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I

¿Qué ha sido de aquel tiempo
en que nacían rosas de la escarcha? Parecemos
tal escanciados néctares
que perdieran su fuerza en el lecho del cáliz.
¿Qué ha sido del delirio?
¿Dónde posó sus labios este profeta ausente?
Y los senos, ¿qué son ya sin su boca?
Este barro,
este barro de acero desgastado,
ha dejado en mi boca su lenguaje de siglos,
ha dejado en mi boca el dolor del aliento,
ha dejado en mi boca el saber de los griegos.
Nada se pierde, amor, en el futuro.
Nada se pierde y, sin embargo, mira
altivo desde un ojo sin mensaje.

II

Este es el hombre, el árbol
al que duelen lejanas las raíces,
cuyas cuencas son pozos
que ni el silencio llena,
luna verbal que ya no reconoce
sus recuerdos de antaño,
vacío de pasado su destino.

III

Estos tristes objetos cotidianos
—¿qué nada significan?—
que me miran y piensan
que todo ser humano es pasajero del tiempo,
son el sentido oculto de los días de paja,
el inicio de un viaje hacia el origen
de los cetros en flor y las encinas.
Sus ojos son nivel,
medida del sentir de las mareas.
Sólo la sal salvaje se recrea en las cejas
de esta talla de nadie o del abismo.
Mírate.
Dime si el sol saldrá por la ventana
del salón de encerrarse a dar la vida.
Era niño de amplias alamedas
en los sueños del cíclope
al que el alba teñía del color de la lágrima
el iris enclaustrado en su frente sin centro.

IV

Así,
la lengua de los dioses ha surgido del polvo
y del polvo son estos sonidos desgajados.
Así siempre seis letras nos llevan a lo mismo,
a esta sala de espejos donde todo es igual,
donde todo es tan siempre que se cansa en la vista,
como el tiempo se cansa en el cuerpo del sabio.

V

Este es el hombre árbol,
que cuenta los minutos hacia atrás,
que disfruta del fin del calendario
liberado de un peso más duro que la muerte,
que vive la nostalgia de un futuro imposible
pues sabe que la vida se disfruta o se evade.
Este es el hombre árbol,
al que el pasado ahoga,
al que la historia oprime como ramas frutales
o el niño que fue crimen de cine de domingo.
Así, nada se pierde,
todo sigue su curso como el mar la mirada,
como se hacen las manos de la espuma del aire.

VI

Si pudieras ser grito de milano,
enteramente amor al cuerpo que penetras,
¿qué silencio tendría fuerza contra tus labios,
esos labios que nadie parece haber leído?
Mírate,
tensa tu tronco blanco como voz de violeta
en un canto salvaje que me erice la sangre.
Desgárrame la piel,
que tu pico se torne señor de mis entrañas.

VII

Y muy dentro,
tan dentro que la luz parezca desmigarse
en amor a la muerte de la noche,
llegarás a entender el valor del vacío,
comprenderás,
sabrás que la amapola tiene sólo a sus hojas,
que el tiempo que nos vive carece de importancia
cuando el hombre prescinde de contar los segundos.

VIII

Y muy dentro,
tan dentro que entrar más fuere como salir,
has de verte purísima, igual que yo te veo,
igual que yo te guardo en el centro visceral de mi alma,
igual que serás siempre, hasta el fin de los tiempos,
de los tiempos sin fin que nos viven la vida,
que nos vuelven el ojo cicatriz en la frente.

IX

A sí,
a sí mismo,
a sí enteramente mismo,
al riesgo tropical de las piraguas,
a la atracción fatal del agua que se siembra,
así el hombre árbol se recoge las hojas,
y se viste de azahar para lamer el viento,
y se abraza las ramas a su tronco vacío.
Pero lleno de ti,
de ti lleno hasta el borde de la tierra,
se le encienden los labios de madera carnosa.

X

Y soy el hombre árbol,
el ingenuo que quiso conocer los planetas
y conversar con ellos como amigo de siempre,
este siempre que ahora me vacía los frutos,
que me alza las alas al nivel del hastío.
Y soy el hombre árbol,
mi cuerpo ha olvidado el sabor de la sangre,
el placer de sentirse desgajado y completo
tan lejos de una tierra que nos hace nosotros,
que nos hace animales de mirada caliente.
Y soy el hombre árbol,
el verso vegetal donde anidan los verbos,
donde crecen las vidas de los ojos impares.
Sólo yo sé qué ha sido de los siglos imberbes,
del vello de los dioses,
de la gacela albina de los bosques de plata.
He vivido la historia del volcán y la ameba,
del hueso que fue flauta en mis manos de santo,
de las ninfas peludas,
ninfas de neanderthal de atrofiadas gargantas.
He visto cómo el mundo se forjó del silencio,
como el silencio ha vuelto a adueñarse del mundo.
Y se ha hecho corteza mi coraza de concha,
colmado de certezas el corazón del hombre,
endurecido el tímpano del misterio ancestral,
acallado mi voz que se torna marea
en el desierto iluso de los hielos eternos.

XI

Mírate.
Se hace noche mi boca,
se hace blando tocón antepasado,
se hace carbón de encina para encender el sol
que nos busca la lengua, combustible y ajena.
Mírate, las palabras te cuelgan de los ojos,
la promesa marchita en el collar de espejos.
Hazte sentir el frío, la lluvia, la esperanza
que la intemperie arroja a los pies del descalzo.
Nada sabes,
no has aprendido nada en tu viaje al Olimpo,
discursos de ceniza han tomado tu aliento.

XII

Este es el hombre árbol
que habla desde el yugo de su savia impaciente,
desde historias perdidas en su voz ancestral,
en el viento sombrío, en la tormenta alzada
contra la enredadera del silencio de avispa.
Tensa las telarañas en sus dedos caducos
y se parece al ángel guardián de los murciélagos.