“Retratos”, de Víctor Montoya

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Presentación

Víctor Montoya. Fotografía de Baristo LorenzoLa crónica tiene un encanto particular. Con su vocación de cuerda floja, desafía al vértigo exponiendo al autor al rigor del ensayo y a la volátil imaginación del relato. Del primero toma la facultad de retratar la realidad, analizando su rostro surcado de datos geográficos, históricos e ideológicos; al segundo le debe la potestad de planear sobre la realidad sin las ataduras formales a las que está obligado el primero. El resultado es este género mixto en el que el autor, sin omnisciencias de por medio, con su voz propia como único personaje, habla tête a tête con el lector y le expone sus relatos pero también sus ideas, su opinión sobre el mundo, sus certezas y sus prejuicios.

Tal es el tono de este libro, que inaugura la colección de Editorial Letralia dedicada al género. Enfrentado a una particular galería de veinticinco imágenes, el lector descubrirá, en las páginas que siguen, el mapa de la inspiración de Víctor Montoya. Es sabido que toda imagen es una válvula natural para la mente del observador; Montoya —como buen cronista— se permite mostrarnos lo que sucede cuando las compuertas de su memoria son liberadas por estas imágenes, algunas de las cuales forman parte del bagaje universal, mientras que otras pertenecen a ámbitos más restringidos y, para la mayoría de nosotros, desconocidos.

Uno de los temas que despiertan la atención de Montoya y se revelan en estas crónicas, es el de la soledad a la que se ven sometidos los seres que, físicamente extraños, son estigmatizados y marginados. Gigantes reales que remiten a los mitológicos, caníbales que no dejan de sugerir el rito eucarístico, serpientes pérfidas que arrastran a toda la humanidad al desastre y luego se redimen en la literatura, mujeres barbudas y enanos que terminan sus días como atracciones circenses, son quizás expresiones de la singularidad que hace, de todo ser humano, una criatura única e irremediablemente sola.

De alguna manera funcionan como contraparte los otros monstruos, esos que sirven como modelo a los grupos humanos desde los vastos territorios de la literatura, la religión, el deporte, el arte, la política y la lucha revolucionaria. Monstruos y solitarios —como ese monstruo ubicuo que es el ser humano— que con frecuencia necesitamos sentir comiendo en nuestra mesa. A muchos de ellos se dirige Montoya en epístolas francas, tomando el lugar del lector que ahora degustará estos textos. Destacan en este sentido las crónicas dedicadas a quienes, desde el interior de las minas bolivianas, encabezaron la dura marcha en pos de las reivindicaciones obreras, y que por circunstancias personales fueron algunos de los héroes tutelares de la infancia de Montoya.

El homenaje constante a la cultura y la tradición boliviana también se hace presente en estos textos. Entes demoníacos, cuya representación en los pueblos latinoamericanos suele ser tan humana que son capaces de administrar maldad y protección a partes iguales, y que alcanzan su cúspide en la figura del Tío, irán apareciendo de la mano de otras expresiones del folklore boliviano, a medida que el lector se interne en las páginas que siguen.

Tempranamente hallará el lector una de las claves de este libro —la imaginación puesta al servicio del escritor para describir lo que le es desconocido y, por ello mismo, irresistible— en la crónica referida al destino de tres mujeres chinas que han sido condenadas, y de las que tiene noticia, naturalmente, a través de una imagen: “Cuando retorné a Estocolmo, con la tarjeta metida entre las páginas de un libro, seguí pensando en estas mujeres, cuyos delitos fueron penados de la manera más drástica por las leyes aprobadas por la dinastía china y su séquito de tiranos; un código penal que por suerte se derogó en 1911, tras la caída del ultimo emperador y la instauración de la República. Hace unos días atrás, al volver a mirar la tarjeta que cayó del libro como hoja suelta, se me ocurrió la idea de reconstruir los hechos”.

Nacido en La Paz en 1958 y residente en Estocolmo desde finales de los 70, Montoya ha sufrido, por sus convicciones, los rigores de la persecución, la tortura y, finalmente, el exilio. No es un evento casual, entonces, que estas crónicas se enfoquen en la singularidad y en la soledad, las compañeras permanentes de quien se resiste a formar parte de un rebaño. “Cuando contemplo detenidamente los detalles de este cuadro”, explica Montoya en su última crónica —en torno a una obra de Munch—, “donde el espectador siente el hálito desgarrador de una tragedia nacida del mismo hecho de existir, me reconozco en ese hombre solitario, sombrero alto y abrigo negro, que avanza en dirección opuesta a los demás, como un pez extraño que nada contra la corriente, desafiando a las fuerzas naturales y desobedeciendo los dictados de la razón”.

Queda para nuestro lúcido lector una última certeza. Este libro no es una colección de retratos comentados por el autor; es, en verdad, el retrato de una perspectiva de la soledad. La perspectiva única e irrepetible que brinda uno de los nuestros.

Jorge Gómez Jiménez
Editor
18 de diciembre de 2006