Dentro del plano de nuestra realidad cotidiana existen esos otros
mundos de los que hablaba Paul Eluard y todos tienen cabida en el nuestro por
extraño que parezca; no sólo cabida, incluso nos sobrepasan, invaden o
interfieren hasta el punto de que en muchas ocasiones dudamos de que no sean
ellos los verdaderos y nosotros su reflejo.
Así sucede con la casa de Julieta en Verona,
Julieta, la-que-nunca-existió, atrae a todos los enamorados en viaje turístico
que suspiran recordando la famosa escena del balcón, otro tanto se nos ofrece
con el 221B de Baker Street, pensión en donde se hospedaban Sherlock Holmes y
el doctor Watson, su hogar, conocido a través de las novelas de Conan Doyle, y
ya escenificado en Londres como museo, pero, ¿quién es Arthur Conan Doyle?; a
veces da la sensación de que Sherlock Holmes es su autor y no su criatura.
¿Y el itinerario del personaje de Ulises, de
James Joyce, que en el año del centenario de la novela, muchas personas
recorrieron alegremente, como si rememorasen un hecho cierto?
Los personajes se escapan del autor, tienen vida
propia y propia historia, marchan por sus caminos, y, al cabo del tiempo pueden
convertirse en leyenda o jugar con nosotros trasladándonos a un pasado que ya
ha dejado de ser inexistente a fuerza de releerlo. Don Quijote es uno de estos
casos.
Don Quijote en Barcelona hace cuatrocientos años,
don Quijote y Sancho Panza —que nunca han existido ni tuvieron precedentes—,
en la ciudad de Barcelona, creando un itinerario fantasma que incluye bosques y
ciudad, una ciudad muy pequeña entonces si la comparamos con la actual y de la
que diría Cervantes en su libro: “Archivo de la cortesía, albergue de los
extranjeros, hospital de los pobres”, inmejorable slogan publicitario que
continúa en plena vigencia.
Miguel de Cervantes le dedicó cinco capítulos a
Barcelona en la segunda parte de su novela, y estos son los LX, LXI, LXII, LXIII
y LXV.
En ellos el hidalgo castellano sigue viviendo en su
mundo particular más fantástico que real y traba conocimiento con bandoleros,
el célebre Roque Guinart, o Perot lo Lladre, una especie de Robin Hood
catalán de cuya justicia y generosidad podrá dar fe pues que con él estuvo
por espacio de tres días con sus noches sin pausa en el descanso ni en las
aventuras; más tarde, ya en la ciudad, se verá agasajado por muchos de su fama
sabedores, hospedándose en casa de don Antonio Moreno, bailará con risueñas
damas, que le harán exclamar luego: Dejadme en mi sosiego, pensamientos mal
avenidos. Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos; que la que es reina de
los míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que
los suyos me avasallen y rindan.
(¿Conciencia culpable?).
Es testigo de prodigios en los que una cabeza de
bronce parlante tiene mucho qué profetizar, después visitará una imprenta, en
donde ve cómo se imprime un libro, técnica que le maravilla, critica a los
traductores con mucha ironía, contempla el mar por primera vez, sube a una
galera, avista un bergantín turco, y finalmente es derrotado en buena lid por
el Caballero de la Blanca Luna, que no es otro sino el bachiller Sansón
Carrasco.
Tales son sus aventuras en la ciudad de Barcelona
—y alrededores— con la puntualización singular de que en ella será testigo
de hechos auténticos y no imaginarios al codearse con un bandolero harto vivo
para ser invención, presenciar hechos sangrientos in situ y no leídos a
través de la letra impresa, siendo, además, para mayor INRI de su orgullo,
molido a palos por vez primera, bautismo de realidad en el cual Cervantes
sumerge a su héroe, ¿quizás recordando la frustración que él mismo sufrió
cuando, en junio de 1610, estuvo en Barcelona a la búsqueda de un empleo digno
que podía venir del conde de Lemos quien esperaba en ese puerto zarpar hacia
Nápoles donde había sido designado virrey, empleo que fue sustituido por
promesas que nunca se verían cumplidas?
Bien, sea lo que sea, la estancia de don Quijote en
Barcelona hubo de crear un itinerario que el hidalgo manchego llevó a cabo en
plan transeúnte junto con su fiel Sancho Panza, itinerario que, convertido en
peregrinaje obligado, realizan estos días quienes —turistas, familias
enteras, colegiales, estudiantes, etc.—, siguen sus huellas a través del
llamado casco antiguo de la ciudad, en conjunto diez y siete lugares con nombre
propio como puedan ser, por ejemplo, la Catedral, la imprenta de Sebastián
Comellas, números 14-16 de la calle del Call, el Portal de Mar y la calle de Perot
lo Lladre.
(Por lo que hace al mencionado Perot lo Lladre
—nombre que podría más o menos traducirse como “Perico el Ladrón”—, y
que en realidad se llamaba Perot Rocaguinarda, hemos de decir que sí existió
de verdad —nació el 18 de diciembre de 1582, quinto de siete hermanos—, y
que su vida y sus andanzas son famosas en Catalunya.
Por lo que se sabe era de carácter levantisco, así
pues, sobre los veinte años, después de enfrentarse con la guardia del palacio
del obispo Francisco Robuster, echóse al monte formando su banda. Convertido en
una pesadilla para las fuerzas del orden, se puso precio a su cabeza, y así
estaban las cosas de revueltas en el año 1610, fecha en la cual Miguel de
Cervantes llegó a Barcelona. En aquel entonces Perot Rocaguinarda era ya una
leyenda como el bandolero audaz que siempre se burlaba de sus perseguidores, por
lo tanto, en su calidad de personaje de moda, habría de ser introducido en el Quijote
cuando Cervantes escribe la segunda parte, que será publicada en 1615.
Como dato curioso agregaremos que a finales de 1611
Rocaguinarda se fue a Nápoles convertido en militar, y es en Italia en donde se
supone que falleció pasado 1635.
Esta ruta del Quijote nos sumerge en un mundo que
nunca existió si tomamos al caballero de referencia, pero que gracias a la
imaginación se nos hace vívidamente presente cada siglo como esas legendarias
ciudades que, hechizadas, regresan a nuestra época, de cien en cien años,
durante un sólo día.