Letras
Meditaciones

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Hace meses alguien que conocía mi interés por las letras se acercó para contarme algo espectacular. Describió a un hombre que caía en un estado catatónico cada vez que leía algún texto literario. Lo dibujaba con los ojos en blanco y el rostro torcido; situaba su expresión entre lo admirable y delirante. No obstante aquello que me relataba me pareció muy extremo y enfermizo. Daba la impresión de que el estereotipo que todos teníamos en la mente sobre el lector límite se había apoderado de un cuerpo humano. Pero eso no podía ser. Ese acontecimiento era imposible —pensé. Y movido por ese razonamiento consideré la posibilidad de que aquella persona, que también era desconocida, estuviera burlándose de mí. Sin embargo, para mi sorpresa, el narrador continuó su relato añadiendo nuevos detalles. De alguna manera escupió una imagen atractiva de la persona a la que se refería: Santiago Biralbo. Poco a poco despertó un extraño interés por lo anecdótico de aquel extraño individuo. Debo reconocer que fui cambiando de opinión.

De todo lo que me dijo aquel hombre sobre Biralbo, recuerdo con especial interés una escena casi criptofilosófica: cuando Santiago se sentaba en el salón de su casa —me relató—, estaba perdido en su propio laberinto, disperso entre las líneas de algunos textos que leía. En ese derredor daba la misma importancia a los personajes, y a las historias, que a la misma realidad. Atendía, por lo tanto, con mucho más empeño a las necesidades de estos personajes que a las suyas propias. Hasta llegaba a susurrarles expresiones, como si le oyeran y con eso pudiera cambiar sus circunstancias. También hizo referencia, el desconocido, a otro rasgo esencial que me conmovió. En un momento aludió a las presentaciones literarias a las que acudía Biralbo como espectador. Por lo que decía, este individuo, se dejaba llevar por los sonidos y por las pausas de los escritores hasta que llegaba a un vacío trascendental. Entonces, cerraba los ojos y dejaba caer su cabeza hacia abajo. Las personas que estaban más próximas a su butaca le encontraban en un estado catatónico. Al principio se preocupaban pero cuando alguien les comentaba quién era retrocedían en sus actitudes y daban aquel acontecimiento como parte del evento literario. Le dejaban semiabandonado en el reconocimiento de su talante bohemio: un enfermo en mitad de un discurso literario o al revés.

Llegado el momento tuve que detener al narrador un instante. Todo lo dicho sobre Santiago fue llegando a la parte de mis emociones en las que vencía la nostalgia y la misericordia. Los rasgos principales comenzaban a agazaparse en mis sienes. Aquello me resultaba tan mágico, y tan excéntrico a la vez, que me devolvía a la infancia. Realmente, estaba ensimismado. Aquella extraña persona parecía extraída de una novela. Su existencia no pasaba desapercibida para cualquiera. Puede que por eso le pregunté si sabía de otra presentación literaria a la Santiago pudiese acudir. Éste me dijo que sí y —lógicamente— anoté el lugar y el día para tratar de conocerlo. No podía pasar mi vida sin saber al dedillo quién era ese hombre. De alguna manera me sentía responsable de su existencia. Desde que comencé mi andadura como escritor había tratado de conocer la conciencia de algunos de mis lectores. Tenía que hacerme con la de este individuo.

Y por supuesto, tras varias semanas, llegó aquel día. Lo recuerdo compuesto por una niebla sensible y melancólica, como la memoria de un niño a punto de llorar. Puedo evocar casi todos los detalles del momento: en primer lugar Alberto Malero, el escritor que presentaba su último libro, llegó al auditorio. Al entrar en la sala me sobrecogí. No supe por qué. De todas formas al verlo fui a felicitarlo. Tras ello me situé entre las butacas y esperé pacientemente la llegada de Santiago. El narrador me había dado una pequeña descripción física, para que no tuviera problemas al reconocerlo. Cuando apareció mi corazón dio un vuelco inesperado. Inmediatamente fijé toda mi atención en su comportamiento: venía cargado de satisfacción, por lo que dejaba entrever en el rostro. Para él aquel era el ejemplo de un día perfecto, supuse. Entonces se sentó. Se apoderó del reclinatorio pausadamente, estaba en la predisposición de vivir una experiencia trascendental. Poco después, comenzó la presentación. A partir de ahí y mientras que el discurso del escritor avanzaba, Biralbo, comenzaba a desdecirse de sí mismo hasta aproximarse a algún orgasmo intelectual. Se disgregaba en el derredor como si buscara alguna partícula poética. Daba la impresión de que consideraba la felicidad como una materia incluida en el conocimiento académico, independiente de los sentimientos. Era un religioso de las letras —sentencié—: su mente seguía el arte como el que buscaba a un Dios. Imaginé que esperaba entrar en ese cielo literario a través de la lectura. De alguna manera se había creado una filosofía hermética: amar a la literatura sobre todas las cosas, alabarla, no pronunciar el nombre de ella en vano, no matarla ni ofenderla, sobre todo no engañarla con otro tipo de arte menos puro. Su credo le permitía sentirse superior a otros seres humanos. Estaba seguro de que palabras como Lorca, Quevedo, Joyce y Chejov le protegían frente a cualquier adversidad y vulgaridad. Parecía que, constantemente, buscaba el éxtasis místico. Mientras yo le observaba, su esculpido estereotipo de lector se asemejaba al de un monje responsable y devoto de la palabra, a la espera de la salvación por los letrados de la tierra prometida. Conmovido por lo admirable y absurdo de todo lo que veía se me ocurrió acercarme para conocerlo. Y así lo hice. Éste me dio la mano en su vuelta a la realidad. Luego le propuse tomar un café en una cafetería de la ciudad, una bohemia que representara su estilo. Dijo que sí, por supuesto. Y al llegar allí, cerca del lugar donde se había producido la presentación, Santiago Biralbo sonrió. Traté de provocarlo para que hablara. No me costó ningún esfuerzo. Me dijo que siempre había considerado a la literatura como una música muda entre papeles blancos, una melodía inacabada. Creía que el lector debía terminar la melodía en su interior. No podía hacer otra cosa que reírme ante sus argumentos, pero tenía que mantener un mínimo de cortesía. Creo que fue entonces cuando le pregunté desde cuándo tenía esa visión de la literatura. Me respondió, rápidamente, que desde que conoció a Antonio Muñoz Molina. Entonces, y previendo que lo que me iba a decir era importante, abrí una pequeña libreta para anotar. Santiago Biralbo comenzó a relatar aquel encuentro. Yo escuchaba con absoluta frialdad y celo. No quería que se perdiera nada de su mensaje. Le oía con el detenimiento que se merecía. Desde luego colocaba a Muñoz Molina en un podio. Cuando terminó su discurso anunció que tenía prisa. Traté de retenerle pero fue imposible. Tuve que decirle adiós muy a mi pesar.

Al llegar a casa me cambié, rápidamente, de ropa, y me situé con destreza en mi estudio. Me senté frente al escritorio. En aquel momento, embelesado, leí las notas que había tomado. Estaba impaciente por rememorar lo vivido: [Nota 1:Santiago Biralbo había tenido una estrecha relación con el escritor. Tan grande era esa relación que Antonio Muñoz Molina había escrito sobre él. Lo había relatado en un libro llamado El invierno en Lisboa. En ese trabajo, Santiago era en un músico de jazz enamorado de una mujer llamada Lucrecia. Muñoz Molina lo disponía por las calles nocturnas y lúgubres de Lisboa, unido al nombre de otros personajes como Floro Bloom. En la oscuridad de aquella ciudad portuguesa Santiago parecía un fantasma imaginario.] [Nota 2: De repente he olvidado el rostro de Santiago. Se ha ido de mi mente sin más. Apenas ha desaparecido de mi vista, lo he borrado. No entiendo nada. Pero, extrañamente, tengo un ejemplar de El invierno en Lisboa entre mis cosas. El nombre de Biralbo está en casi todas las páginas.]

Al leer esto me sorprendí. Las palabras parecían extraños galimatías en el papel. Sin embargo aquella era mi letra. ¿Qué había pasado con el rostro de Biralbo? ¿Por qué lo había olvidado? Todo era absurdo. No obstante me armé de valor y traté de hacerle frente a Santiago, fuese quien fuese. Había conseguido exasperarme. Me parecía que aquella experiencia estaba como embrujada. Miré detenidamente la libreta otra vez: [Nota 3: Mañana tengo cita con mi psicoanalista, el miércoles con mi editor. Tengo que acabar el maldito libro en el que estoy trabajando. Me tiene obsesionado. Es una reflexión sobre los lectores. A veces tengo la sensación de haber perdido la cabeza. Lo único que tengo claro es que, como lector, soy un producto de la época burguesa anterior a la mía, que la felicidad está sujeta a los títulos académicos, que los besos en la boca provienen del cine y que el amor se encuentra como metáfora en los poemas. No obstante, el libro es una hermosa obra de arte. A pesar de lo absurdo de la liturgia literaria, de la religiosidad de sus actos, y de la falsedad de las relaciones humanas que lo frecuentan, es una resistencia humanista ante otras formas artísticas más actuales. Es capaz de conectar en mayor grado al creador y al espectador. La sinceridad entre uno y el otro está más sujeta y firme. Precisamente por eso, por la sinceridad, engancha. A pesar de todos los sacerdotes, mesías, locos, borrachos y anticristos literarios, la literatura es una actitud honrada ante la vida.] [Nota 4: Mi psicoanalista me dijo que dejara de hablarle a los personajes de los libros que leía, sobre todo si era para documentarme por mi libro crítico sobre los lectores. Me repitió que dejara de hacerlo en público. Una esquizofrenia de este tamaño podría destruir mi reputación. Si de alguna manera iba a convivir con ciertos engendros en mi conciencia debía hacerlo de manera privada, como si fuesen miembros de mi propia familia. Por supuesto debía pedirles que se marcharan, antes de que éstos llamaran a más personajes. De la misma manera tenía que dejar de inventar situaciones en las que conocía a gente con la que hablaba sobre mis personajes. Eso me dijo el doctor.]

Al terminar la lectura cerré la libreta con un golpe seco. No quería aceptar que todo era fruto de mi imaginación. Lamenté no haberme dado cuenta de mi autoengaño. No podía entender que tanto Santiago como el hombre que me condujo a él eran fantasmas propios. Casi no quería digerir el ridículo que había hecho mientras mis conocidos me vieron hablar solo en aquella cafetería. Aún triste, miré a mi alrededor. Entonces fui en busca de mi sofá preferido. Me encontraba en el salón de mi casa, perdido en mi laberinto... Estaba rodeado de los cientos de libros que había adquirido tras muchos años de lectura. Eso me había animado a escribir. En ese derredor, creo que por inercia cogí un libro. Se trataba de El invierno en Lisboa. En ese instante tuve una reflexión sobre las consecuencias que estaba sufriendo al documentarme sobre mi libro: “Como sigua conversando con los personajes de las novelas terminaré siendo un escritor de best-seller”. Eso me sobrecogió. Dejó la perplejidad muy cerca de mí.