. ¿O sólo es una actitud de escritor maldito, de vuelta de todo?

—Con un par. Se te está subiendo la Coca-Cola a la cabeza, chaval. Preferiría que me pagasen por follar. Pero eso al parecer se me da peor. No, no soy un escritor maldito; si acaso soy un maldito escritor que sabe que un ratón aguanta más tiempo sin beber que un camello.

—No le entiendo. ¿Se muestra deliberadamente abstruso conmigo para hacerse el interesante?

—Eres gracioso, ¿lo sabías? Gracioso y osado. Te diré que es sorprendente la fortaleza de aquellos que tienen frágil apariencia cuando llegan las situaciones difíciles. De ahí lo del ratón. No me hagas mucho caso, me gusta desbarrar.

—Y volviendo a lo nuestro...

—¿Ya tenemos algo que es nuestro? ¿Alguna cuenta corriente a medias? Eres genial.

—Me refiero a la literatura.

—Ah, eso. Antes había literatura más a mano. Por ejemplo, en el buzón. Hoy el buzón se ha convertido en un objeto odioso que sólo escupe notificaciones, recibos y facturas. Ni una sola carta de amor, joder. Ni siquiera una amenaza de muerte que llevarte a la boca.

—La literatura ha cambiado de sustento, pero sigue ahí. Quizá en la nube de google.

—Quizá esté en esa nube que mencionas. Pero la distancia entre los dedos y la mente ha aumentado. Eso es irrebatible. Sin ir más lejos, el otro día escribí un relato de tirón en el portátil. Cuando puse el punto final estaba felizmente cansado y razonablemente satisfecho del trabajo. Esta mañana lo he retomado para corregir y se había transfigurado en un relato insustancial, plano, sin brillo, mediocre, pedante y abstruso como te gusta decir a ti. ¿Cómo en pocos días el príncipe se ha convertido en sapo? Por qué de aquella magia, ahora sólo se ven los trucos. Dime, ¿lo sabes tú?

—Supongo que lo gordo de la salsa se habrá quedado meciéndose en su cabeza y no ha salido por el conducto digital.

—Y que el lenguaje, que has descrito bien al decir que se acuna, no es el mismo que luego entra por los ojos. Si tu personaje siente miedo no puedes decir que siente miedo, no es suficiente, no se transmite, no llega el miedo. Tienes que mostrárselo al lector, provocárselo, él lo tiene que ver plasmado como una experiencia tangible, tiene que acojonarse con el personaje. La palabra no es suficiente para definir una emoción. No digas miedo, di que mientras sus ojos colapsaban, sintió que un caldo caliente corría por su pernera hasta empaparle los zapatos y desembocar en un charco de orín tembloroso.

—Describir lo que pasa para que se sepa qué siente o piensa el personaje. Y describir lo que piensa y siente el personaje para que se sepa lo que pasa. Es decir, dar una vuelta antes de llegar al mismo sitio. Tiene sentido.

—Un sentido oculto. Lo cierto es que nunca sabes cuándo va a funcionar. Se pueden esconder datos al lector para que el personaje le sorprenda, o se pueden esconder datos al personaje para que el lector lo espere y lo diseccione desde su atalaya de sabelotodo.

—Son formas de contar. Pero lo que en mi opinión mejor funciona es la honestidad.

—Excepto en las autobiografías.

—Su ya célebre sarcasmo...

—La narrativa ha de ser pausada, que no parezca que tienes prisa por llegar a alguna conclusión o desenlace forzado. No es necesario que pasen muchas cosas para que el personaje viva intensamente una historia, y con él, el lector.

—¿Se ha dado cuenta de que el ruido del local ha disminuido? La gente se ha ido marchando.

—De lo que me he dado cuenta es de que mi copa está triste y seca.

 

Pidieron otra ronda. El muchacho pidió otra ronda. Después buscó con la mirada a sus amigos. Estaban ya saliendo por la puerta del garito y le hacían un gesto señalando el móvil. Él les entendió y movió la cabeza asintiendo.

 

—Qué ocurre. ¿Se van?

—Sí, no tiene importancia. Luego por el WhatsApp me dicen dónde localizarlos. No se preocupe, sigamos charlando.

—Mientras no se me quede la garganta seca, hablar no es un problema.

—Quisiera preguntarle cómo saber cuándo se es escritor, de los de verdad. Me explicaré mejor: qué diferencia a un escritor de alguien que sólo escribe.

—No es fácil distinguirlos. Diría que sabrás que eres escritor cuando estés en la cola del supermercado y tu cabeza esté exprimiéndose, dándole forma a la caracterización psicológica de un personaje. O cuando vayas a ver una película con tu novia y sólo puedas pensar en cómo resolver un diálogo de la novela que estás fraguando, o que vayas al fútbol a ver a tu equipo del alma y de repente quieras volver a casa a sentarte en tu escritorio para desenredar el nudo de una historia que te está volviendo medio loco. En una palabra, cuando la escritura te invada y no puedas, ni quieras, echarla de tu vida.

—Cuando no es una opción. Quiere decir, si le entiendo bien, que la literatura se impone y no puedes negarte.

—Negarte puedes, pero no te servirá de nada. Tu cabeza ya conoce el infierno y se ha hecho adicta a él. Quizá ya seas escritor, fíjate que tus amigos se marchan y tú te quedas hablando con un perturbado por el simple hecho de que he entreverado algunas frases. Eso, como cualquier enfermedad crónica, se sabe. Quizá no sabrás si eres bueno o regular, pero sí que eres escritor.

—¿Y cómo saber que eres bueno? ¿Por los resultados, por la repercusión, por el número de lectores?

—No. Todo eso fluctúa.

—¿Entonces?

—Cuando las luminosas inspiraciones no te asusten ni te vuelvan un imbécil engreído. Cuando hablen de la grandeza y espíritu libre, y tú te partas de risa. La obra maestra es mero polvo estelar, posos de mierda. Te respetarás a ti mismo cuando te sientes a construir una historia, manchándote las manos, destrozándote las yemas de los dedos, exprimiéndote la cabeza para conseguir cinco renglones decentes. El buen escritor no sigue estrellas fugaces ni pierde el ritmo aunque haya una guerra de tambores bajo su balcón.

—Por lo que dice, entiendo que para usted escribir es como un oficio que es necesario sudar, no un don otorgado que nunca se pierde hagas lo que hagas.

—Ningún don es para siempre, ningún don es gratuito, ningún don permite ser despreciado por su inquilino sin sufrir las consecuencias.

—A mí me parece que es mezcla de vocación y acción.

—Otra lección gratuita: no digas “me parece tal o cual”. Afírmalo como si lo supieras a ciencia cierta, sin dar lugar a matizaciones. Sólo así lograrás que te respeten. Sobra gente con pareceres y dudas razonables.

—Gracias. Pero no me está saliendo gratis la lección.

Y dicho esto, renovó la copa de su interlocutor.

—Hay gente que pretende brillar y hacer destacar sus escritos acercándose a escritores famosos. Intentan que por ósmosis les llegue el reconocimiento.

—No me estará acusando sutilmente de trepa.

—No. Ni tú eres un trepa ni yo un escritor famoso. Pero tenlo en cuenta por si el reconocimiento tarda en poner su mano sobre tu hombro. No caigas en esa cretina tentación que algunos gloriosos nombres promueven para tener cerca suyo a palmeros que, sin saberlo, ayudan a que el mundo no se olvide de ellos. Tienes personalidad y tendrás el éxito que te corresponda, que no en todos significa lo mismo.

—La vocación de nuevo. La llamada, el destino, llámelo como quiera.

—No confundir la bocación, que es una mamada, con la vocación que es el descubrimiento de un talento que te señala un sitio y un sentido. ¿Quieres hacer mamadas o descubrir tus pericias, chico?

—Es usted quien me lo pregunta o es el alcohol.

—Si hiciera hablar al alcohol sería algo prodigioso y una destreza muy respetable.

—Si me lo pregunta en serio, le diré que espero poder escribir y seducir con las historias que escriba. No lo espero, estoy convencido. Mis sueños apuntan alto.

—Los sueños. Me gustaría saber quién es el guionista de los sueños. Recuerda que de un sueño te despiertas si pones en duda su coherencia o si quieres ejercer tu voluntad sobre él. Y ahora págate la última y vete con tus amigos.

—Gustoso. Pero dígame con sinceridad: ¿el alcohol le ayuda con la literatura?

—El alcohol me relaja la tensión mental y me ayuda con el tránsito intestinal.

—¿Un último consejo?

—Ya me he cansado de majaderías. Márchate de una puta vez, que tengo que prorrogar en esta servilleta mi resaca de mañana.