Doble en las rocas. 18 años y Nº 300 de Letralia • Varios autores
La otra libreríaLa otra librería

Brumas caminaba como si se detuviera ante una coma. A su paso una nevada de pelusas caía sobre Miau. Husmeaba los lomos de piel y seguía hacia Macondo. El calor o quién sabe qué sortilegios, lo entretuvieron un buen rato. Escalaba y se arrinconaba junto a Emily Dickinson, donde se dormía y a la que abandonaba más tarde por Jane Austen.

Aquella mañana mi gato dejó al costado a Pérez Galdós. Rozó a Ana Karenina, se encaramó a Doña Bárbara y saltó sobre Madame Bovary. Miré por encima de las gafas y me entretuve siguiendo su nueva ruta. Encontró una divertida aventura: trepar por los anaqueles y arquearse sobre ellos como si fueran hamacas. Cuando sonó la campana de la puerta los dos miramos expectantes. Él con sus orejas de radar y yo desde mi miopía que desdibujaba las distancias. El hombre del abrigo negro cruzado sorteó los edificios de libros que se elevaban en rascacielos sobre las mesas. Brumas retrocedió hasta dar un salto acrobático y colocarse delante de El Llano en llamas. Me retoqué rápido el carmín y permanecí detrás del mostrador con El beso de la mujer araña abierto. El desconocido se detuvo y me señaló con el sombrero en la mano la esquina del fondo de la librería. Mediana edad, ojos de cinc, el pelo cobrizo y barba de días. Apenas entendí lo que me decía. Y traté de poner un cierto orden a aquel amasijo de palabras. Se arrastraban como si las golpeara contra el paladar y las expulsara deformes y con aroma a coñac. Me percaté entonces de que me hablaba de la que mi abuelo mantuvo oculta al otro lado durante la Dictadura. Tenía más vida y más visitas que la legal. Allí recalaban las ediciones clandestinas de Pablo Neruda desde Chile, regresaban de México Luis Cernuda, Salinas, y Juan Ramón Jiménez de Puerto Rico. Y resucitado, año tras año, García Lorca de Buenos Aires. Entraban al puerto de Santa Cruz de Tenerife ocultos en sacos de azúcar que venían en barcos desde La Guaira.

Una vez abierta la puerta secreta se accedía por un estrecho pasillo a una sala redonda flanqueada de anaqueles repletos de libros prohibidos. Cuando llegaban nuevas remesas el abuelo ponía un cartel en la vidriera donde invitaba a pasteles a quienes visitaran la librería. Noticia que se propagaba por los círculos ávidos de azúcar. Pero cuando el abuelo murió y poco después heredé la librería de la calle Rayuela, dejé aquella sala únicamente para depósito.

Martín Zadar, escritor de lo invisible y el silencio, quería rentar aquel habitáculo durante el día. Por las noches se refugiaba en el Café Savannah. Allí pescaba historias entre hielos que navegaba como icebergs por mares de whisky. Muy conocido de las gavetas de los editores, sus publicaciones sólo existían en su sueño. Él confiaba en que la inspiración entraría arrebatadora y sensual como Gilda cuando se desnudó el guante. Pero hasta tanto, la espera se hacía insoportable y empapaba su sueño en ron y ginebra. Qué responder a alguno de los clientes del Savannah que se le acercaban preguntando por lo que escribía y dónde podían leerlo. Así que decidió aislarse en un lugar y golpear a la vieja máquina de escribir hasta hacerle sangrar la historia que un editor no podría rechazar.

—Lo siento pero no está en alquiler.

—Usted se lo piensa y yo vuelvo en un rato.

No se rendía.

—No voy a cambiar de opinión.

Se marchó como si caminara por la cubierta de un barco en plena tormenta.

Pasé la tarde bajo Las palmeras salvajes. Brumas dormía apacible junto a Hemingway cuando regresó. Me trajo una caja de bombones que tenían forma de libro.

—¿Me está sobornando, señor Zadar?

—Sólo seis meses y después ya no volveré a molestarla.

Me pidió que le mostrara la otra librería.

—Me parece escuchar las voces de las interminables veladas de su abuelo y sus invitados.

Tertulias, libros y vino en la trastienda de la Dictadura. Era el ambiente que necesitaba, me insistió. Él sabía excavar el pasado. Volvería a sentir a mi abuelo. Quién podía resistirse a esa promesa.

Me había acostumbrado a la única compañía de Brumas y al principio me resultaba extraño verle cruzar la librería con su pesada Underwood. Levantaba el mentón o se quitaba el sombrero. Después se encerraba en la librería clandestina. Sentado ante una mesa de nogal Art Noveau, rodeado de cajas de madera y cartón, de ediciones antiguas con olor a papel húmedo. Un estante lo ocupó con botellas talladas de licores ambarinos, verde y traslúcidos.

Brumas se refugiaba en Los mares del sur o se perdía anaquel arriba con el Gaviero. Cada mañana la librería se impregnaba de un aroma a coñac añejo o de whisky escanciado de barricas de roble de jerez. El sonido lejano de las teclas a veces parecía notas de piano. Se marchaba antes del cierre. Rodeado de sus personajes, pasaba a mi lado pero yo era invisible a sus ojos acuosos.

Un día lluvioso de abril Martín llegó más temprano a la librería. Brumas campaba por las cercanías de El Quijote y élsequedó parado frente a mí. Quizá fuera diez años mayor que yo y tuviera cuarenta, pero la piel de incunable de su rostro lo acercaba a una edad más avanzada.

—¿Cómo lleva su historia? —le pregunté.

—Va bien.

—¿Me dejará leerla algún día?

—Sí, en cuanto la termine, serás la primera en conocerla —me tuteó por primera vez.

—¿Todas las noches se va al Savannah? —quise saber.

—Antes voy al puerto. Paseo y contemplo los barcos que atracan, los veleros que regresan y los pesqueros que se preparan para zarpar. Las luces de las farolas que nadan entre los botes y el deseo de ver arribar a Ulises.

No me lo dijo pero era su momento más sobrio.

—¿Y tú? —fue directo.

—La librería es mi mundo —quise zafarme de su curiosidad.

—¿Y nadie que la espere?

Tú cada mañana, le hubiera respondido. Martín con su andar zigzagueante, su mirada perdida y las sonrisas que de vez en cuando esbozaba, se convirtieron en mi puerto y en mi Café Savannah.

Los meses pasaban y yo albergaba la esperanza de que la historia se extraviara en uno de esos laberintos tapiados. Y aunque él apenas reparaba en mí, me vestía de primavera. Trajes ligeros, azafranados o floreados, de tirantes y escotes generosos. Dejé suelta la melena y el carmín refulgía. Me quitaba las gafas en su presencia y taconeaba para reclamar su atención. De vez en cuando entraba en la librería clandestina simulando que buscaba un libro antiguo, raro o de primera edición. Y miraba de soslayo sus hombros anchos y su cabeza inclinada. Sentía celos de cada tecla de la Underwood y del vaso que rozaba sus labios.

Brumas encontró entre Bomarzo y Memorias de Adriano una posición elevada desde la que contemplar el interior de la librería y la puerta secreta de la otra. Y esa costumbre la conservó tiempo después de que Martín se marchara repentinamente.

Lo hizo sin despedirse, sin dejar una carta, una nota. Sólo un sobre abierto con el pago del alquiler, incluso de los meses que no llegó a estar. Fuera, el verano azuzaba ya las calles, pero un glaciar se instaló entre los estantes y las mesas.

Pasaba los días apostada detrás del mostrador a la espera de que la campanilla volviera a tintinear. Busqué su aroma en la librería secreta y acaricié los bordes de su vaso vacío.

Las hojas de arce volaron delante de la librería. Y las vidrieras se fueron salpicando de las primeras gotas de octubre. El sonido metálico de la puerta resonó. Firmé el recibí al cartero que antes de irse se entretuvo con El cartero de Neruda.

Era un sobre sepia y alargado. Lo abrí rápidamente, sin atender a Brumas que maullaba atrapado junto a El Aleph. Extraje una novela, La otra librería, de Martín Zadar. Tenía una dedicatoria en letra de imprenta A la librera de mi sueño. Y sin demora comencé a leer.

Brumas caminaba como si se detuviera ante una coma... Cuando terminé ya era de madrugada, la lluvia arreciaba y el viento había empujado la puerta y sacaba los libros en remolinos. Las páginas abiertas flameaban como banderas o nadaban entre charcos. Quise correr hacia el Savannah pero en el último instante me detuve. Un presentimiento alumbró como un relámpago en la noche oscura. Y si yo sólo era un personaje que él pescó entre los hielos de sus mares de whisky.