La voz en el espejo • Rafael Fauquié
Segunda parte
Reflejos de un linaje

La ética como escritura
Mario Vargas Llosa, Octavio Paz

“Ensayos oníricos”, obra de Lilia Luján
 

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“Un escritor puede ser un hombre radical o conservador, pero lo que está obligado a ser siempre es intelectualmente íntegro, y no incurrir en el estereotipo, en el cliché o en la pura mentira retórica para conseguir el aplauso de un auditorio”.
Mario Vargas Llosa: Contra viento y marea.

 

“La historia de la literatura moderna es la historia de una larga pasión desdichada por la política ... Pero no podemos renegar de la política: sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos”.
Octavio Paz: El ogro filantrópico.

 

¿Ensayo, espacio de la curiosidad indagadora y de la libertad del ingenio creador? ¿territorio ético de la certeza, de la convicción, de la cátedra? Ambas opciones han convivido en nuestro medio cultural latinoamericano. En el siglo pasado, a comienzos de éste, prevaleció la segunda; en nuestros días, parece imponerse la primera. Ensayos que multiplican la confidencia, el guiño cómplice, la amenidad, la belleza poética. Destaco uno escrito hace ya casi medio siglo: El laberinto de la soledad. Publicado en 1950, él mostraba una nueva forma de contar, de decir. El origen del libro era curioso. Nació de una novela fallida que aspiraba a describir las aventuras y desventuras del México contemporáneo. Aquella novela que nunca se llegó a publicar porque según propia confesión de su autor —Octavio Paz— era muy mala, terminó por originar uno de los mejores trabajos ensayísticos de nuestra tradición literaria. El laberinto de la soledad era peculiar por su lenguaje y por sus ideas. En sus páginas se deshacían mitos; se quebraban tabúes; se desarrollaban de una forma ligera, amplia y a la vez densa, los más diversos temas; en él no se repetían prejuicios ni lugares comunes sobre nuestras variadas leyendas políticas latinoamericanas; por último —y tal vez lo más importante— hacía de la verbalidad, chispeante, bella, poética, la mejor aliada del pensamiento.

El laberinto de la soledad partía de comparaciones entre Estados Unidos y México que —cosa rara— no establecían ganadores ni perdedores; sólo diferencias. Una de sus hipótesis más importantes aceptaba que entre las culturas no hay balances sino variedad. Su final abría opciones, sugería nuevas miradas frente a México, frente a la América Latina, frente a Estados Unidos. Desarrollaba, además, el tema de los mitos y la historia. Las culturas —era una de sus tesis— se apoyan sobre mitos. Los mitos son una forma de enmascaramiento colectivo y el enmascaramiento es un proceso que han repetido —para sobrevivir, para reconocerse, para presentarse y representarse— todos los pueblos, todas las civilizaciones. Gran parte de los análisis del libro eran cotejos: las máscaras mexicanas y las máscaras norteamericanas; el yo y el otro; el hombre y la mujer; la mentira política y la verdad histórica; el pasado y el presente mexicanos.

Para la época en que leí El laberinto de la soledad, ya conocía bastante bien casi todas las primeras novelas de Mario Vargas Llosa. Sé que la relación entre ambos autores y entre dos géneros diferentes como el ensayo y la novela, puede parecer extraña, traída por los cabellos; sin embargo, mucho de esa actitud de lúcida independencia, de expresión abierta y valiente que yo había percibido en el libro de Paz me parecía repetirse, vagamente familiar, eco de nociones similares, en los primeros textos de Mario Vargas Llosa. La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral, denunciaban inconfundibles y repetidos fantasmas de nuestro mundo hispanoamericano: el poder y sus excesos, la intolerancia, los nacionalismos desquiciados, el enmascaramiento del machismo, los disimulados desconciertos de nuestros grupos dirigentes, las deformaciones de nuestra historia... Seguirían, luego, en mi lectura otras nuevas novelas: La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta. Las dos desarrollaban temas que sumaban rechazos y multiplicaban desmitificaciones. Comencé a interesarme por las convicciones éticas y políticas de su autor. Empecé a aproximarme a su obra ensayística. Ésta corroboraría la imagen que ya tenía de Vargas Llosa como “poco encasillable”. La lectura de su libro de ensayos, Contra viento y marea,* me descubrió a un ser obsesivamente empeñado en eludir itinerarios ideológicos prefijados. Escritor comprometido sólo consigo mismo y con su propia honestidad. Sus afirmaciones —que muchas veces yo no compartía— me lucían auténticas, sinceras, valientes. También me llamaron la atención sus diversas admiraciones: el Che Guevara y Neruda, Malraux y Sartre, Faulkner y Flaubert.

En Octavio Paz y en Mario Vargas Llosa vislumbré formas parecidas de lucidez e independencia ante los vaivenes del hecho político, los mitos de la historia y las valoraciones de ciertos signos del presente. Las semejanzas entre los dos autores evocaban una concepción similar sobre el papel del intelectual dentro de su sociedad: crítica voz de su circunstancia. También coincidían en su idéntica predisposición a no dejarse arrastrar por corrientes de opinión sustentadas por las mayorías, lugares comunes de un amplio espectro de la intelectualidad latinoamericana. Me llamaba también la atención —¡cómo no!— la forma en que uno y otro eran ferozmente atacados por corrientes ideológicas de todo tipo: las derechas y las izquierdas de sus respectivos países parecían detestarlos por igual.

Admiro la honestidad intelectual. Ella se traduce en coherencia y en solidez de principios. Ser intelectualmente honesto, es ser libre, ser fiel a sí mismo. De eso que llamo honestidad intelectual, me atrae la imagen de una individualidad libre y crítica: expresión de la conciencia independiente de los autores ante los fantasmas del tiempo. Valentía, también, al asumir cierta honda y personal relación con el universo. Ser honesto es ser lúcido. Es imposible traicionar la lucidez sin traicionarse uno mismo. Octavio Paz y Mario Vargas Llosa ejemplificaban esa consistencia. Mucho más importante que la coincidencia con el autor que leemos, es la identificación con su actitud; más allá del acuerdo directo: analogía entre nuestras concepciones y las suyas, trazos paralelos en el desciframiento, de la relación hombre-universo.

Vargas Llosa y Paz utilizan el ensayo de distinta forma. Paz —poeta— escribe ensayos dedicados a la indagación de temas poéticos, históricos, políticos que, a medida que se desarrollan, crean nuevas interrogantes y amplían los espacios interrogados a partir de categorizaciones que tienden a la globalización; tentaculares sistemas de ideas, de saberes siempre iluminadores, siempre enriquecedores. Vargas Llosa —novelista— escribe ensayos más rápidos y urgentes, más inmediatos, más ceñidos a la cercanía de hechos concretos; fusión de reportaje periodístico y de ensayo, de palabra y acción, de verbo y recuerdo estrechamente cercanos en el dinamismo de una escritura hecha de vitalidad, de proximidad a la circunstancia cotidiana. Octavio Paz interroga a la historia para descifrar en ella el presente y sus contradicciones; Vargas Llosa, interpela a su circunstancia para descubrirse a sí mismo: hombre de su tiempo en relación con él. Más reflexionador de su aquí y su ahora inmediatos, Vargas Llosa termina contradiciéndose más que Paz; éste, es más continuo y coherente, menos exaltado también. La vehemencia pareciera guiar la mayoría de las afirmaciones, negaciones y descubrimientos de Vargas Llosa. El mexicano luce más sutil, mesurado y esteta; el peruano, más asertivo y directo. La distancia que media entre uno y otro es, a menudo, la que separa la vehemencia de la mesura. La lectura de Paz, la mirada de Vargas Llosa, nos recuerdan que la razón es otra puerta de entrada a la aventura colectiva e individual del vivir. Contradiciendo tópicos, criticando lugares comunes, ambos han convertido su propia ética en representativa imaginería de su prosa. Vargas Llosa y Paz son, además y sobre todo, verdaderos artífices de la palabra. Palabra al servicio de la idea, palabra que es idea: exacta, precisa. Concisión: rigor de una escritura donde nada falta y nada sobra. Densidad: mucho sentido en poco espacio, mayor cantidad de ideas en menor cantidad de palabras. Densidad y concisión son algunas de las más cabales fórmulas de toda bella prosa. Ambos las poseen, sin duda.

 

La muerte de las ideologías

Fin del sueño revolucionario. Nuestro tiempo se ha encargado de borrar cruelmente las diversas quimeras que dibujaron algunos mitos de la edad moderna. Uno de ellos, la Revolución. “Aquél que construye la casa de la felicidad futura —dice Paz— edifica la cárcel del presente”. Una cosa en común han tenido las revoluciones que ha conocido nuestro siglo XX: la contradicción entre los ideales volcados al porvenir y las férreas estructuras de poder que ellas han generado en el presente. Después de la ilusión revolucionaria, el anquilosamiento. Los ideales se petrifican, los rebeldes se convierten en comisarios o en verdugos. Las esperanzas de la Revolución Francesa, preludiaron la muerte burocratizada del Terror; los sueños de la Revolución Soviética, murieron con Stalin; la aurora anunciada por la Revolución Cubana, luz que despertó a todo nuestro continente, se disipó en la larga tiranía personalista de Castro. En todos los casos, los hombres y la realidad anularon los sueños. En su libro Los hijos del limo, dice Paz: “Con la misma saña con que la Iglesia castigó a los místicos, iluminados y quietistas, el Estado revolucionario ha perseguido a los poetas”. Nuevos tiempos, otros signos. Reaparecen viejos dioses con otros rostros y nuevas devociones. La necesidad deificadora de los hombres no desaparece, cambia. El rostro de los dioses es la máscara sobre la que esculpimos veneraciones y temores. La faz de los dioses refleja la mirada humana: aspiración de entender, de ordenar el universo y de sobrevivir en él.

Una irrefutable verdad apoya esta declaración de Vargas Llosa: “La democracia que perpetra genocidios, invade países pequeños, refuerza gobiernos vesánicos y expolia a las naciones pobres y el socialismo que envía tanques para disciplinar a sus aliados, perfecciona el autoritarismo hasta lo grotesco y convierte a la psiquiatría en rama de la policía, a la hora de ser juzgados por su comportamiento resultan, desde el punto de vista moral poco diferenciables”. Octavio Paz, por su parte, ha comentado con amarga ironía que sería necesario pedirle a las víctimas de los campos de concentración nazis o a las víctimas del Gulag staliniano que identificasen, ellas, las diferencias entre el fascismo alemán y el comunismo soviético. Lo que es correcto, lo es tanto de un lado como de otro; lo elogiable o condenable es siempre elogiable o condenable. No existen barómetros morales particulares para medir ideologías diferentes. No es necesario coincidir con las evoluciones de Vargas Llosa frente al tema de, por ejemplo, la Revolución Cubana, para comprender el sentido y la coherencia de esas evoluciones. El propio Vargas Llosa, frecuentemente, se ha encargado de explicarlas. Para mí, sus argumentos son y siempre han sido convincentes. No se trata, subrayo, de compartir sus criterios sino de aceptarlos en lo que más los valida: su consistencia ética.

Vivir en el ideal, morir por él. Si bien el ideal puede dignificar, eso no justifica todos los excesos, los crímenes, que se puedan cumplir en su nombre. En la obra de ficción de Vargas Llosa, se repite un personaje particular: el del revolucionario mediocre, hundido en inescapables pantanos de deterioro físico y moral. Dos novelas, Historia de Mayta y La guerra del fin del mundo, lo desarrollan. En La guerra..., un personaje, el revolucionario escocés Galileo Gall, reproduce, parodiándolo grotescamente, ese lugar común que defiende la validez de todas las acciones emprendidas en pos de un ideal. En Historia de Mayta, el idealista revolucionario y mediocre es mucho más que un personaje, se convierte en símbolo mismo de la marginalidad asumida como forma de vida y único contacto con el universo. Mayta, en su infortunio y en sus errores, termina por convertir en caricatural parodia todos sus actos revolucionarios. El fracaso de su vida es el fracaso de sus sueños. Hay un artículo en Contra viento y marea —“El homicida indelicado”— donde Vargas Llosa desarrolla conceptualmente el mismo tema: lo grotesco del terrorismo y de sus argumentos. Las razones son simples: ningún sueño humano, ninguna pretensión por justa que ésta sea, disculpa el crimen, ninguna ilusión, sueño o anhelo, justifica el que se asesine en su nombre.

Octavio Paz, por su parte y también en otro artículo, “El asesino y la eternidad”,* referido al asesinato de León Trotsky, plantea una idea parecida. No importa en nombre de qué ideal o de que sueño, el asesino de Trotsky cometió su crimen. En la memoria de la historia, sólo perdura su acto sangriento, la brutalidad absurda de un instante. El recuerdo perpetuará ese momento y la evocación del homicidio desdibujará cualquier otra mirada, toda otra consideración. El crimen de Trotsky será para siempre sólo eso: un crimen; su ejecutor, un asesino; y su acto, una abominable e injustificable transgresión. Para Paz, el revolucionario idealista es la nueva versión del viejo mártir, sólo que la vieja adoración devota de éste se ha reducido a la repetición obsesiva de escasas ideas aprendidas en algún manual. En ambos casos —mártir o revolucionario— la irracionalidad señala al fanático impredecible y errático.

Paz y Vargas Llosa han trabajado a menudo el tema de la fragilidad de las ideologías: la precariedad de su trazo en la verdadera historia de los pueblos. Los dos reconocen que, mucho más fuerte que el proyecto ideológico que una nación decida asignarse en la voluntad de sus dirigentes y en un determinado momento de su historia, siempre terminará por imponerse en esa nación el peso de su tradición, el dictamen de su pasado, la voz y la suma de sus experiencias colectivas vividas a lo largo del tiempo. El mundo contemporáneo ha sido testigo de ello una y otra vez. Nuestra época contempla asombrada cómo regresan y se imponen, hoy, modos y fuerzas del pasado que todos pudieron pensar desaparecidos. Vigorosos, renacen dogmatismos religiosos, ecos de lejanos tiempos, como en el caso de Irán. Se establecen, también —aun efímeras— viejas alianzas históricas entre pueblos de sistemas opuestos. Durante la corta guerra de las Malvinas entre argentinos e ingleses se vio, de un lado, a casi todo el continente latinoamericano unido en contra del imperialismo anglosajón, en una actitud que evocaba el viejo odio de las provincias americanas del Imperio español hacia el pirata inglés, detestado enemigo durante tres siglos. Como un atavismo que renacía, la imagen del corsario sajón aborrecido, despertó en la conciencia colectiva de toda América Latina, generando alianzas tan curiosas —y más que curiosas, surrealistas— como la que se dio entre la dictadura marxista de Fidel Castro y la dictadura de extrema derecha de los militares argentinos. Al día siguiente de su salida de Vietnam, Estados Unidos vio cómo, tras veinte años de lucha, China y Vietnam, aliados todo ese tiempo, se enfrentaban en guerra. La frecuente incapacidad de convivencia —y hasta de cualquier forma de relación— entre países de ideologías similares habla de la inconsistencia, de la fragilidad del vínculo ideológico.

A estas alturas de la historia, comenta Octavio Paz en una de las páginas de Tiempo nublado, Maquiavelo debe estar sonriendo. Sus tesis sobre la despiadada pragmática de la voluntad del poderoso príncipe, resultaron mucho más veraces que las profecías marxistas. Los nacionalismos prevalecen por sobre las ideologías. “Más hondo que las ideologías —dice Octavio Paz en El ogro filantrópico— hay otro dominio que apenas tocan los cambios de la historia: las creencias”. La afirmación me recuerda una interpretación de la historia latinoamericana contemporánea en la que muy a menudo han coincidido Paz y Vargas Llosa: Fidel Castro es mucho más una versión actual de nuestro irrenunciable caudillismo hispánico que la respuesta de un auténtico tiempo revolucionario. A comienzos de nuestro siglo, durante la Primera Guerra Mundial, las naciones europeas —una vez más— se destrozaron con saña. Pocos decenios después de los vaticinios de Marx acerca de la unión del proletariado universal, la Guerra del Catorce demostró que obreros alemanes, franceses o ingleses eran alemanes, franceses o ingleses antes que obreros. En nuestros días, el regreso de los nacionalismos ha significado la revitalización de la tradición. Las regiones se reconocen en su propia autenticidad y se desconocen en forzadas vinculaciones ideológicas. El desmoronamiento de la Unión Soviética se aceleró por las fuertes presiones autonómicas de pueblos y regiones que, por sobre todo, querían defender su individualidad. En Yugoslavia, a poco tiempo de la muerte de Tito, afloraron todas las discrepancias y los viejos odios entre serbios y croatas. La afinidad ideológica que los agrupó como nación durante varias décadas, no significó absolutamente nada frente al peso de rencores acumulados por la historia. El pasado es el rostro de las naciones. Lo ideológico sólo puede apoyar ese rostro. Si lo contradice, entonces la ideología, además de inútil, se hace postiza y absurda falsedad.

Partidos políticos, iglesias, gobiernos: para los escritores, complacerlos o seguirlos con demasiada incondicionalidad, plantea una insuperable contradicción con la libertad y la independencia que debe sustentar la creación literaria. La literatura moderna es naturalmente cuestionadora. Critica poderes, instituciones, valores. Se aviene mal con la obediencia y con el asentimiento permanentes. El espíritu de la contemporaneidad heredó de la Ilustración del siglo XVIII la curiosidad y la necesidad de interrogarse sobre el sentido de todo. El escritor de nuestros días juzga, valora; con su obra, cuestiona y desmorona muchos de los signos de nuestra actualidad desorientada. Si hay dos escritores que encarnen esa actitud de crítica ante ideologías y doctrinas, catecismos y sistemas, ellos son, en nuestro contexto latinoamericano, Vargas Llosa y Octavio Paz. Ningún espacio ideológico preciso los reclama como suyos. O mejor, todas las tendencias parecen condenarlos. No los acepta ni la derecha ni la izquierda. La derecha los considera incómodos hipercríticos, permanentes desvalorizadores; la izquierda, como reaccionarios siempre insatisfechos, negativos e impredecibles. Vargas Llosa ha agredido frecuentemente a algunos de los sectores más conservadores de su país. Su posición en contra del nacionalismo peruano (en relación, por ejemplo, con las viejas rencillas que continúan enfrentando a chilenos y peruanos cien años después de la Guerra del Pacífico), le granjeó fuertes ataques por parte de la derecha de su nación. Se le reprochaba haber firmado, junto a otros intelectuales, un manifiesto a favor del acercamiento entre Perú y Chile, proponiendo olvidar los viejos rencores de la guerra. Entre otras cosas, se lo tildó de traidor, y algún energúmeno llegó a pedir que le fuese retirada su nacionalidad peruana.

Hablar en contra del nacionalismo y de los militares es siempre riesgoso en nuestros países. Vargas Llosa lo ha venido haciendo desde su primera novela, La ciudad y los perros (1963). “Un sano nacionalismo —ha aclarado— es necesario para los países subdesarrollados que gracias a él pueden evitar ser fácil presa de la voracidad de las naciones más poderosas y de las empresas transnacionales. Pero —prosigue— si el nacionalismo no es frenado y contrapesado de manera eficaz se convierte en una verdadera fuente de desastres (...) se vuelve una coartada para los peores dislates y estropicios de un gobierno”.

A Octavio Paz, la izquierda de su país lo ha acusado frecuentemente de “rapaz” —rima con Paz— y de traidor al servicio del imperialismo yanqui. Por su posición crítica ante Cuba y más recientemente —aunque con otros matices— ante la Revolución Sandinista de Nicaragua, los sectores más radicales de la juventud mexicana lo acusaron —con poca originalidad, por cierto— de ser un espía al servicio de la CIA. La frase que se acuñó —recuerdo haberla leído alguna vez— fue “Reagan, rapaz, tu cómplice es Octavio Paz”. Tampoco la derecha mexicana experimenta mayores simpatías hacia él. Desde luego, Paz nunca las ha buscado. A lo largo de su obra, abiertamente ha atacado a ambas: a la izquierda mexicana, por ocuparse sólo de discutir; a la derecha, por su obsesivo y único afán de hacer dinero. La derecha debe considerar a Paz un liberal quisquilloso, permanente e incómodo crítico de todas esas pequeñeces, medianías y mezquindades que suelen ser las auténticas razones de las derechas del mundo entero. A la izquierda, debe molestarle la falta de dogmatismo de Paz; su particular sentido de independencia que lo lleva a criticarlo todo, a no plegarse a consigna alguna ni a comulgar en misas de acólitos repetidores de ritos y rituales.

La cercanía entre Vargas Llosa, Octavio Paz y el pensador francés Jean François Revel es estrecha. Revel es un autor que conoce de cerca al Tercer Mundo y sus problemas (al igual que los mitos distorsionadores con que los países del Primer Mundo frecuentemente interpretan esos problemas). Por su acercamiento —sincero, apasionado— a nuestra realidad latinoamericana, Revel es una rara avis. En los países desarrollados se hace difícil encontrar intelectuales como él, genuinamente interesados, con lúcida curiosidad y sensatez desprovista de paternalismos o de menosprecios etnocéntricos, por lo que suceda en Latinoamérica. Algunas tesis de Revel (la necesidad de independencia de criterio frente a las presiones ideológicas, la importancia de la crítica como elemento consubstancial a la obra de arte, la falacia del “arte comprometido”, el peligro de las mentiras que de tanto repetirse se han hecho verdades en nuestro mundo contemporáneo), las comparten por entero Vargas Llosa y Paz. El razonamiento de Revel luce irrefutable: sin libertad política no hay ejercicio de la crítica y sin crítica no hay vitalidad creadora. Los dogmatismos chocan con la creatividad. En nuestro tiempo, los países gobernados por regímenes totalitarios, hasta ahora nunca se han situado en un terreno de avanzada en el mundo de las ideas o del arte.

Son numerosas las coincidencias entre Revel, Paz y Vargas Llosa. Una principalmente: los tres escudriñan en su tiempo, indiferentes y sordos frente argumentaciones que la reiteración colectiva ha convertido en tópicos. Es peligroso el lugar común: nos acostumbramos a repetirlo y, repitiéndolo, a creerlo. Conviene puntualizar que ciertos interlocutores a los que Revel se enfrenta constantemente en su país, no existen en el contexto latinoamericano de Paz y Vargas Llosa. O, al menos, no existen de la misma forma como existen en Francia. Por ejemplo, no suele darse entre nosotros una intelligentzia de izquierda muy poderosamente intervencionista dentro de los cotidianos conciertos nacionales. La voz de nuestros intelectuales “progresistas” es muchísimo menos sonora que en el mundo francés; tiene una cabida más reducida dentro de medios de comunicación masiva invadidos por los lugares comunes de políticos y por los intereses de los amos del poder económico. Reducidos al vocinglero —y frecuentemente aisladísimo— espacio universitario, los intelectuales izquierdistas tienen, por ejemplo en Venezuela, muy pocas oportunidades de ser escuchados fuera de la cátedra o de algunas escasamente leídas columnas de opinión periodística o poco vistos programas televisivos. En general, un medio tan difundido —y eficaz— como la televisión suele serle ajena a la gran mayoría de nuestra izquierda.

 

La contradicción y la pasión

Tanto Vargas Llosa como Paz exigen el derecho a la contradicción. Contradecirse es, tal vez, la más natural de las actitudes auténticamente críticas. Vivir es evolucionar, crecer, cambiar. Tanto más intensamente vivimos, tanto más susceptibles somos de transformar nuestras miradas y nuestras valoraciones. En el caso de Vargas Llosa, la contradicción termina por hacerse estilo natural, derecho que se exige irrenunciable. Los artículos que escribió en la década de los sesenta, expresan, en muchos sentidos, la exacta antítesis de los que escribe ahora. Curiosamente: frente a iguales temas, conclusiones opuestas.

Tal vez el mayor ejemplo humano de ejercicio de contradicción que recuerde nuestro siglo XX es, precisamente, uno de los grandes mitos referenciales de Vargas Llosa: Jean Paul Sartre. Numerosas veces ha reconocido Vargas Llosa sus profundas deudas con Sartre (a pesar de que su actitud ante el pensador francés es de una extraordinaria dureza crítica). El grupo que rodeó a Sartre —Simone de Beauvoir, Merleau-Ponty, Albert Camus— atrajo muy especialmente la atención de Vargas Llosa (como a toda una joven intelectualidad occidental, que contempló en ellos los exponentes máximos de la sabiduría contemporánea). A Sartre, Vargas Llosa lo veneró hasta el momento de la anecdótica ruptura entre ambos. Sartre escribió una fuerte crítica contra la escritura de ficción en los países subdesarrollados, donde —según su tesis— el intelectual se debía sólo al desarrollo y la superación de su pueblo. Escribir ficción, hacer literatura era, según esa versión, una futilidad irresponsable; casi una abierta inmoralidad. Un novelista en un país africano, asiático o latinoamericano era, para Sartre, un ser definitivamente inmoral. En este punto se separaron los caminos de Vargas Llosa y del filósofo francés. Sin embargo, la ruptura no fue total. Vargas Llosa lo siguió leyendo con interés. En el fondo, nunca dejó de estar muy próximo de su beligerancia feroz, de su irrenunciable criticismo.

También Paz estuvo en algún momento cerca de Sartre. Le dedicó un artículo: “Memento: Jean Paul Sartre”.* En él, recuerda cómo lo conoció personalmente, cómo se reunieron en varias oportunidades en un café parisino para conversar sobre diversos temas. Paz distinguió en Sartre un hacedor de ideas que convertía en conceptos todas las realidades. En Sartre, dice Paz, coincidieron dos herencias: la de la religiosidad intolerante de calvinistas y hugonotes y la herencia de la Ilustración dieciochesca. Del lado calvinista, llegó a Sartre un ideal de hermandad universal; de la herencia de la Ilustración, una actitud siempre crítica, una inteligencia alerta. La de Sartre fue una actitud hipercrítica que, a veces, lo condujo hacia un exceso: el de la “miopía histórica” (son palabras de Paz). Paz describe a Sartre como un ser de “sorprendente continuidad moral” a quien siempre apasionaron los mismos temas. Recuerda Paz —y en eso difiere de Vargas Llosa— que Sartre fue, sobre todo, un paradójico literato que despreció la literatura. Lo mejor de su obra —dice— es la que se debe al imaginero, al fabulador, al apasionado polemista. Sin embargo, el polemizador terminó por perjudicar al crítico. Sus análisis concluían en acusaciones. Su visión fue la del dogmático moralista, la del profesor que enseña y transmite sólo incuestionables verdades. Sartre fue conciencia y pasión, conciencia de una pasión. Hizo de la filosofía-compromiso esencia de su vida. Filosofía comprometida y filosofía de gestos de compromiso, contradictorios y públicos. De lo mucho que Sartre escribió, Paz recuerda —para contradecirlas— dos frases extraordinarias: “el infierno es los otros” y “la vida comienza del otro lado de la desesperación”. La vida de Sartre fue desesperada y desesperanzada. Sus sueños de hermandad universal lo condujeron a la insatisfacción ante el destino del hombre; tormento intelectual que le hizo apoyar todas las revoluciones de nuestro tiempo. En fin: Paz y Vargas Llosa desconfiaron de la virulencia, de la falta de tolerancia de Sartre, pero respetaron la valentía y la pasión con que siempre defendió los principios que decidió asumir.

En su artículo “Las antimemorias de Malraux”, Vargas Llosa esboza una interesante tesis —que comparto—: la grandeza no es ajena a ciertos hombres sobre quienes los ojos de todos se depositan en algún momento. Son los elegidos de su tiempo. Cada época tiene los suyos. Es el caso, según Vargas Llosa, de André Malraux: excelente creador y, a la vez, hombre de acción que vivió de cerca algunos de los sucesos más importantes de este siglo y supo escribir sobre ellos. Plenitud de vida y plenitud de inteligencia relacionadas en la escritura. Vargas Llosa admira la acción y admira al hombre de acción. Quizá, en el fondo, es su propio anhelo: hacer de la vida y de la escritura espacios similares; uno y otro apoyándose y reforzándose. Por eso le resulta tan especialmente atractivo un personaje como André Malraux; a un mismo tiempo, creador y protagonista; juglar y guerrero.

En muchos sentidos, Paz ha sido un cabal intérprete de América Latina y de sus contradicciones. Desentrañar de nuestra conciencia colectiva mitos políticos, deformaciones culturales, espejismos desarrollistas y, en general, mentiras de todo tipo, ha sido su acción valiente y lúcida. Ahora, cuando se producen en el mundo cambios que deshacen años y años de inamovilidades que parecían definitivas, en momentos en que el desmoronamiento de arquitecturas socialistas y totalitarias pareciera reinstaurar viejas deificaciones hacia las todopoderosas leyes del mercado, Paz, de nuevo, introduce la desconfianza ante cualquier idolatría. “La economía —dice— es un campo; como la política y la cultura, en donde se despliega libremente la inteligencia, el esfuerzo y la voluntad de los hombres”. El reconocimiento a la importancia de la economía no implica, en modo alguno, hacer de ella un culto. Recuerdo haber leído en El hombre rebelde una imagen con la que Albert Camus analogizaba el desarrollo económico a la de un dios pagano que exigía beber el néctar sólo en el cráneo de los enemigos muertos. La industrialización y la riqueza no han hecho más felices a norteamericanos y europeos. La búsqueda de los latinoamericanos de una vía que nos ayude a escapar a nuestras vulnerabilidades, no puede conducirnos a la idolatría de un sistema suicida sustentado en la indisoluble relación entre una producción desenfrenada que alimenta un consumismo igualmente desenfrenado.

Paz y Vargas Llosa son escritores de espacios y tiempos diferentes. La palabra ensayística de Paz es la palabra madura, decantada en la continuidad de una labor prolongada por muchos años. Trabajo constante, impregnado de una lucidez y una pasión que, lentamente, ha ido fijando distancias y estableciendo asideros. Tamizar, a través de la lucidez, el instante vivido. Convertir todas las experiencias en reflexión. Federico Nietzsche dijo que lo que contaba para el hombre no era la eternidad sino la vivacidad. Poetizar la vida o vitalizar la poesía. La palabra literaria como refuerzo de la vida. Acrecentamiento de emociones a partir de la reflexión y de la poetización de lo vivido. Vargas Llosa posee la palabra del fabulador. Hay jóvenes que fabulan y jóvenes que escriben poesía. La precocidad es imaginable en ambos terrenos. No lo es, sin embargo, en el caso del ensayo. Este, necesita del transcurrir de la vida, de la suma del paso del tiempo, de la lucidez que acumula experiencias —y, sobre todo, miradas ante esas experiencias. La palabra conceptual se hace eco de praxis creadoras diferentes. El poeta es orfebre del término único labrado en parsimonia irrepetible. La del fabulador, es la palabra de generosa abundancia edificadora de universos imaginarios. Orígenes y resultados diferentes en lo estético; en lo ético, en Vargas Llosa y Paz se dan asombrosas coincidencias.

Los caminos de ambos se han ido estrechando hasta aproximarse en posiciones de directo compromiso ante los grandes temas que preocupan al hombre contemporáneo. Las palabras de Paz, con motivo de celebrarse el Encuentro Internacional sobre la Revolución de la Libertad, celebrado en Lima el 7 y 8 de marzo de 1990, claramente plantean el alcance de esas coincidencias: “Al hablar de libertad, pienso, como todos ustedes, en un hombre que desde hace años la encarna con dignidad, coherencia y valentía: Mario Vargas Llosa. Lo conozco y admiro desde hace muchos años. Primero me interesó el escritor, autor de admirables novelas; después, el pensador político y el combatiente por la libertad. Cuando hace dos años me confió su decisión de aceptar su candidatura a la presidencia del Perú, confieso que mi primer impulso fue disuadirlo. Pensé que perderíamos un gran escritor, en una lucha dudosa e incierta como todas las luchas políticas. Estaba equivocado: un hombre se debe a sus convicciones”. Estas palabras eran el espaldarazo de un escritor a otro, de un intelectual a otro, de un ser humano a otro. Eran, también, el reconocimiento al itinerario ético de una escritura hilvanada en la firmeza, en la coherencia y en la autenticidad. Apoyando a Vargas Llosa, Paz no hacía sino reafirmar sus propios principios; mostrarse a sí mismo, espejo de la imagen del otro.

 


 *  Me refiero a la primera edición completa, en dos volúmenes, que la editorial Seix Barral editó en el año 1986.

 *  Incorporado al extenso artículo “Las contaminaciones de la contingencia”, del libro Hombres en su siglo, Barcelona, Seix Barral, 1984.

 *  Publicado en: Hombres en su siglo.