Entrevistas
Iván González, autor de Otras alas,
entrevista a Miguel Ángel Gordillo
Ellos buscaban el cielo

Miguel Ángel Gordillo

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Está en el último hangar de la Escuela de Vuelo de Ocaña, detrás de un montón de aviones varados, lavando la cara a Bambi. Tiene esas manos firmes de quien está acostumbrado a trabajar con ellas, la piel curtida y unos ojos claros que contrastan con el profundo círculo de sus ojeras.

Miguel Ángel Gordillo nació en Douala (Camerún). A los siete años compraba el Modéle Reduit dÁvion. A los veinte ingresó en el Ejército del Aire. Cuando le ascendieron a comandante, dejó de volar. Nunca le gustaron los despachos, así que abandonó el Ejército e ingresó en Iberia. En 1998 se convirtió en el primer español que voló en un Kitfox desde Madrid a Wisconsin (EUA). El 19 de junio de 2001 salió de Salamanca, recorrió más de 40.000 Km y regresó a Madrid el 1 de agosto, convirtiéndose en el primer español en dar la vuelta al mundo con Bambi, un avión de hélice de construcción propia. Le acompañaba un bimotor. No regresaron juntos a España. Algún periódico tituló la odisea: “Volando con el enemigo”.

“Un amigo mío piloto murió de cáncer, otro se cayó al mar, sobrevivió pero perdió el avión. Alguno me dijo que si daba la vuelta al mundo, cuando volviese, su mujer le había cambiado la cerradura”. Su mirada se vuelve sombría. “El piloto que escogí era el único que quería volar con él”.

Él era Moisés, dueño del bimotor de acompañamiento, que, por ser piloto privado, requería otro piloto que volase en instrumental. En aquel bimotor también iba un cámara del programa de TVE, Al filo de lo imposible.

—Me gustaría hablar con Moisés López Parras.

Su secretario, receloso, me pregunta a través del teléfono para qué asunto.

—La vuelta al mundo.

—Ah, es por lo de la aviación.

Me recibe puntual en su despacho segoviano junto al acueducto. Moisés es personudo, con unas manos grandes y un cuello grande y el pelo peinado hacia atrás, que a muchos hombres les confiere un aspecto reposado, pero que en el rostro sanguíneo y abotargado de Moisés parece un trazo de espuma abandonado locuazmente después de salir de la ducha.

Gordillo abre y cierra con fuerza sus párpados mientras habla, es el mismo tic que el de un piloto de bombardero Katiuska al que entrevisté.

“En el hotel de Salamanca cojo el periódico local y me encuentro a media página una foto de Moisés: el piloto segoviano que va a dar la vuelta al mundo”.

Suena un reloj de pared inglés en el acogedor y provinciano despacho de Moisés. Del techo cuelgan dos lámparas de araña apagadas y, como en un cuadro de Rembrandt, a través de las persianas se filtra la luz de la media tarde de agosto y las voces de la gente que baja por Fernández Ladreda hacia el acueducto. Se sienta en una butaca a una altura mayor que la del sofá en el que me invita a sentarme. Enseguida abarca la habitación —paseándose por ella, atendiendo llamadas, explicándome el viaje— como un cachalote haría en una piscina con un pez pequeño y generoso con su silencio.

“En Segovia todo el mundo me conoce. Soy dueño de una promotora inmobiliaria. He promocionado el campo de aviación. A los medios de aquí les importa un pito Gordillo”.

Gordillo lija el ala de Bambi, repleto de dedicatorias en lenguas extranjeras de gente que encontró en el camino.

“En Arabia, el piloto que acompaña a Moisés dobla la hélice. Al ver que rompe el avión le entra miedo a volar. En vez de ser honesto y decir que se va, coge al cámara y le empieza a decir que se van a matar porque van con sobrepeso. El cámara se asusta, llama a TVE y dice que no sigue. Es cierto que volaban con sobrepeso pero si se les paraba un motor podían prolongar el vuelo, aterrizando en algún sitio; sin embargo, si me ocurría a mí, iba para abajo. Le dije al cámara que si trabajaba para La tarde con fulana o para Al filo de lo imposible. Conseguí que siguiese, pero cuando llegamos a Manila, Moisés dijo que lo bajaba del avión. Tuvo que intervenir el embajador español para que el vuelo continuase”.

Miguel Ángel Gordillo“Los de Al filo sólo nos patrocinaban el viaje hasta Manila, así que dije que sólo llevaría al cámara hasta Manila. Gordillo expuso al embajador nuestras diferencias en un aparte, sin reunirse conmigo. El embajador me pidió que llevase al cámara y le di mi palabra de honor que lo haría, eso fue todo. Ahora el cámara es muy amigo mío, quedamos a veces para comer y me recuerda: querías bajarme, maricón; le digo que no era por él sino por la tacañería de TVE”.

“El avión de Moisés podía seguirme sin intervenir; acompañarme para una emergencia, razón por la que lo contraté. O ser como fue, la bola de los Hermanos Dalton atada a mis pies”.

“El plan de Gordillo era de juzgado de guardia. Nos hizo volar más de trece horas sobre el Pacífico. Llegamos a las islas Aleutianas de madrugada, con nubes bajas a veinte metros. El aeropuerto más cercano estaba en Alaska, a quinientas y pico millas. No nos quedaba ni media hora de autonomía. A menos de mil metros, el piloto profesional me pide que aborte la toma, le digo que prefiero pegármela en la isla que morir por hipotermia. El piloto se pone a... —hace el gesto de santiguarse, partiéndose de risa—, le dije, haz lo que te dé la gana, pero mirando hacia fuera. A menos de cien metros me puse en línea para aterrizar. En tierra, el piloto y el cámara no paraban de darme besos en la calva —entorna la mirada sarcásticamente—, el otro cabrito aterrizó a la segunda”.

“Aquí tiene el móvil, jefe”. Es el secretario de Moisés, un hombrecillo diminuto que parece salido de la Vetusta de Clarín. Moisés me pega el móvil a la oreja escrutándome con sus ojos expectantes. Finjo sorpresa tratando de no defraudarle. Es un mensaje en que un comandante del Ejército Español autoriza a Gordillo la salida hacia Las Aleutianas.

“Al piloto que me acompañaba no le gustaba un pelo el tipo de gasolina que nos recomendó Gordillo, ni volar a tope de carga. Aquel fue verdaderamente un vuelo al filo de lo imposible. Gordillo quería llegar a toda costa a la Feria Internacional de Aviación, sin importarle el riesgo que corríamos. Le dije, te crees que vas solo, somos un equipo”.

Como mi entrevista con Gordillo se desarrolla mientras se mueve alrededor de Bambi, idea unos esparadrapos para sujetar la grabadora, ayudándose de una cuerda que se cuelga al cuello. La mujer de Gordillo, Marie-Laure, entra al hangar con sus dos hijas. Ella fue la Ariadna silenciosa que se quedó en España siguiendo por Internet la singladura de su marido. Con esa dulce sonrisa que sólo una francesa sabe esbozar, jugando en la ambigua línea de la amabilidad y la seducción, me dice: “No te creas que todos los días le dejo venir a reparar aviones”. Pienso que debe de ser enormemente confortable dormir junto a ella. Viendo a sus dos hijas corretear alrededor del avión, me entran ganas de hacerle esa pregunta que se hace a los toreros y a los domadores de fieras y me contesta igual que ellos: “Mis hijas, pilotos profesionales, ni pensarlo. Casi todas las compañías ya son privadas. Buscan más trabajo, menos sueldo, menos calidad de vida”.

“Cuando llegamos a Oshkosh (EUA) me quieren hacer una entrevista en el canal ABC. Moisés me dice que él no sube a ninguna televisión americana a dar vueltecitas en su avión. A veces sobrevolábamos un cráter y se negaba a bajar porque decía que gastaba demasiado combustible. Perdimos imágenes de glaciares porque el cámara se había corrido una juerga la noche anterior e iba dormido”. Asoma un brillo de antigua disciplina castrense a su mirada. “Como jefe de expedición tenía muchas broncas por estas cosas”.

“Gordillo me dice, bueno Mois, mañana vienen unos americanos a filmar, y yo le digo, en mi avión viene TVE, así que es TVE quien tiene que darte una autorización. Al cámara no le parece bien, así que le digo a Gordillo que se busque la vida”.

A estas alturas del viaje, Gordillo tiene a sus tres compañeros en contra. El último día que pasaron juntos, trató de sustituir al piloto profesional, pero Moisés rechazó la maniobra y tomó la determinación de abandonar la expedición y llevar al piloto a Miami, donde estaba destinado con Iberia.

“Encontré a Gordillo dentro de mi avión sacando material de vuelo. Me dijo que iba a joderme para que me quedase allí enchironado. Estaba a punto de darle la vuelta al mundo, pero sin avión, cuando entró el sheriff local, que se puso en contacto con el ejército español. Gordillo no consiguió retirar ningún equipo de salvamento. Vaya cara la de aquel tipo. Al marcharse nos dijo: les deseo un buen vuelo de regreso”.

Ahí termina la aventura oficial.

“Moisés me dijo que esa noche saldrían para Miami. En el aeropuerto de Reykiavik (Islandia) entré a la oficina a tomarme un café y me encontré el nombre de Moisés en el cuaderno de registros: los pilotos que damos la vuelta al mundo hemos pasado por aquí. Viva Segovia. No volaron a Miami. Siguieron mi ruta de vuelo para apuntarse la vuelta al mundo. Salí rápidamente de Islandia, volando sobre aguas gélidas, con un traje especial de supervivencia para agua fría. Cuando llegué a España, el sol me cocía. Llevaba veinticinco horas seguidas sin dormir desde Canadá. Entré antes que Moisés a España, le oí por la frecuencia, iba unos doscientos kilómetros por detrás de mi avión, tuve que parar en Asturias para repostar y llegó poco antes que yo a Salamanca”.

“En vez de parar en Edimburgo aprovechamos el viento en cola y volamos hasta Southampton (Inglaterra). En la cena comenté al piloto y al cámara que me arrepentía, que podíamos esperarle y entrar a España volando en formación, pero casi me comen. Les dije, pues debemos madrugar porque conociendo cómo es, sería capaz de volar toda la noche para llegar a Salamanca antes que nosotros”.

“Cuando llegué a mi casa, me enteré de que media hora después Moisés había convocado una rueda de prensa en el aeródromo de Cuatro Vientos. Llamé a Domingo, uno de los responsables, que cogió un móvil y lo pegó a uno de los micrófonos. En medio de la conferencia me dirigí a los medios de comunicación explicándoles que los conferenciantes eran los tripulantes del avión de acompañamiento y que el titular del vuelo estaba al teléfono. Inmediatamente se suspendió la rueda de prensa y convoqué otra para el día siguiente, pero Moisés no se presentó”.

Saint-Exupèry decía que había hombres que nunca se lanzarían a los cielos, porque la arcilla de la que estaban hechos se había endurecido, y nadie sería capaz de despertar al músico dormido que quizá habitaba dentro de ellos, al poeta, al astrónomo.

“Siempre me ha atraído la época romántica de la aviación. La de esos correos que volaban con la carlinga descubierta, con las gafas y la bufanda y se encontraban en el aire y se saludaban. Un día yendo a Sevilla, el control me dejó bajar a trescientos metros del suelo. Quería que la gente viese una máquina volando a setecientos kilómetros por hora, en los campos del sur ves la velocidad. No te imaginas cómo se pusieron algunos pasajeros al bajar, dijeron que si quería jugar con avioncitos que lo hiciese yo solo”.

“Me hubiera gustado estudiar ingeniería aeronáutica, pero mi padre dijo que mi hermano y yo íbamos para aparejadores”. En una fotografía está cenando en el restaurante de las Torres Gemelas. En el año 2000 viajó a los Estados Unidos, recorriéndolo de Oeste a Este. En Carolina compró el bimotor con el que daría la vuelta al mundo, en vez de desmontar los planos y traérselo en barco, lo trajo volando. En otra fotografía, un avión que tenía aparece reducido a un amasijo de hierros, le sacaron cuando estaba a punto de arder. Me fijo en la enorme cicatriz que se hizo pescando en la Gomera y en el rifle con el que caza tórtolas en Marraqueck. Pienso que hay hombres que tienen que aparcar sus sueños, simplemente eso, aparcarlos.

“La parte del vuelo que más disfruté fue a partir de Oskhosh, volando solo, en monte bajo, a la altura de este techo” —Gordillo señala el techo del hangar. “Algunos motoristas se quedaban mirándome desde sus Harleys. Vi osos y cisnes en los lagos de Canadá”.

“Lo que más disfruté fue el aterrizaje nocturno en Las Vegas. Iba señalando, una por una, las luces de la avenida Powell, contándoles anécdotas de aquella ciudad maravillosa”.

Camino hacia el coche recordando el tiempo que Moisés empleó cambiando la placa de su móvil, enseñándome el mensaje del comandante del ejército, gesticulando cómo sacaba a Gordillo a empellones del avión. Su mujer entró un instante a la habitación. Parecía una de esas mujeres maduras y elegantes que se pasan mucho tiempo solas en los casinos y en las peluquerías. —¿Qué tal? —Bien. —Me voy. —Bueno —contestó Moisés, que continuó explicándome el funcionamiento del GPS de su bimotor. Esbozando una sonrisa pícara, de hombre viajado que sabe de la relatividad de las cosas, me confesó que estaba pintando a Séneca para volver a marcharse. “Me lo quiero llevar a Italia. Yo es que a Roma voy mucho”.

En la esquina de Casa Cándido, una pareja vestida con la ropa de domingo discute en tono de confidencia. Unos niños juegan a la peonza subidos a las milenarias piedras del acueducto. Veo un pichón muerto en el suelo.

Cuando paseo por esta tierra, donde nacieron mis ancestros, creo reconocer partes de mí en las gentes, en los paisajes, aunque siempre vuelo a la periferia, para encontrarme con la humedad en el aire de las poblaciones costeras.

Viajé a la Escuela de Ocaña pensando en una de las comedias más famosas de Black Edwards, La carrera del siglo, en la que Jack Lemmon y Tony Curtis encarnan a dos excéntricos automovilistas que rivalizan constantemente para llegar los primeros a la meta. Trataba de comprender por qué unos hombres que compartieron una aventura tan noble se odiaron profundamente, pero lo único que deseaba antes de marcharme era volar.

El sol claudica. Dentro de la cabina huele a gasolina. Gordillo arranca motores y la expresión de su rostro se torna más serena.

“Hace unos meses vino a entrevistarme una periodista de La Razón. Le di una vuelta. Vaya número. Explotó la cabina en pleno vuelo y me cortó una vena. Había sangre por todos lados. La chica estaba muerta de miedo cuando aterrizamos”.

Me siento feliz volando sobre la enorme extensión de sembrados de la Mesa de Ocaña.

—¿Es la primera vez que vuelas en un monomotor?

—Sí.

—Bajaremos gradualmente.

—No, baja como sueles hacerlo.

Gordillo apaga el motor y una sensación de vacío en la boca del estómago se apodera de mí, como si bajase por la más turbadora de las montañas rusas.