Letras
Un trazo leve en el aire

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Desde las mesas del bar el mundo es diferente, manso. Un poco de sol baldea las baldosas, entra sin permiso por la abertura rayada de hilos metálicos, moja los zapatos despojados de pomada, salpica las piernas del único cliente. El hombre mira, ignorante de la mujer que acomoda las copas, el reloj Quilmes que da la hora sin espuma. Tiene el aspecto de alguien que está en el lugar desde siempre. Pequeños ruidos pasan cerca de su serenidad, hecha de espera. Entrecierra los párpados, huele un trazo de humedad.

La soledad es alguien frente a un vaso de vino en un local vacío. La tristeza lo mismo, pero con sol, como ahora. Un concierto de zapatos pasa sin pasar por la vereda y cada tanto deja una mirada vacía de ojos. Autos calientes aguardan el momento de salir, pegados al cordón. Rectangular, negro, el teléfono público cuelga de la pared color aburrimiento. Un cartel chico, anaranjado, dice algo ilegible sobre el uso del aparato. El equipo de Lanús ríe al futuro desde la foto: Da Mario, el Nene Guidi, Silva, Acosta. La máquina Express, una estantería de metal, manos en vasos esmerilados a fuerza de ahogar palabras, el gato barcino sobre una silla de Viena y el dormir de la heladera, ese otro felino, completan la carbonilla.

El que observa, sin pestañear, empina un trago de tinto, previo chorro de soda. Camisa blanca con las mangas dobladas, piel morena de no trabajar a la intemperie. Sobre el doblez de la izquierda asoma un atado de cigarrillos marquilla verde. Su corbata azul, floja, gotea sobre el pecho y roza la mesa. El cinturón de cuero sobado rodea sin firmeza su cintura de hombre grande, un oscuro saco duerme en el respaldo de la silla.

Algo cambia. Una adolescente extiende su presencia de espaldas al teléfono público. Llueve el pelo sobre los hombros, la cabeza inclinada para sostener el tubo. Vaqueros gastados por frote de piedra, según la publicidad, le aprietan el cuerpo. La remera de color claro deja notar sus pezones con ganas de vivir. Apenas si anda por el piso sobre mocasines sin medias.

El único parroquiano fija la vista afuera como si nada, sigue pespunteando vino tinto ya sin soda. La mujer detrás del mostrador lee La Razón sin moverse. Tiene algo vulgar, piensa el parroquiano, apenas inclinando la cabeza peinada a la gomina. Ella, cada tanto, ríe, le causan gracia algunas historietas de la última página. Enciende la radio en el estante de las botellas que nadie pide, reanuda el cigarrillo que había dejado a medias sobre un cenicero de lata y fuma sin nervios. Sigue el desfile de pies y coches chisporroteando al sol.

La muchachita parece un gorrión cerca de la pared. Habla, muy nerviosa, al auricular oculto por el pelo. Su presencia interrumpe el cartel anaranjado, no se escucha lo que dice. La que atiende vuelve a reírse. El hombre pasa su lengua por los labios, bajo un bigote espeso. Vuelve a echar soda en el vaso vacío. La toma de un trago.

Dos o tres policías se acercan, inventados por la luz de afuera, el bebedor no les da importancia, sus pies apoyan firmes sobre el piso. Los uniformados continúan su marcha. La mujer del mostrador echa la cabeza hacia atrás con alivio, se quita el pucho de los labios, apaga la brasa sobre la superficie triangular que dice Cinzano en los costados. El de corbata la imagina desnuda, las manos haciendo ese gesto antes de repetir el amor.

Interrumpen la ensoñación algunos patrulleros recortados por la puerta. El tipo los ve de reojo, como escritos en una letra de tango. Pasan de largo. A lo lejos un grito, pibes jugando. Deja las palmas quietas sobre la mesa con vaso y sifón, sabe que debería incorporarse, acercar sus pies a la espalda de la chica que ocupa el teléfono público, indicarle que lo necesita. Pero, en lo dulce de la penumbra, no mueve un músculo. Recostado en su ayer, sin saco, sin camisa ni corbata, descalzo, corre por la costa del Paraná con otra adolescente, que no coincide con la que sigue hablando en voz agazapada contra el viejo aparato. La toma de la mano, acercándose a la cintura fina. Tiene su frente fundida en un entrerriano sol de marzo, huele el perfume de pelo mojado y la besa como nunca más. Vibra de amor.

A una cuadra del bar frenan los patrulleros, bajan seis o siete personajes que nadie diría son milicos. Fachendosos, pelo larguísimo, ropa desordenada, pistolas en la cintura, se acercan a un comercio sin brillo. Los agentes de policía, que ya llegaron, esperan. Sus colegas abren a patadas las puertas del local, todo es más fácil cuando hay batida. Sorprendidas, tres personas con traje levantan las manos. Salen a los empujones, estampan sus figuras contra la pared, los palpan de armas, les quitan revólveres. Miran las baldosas vainilla, deben putear por dentro, aguantan los golpes de reglamento no escrito que les dan sin parar.

Finalmente, entre curiosos que aprovechan para llevarse algo del local asaltado, los meten en aquellos patrulleros del principio. Un morocho con cara llena de cicatrices echa a los mirones exhibiendo su arma, mira para allá, para acá, grita algo a los demás: busquen el auto, carajo. Se dispersan como cucarachas.

En el bar, la chica colgó el auricular pesado, se fue como al llegar, por el borde. La mujer tras el mostrador sigue leyendo pero ya no fuma. La radio persiste en su run run como la heladera.

El hombre solitario todavía está en otro tiempo, con su propio fantasma feliz. Abre los ojos con lástima y algo de sueño, se levanta. Dobla el saco en su brazo derecho. Los patrulleros se van alardeando sirenas. El hombre mira a la encargada, dice cuánto le debo, paga justo. Deja su mejor sonrisa antes de volver los zapatos hacia la puerta. Sale.

A un costado de las tiras metálicas que se agitan para dejarlo pasar, lo golpea el solazo y la imagen de aquella chica yéndose con su pelo suelto, sus pezones pequeños, sus vaqueros gastados. Sin mirar al policía que le pide los documentos, extiende la libreta de enrolamiento, la recibe de vuelta, reanuda la marcha cansina. Queda atrás un auto vacío contra el cordón y un leve trazo de humedad en el aire.