Letras
Lo inesperado

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Sucedió un sábado, como cualquier otro sábado: cuando me levanto tarde, pues es ya costumbre ir todos los viernes con los amigos a un bar y desvelarme. Además los sábados los dedico a la holganza total. En fin, no tengo nada planeado para ese día. Así son todos los sábados. Aquel sábado, hace ocho días, me despertó el timbre del teléfono al mediodía y al contestar escuché la voz de mi vecino. Me invitaba por la noche a tomar un café para que conociera a la nueva vecina, que, supuestamente, estaba interesada en mí. También él me recriminaba mi ausencia al café por dos semanas. Acepté la invitación por pura curiosidad, ya que a la nueva vecina no la conocía ni de vista. Y pasé el resto del día oyendo música “new age”, leyendo el periódico y preparando algo para comer.

Llegué al café a la hora indicada, tal vez cinco minutos antes de las nueve. Saludé a la mesera de siempre (flaca y nerviosa) y me sirvió una taza de café, mientras me hablaba rápidamente de los despidos de la compañía de luz y de los apagones, casi diarios, que duraban horas en la colonia. Y la charla que ella había empezado terminó abruptamente, pues otro comensal (regordete y bigotudo) la llamaba con demasiada insistencia y eso hizo que me fijara en él y ella corrió a su mesa. Y recordé que precisamente por evitar las charlas interminables de la mesera, había dejado de ir al café hace dos semanas.

Mi vecino entró con la nueva vecina que vestía una chamarra verde y que traía un collar de madera de colores que sobresalía entre su chamarra. Y en el momento que se sentaba a la mesa se fue la luz. Por suerte había luna llena y alumbraba el lugar. Mi vecino nos presentó, me guiñó un ojo y se retiró argumentando que tenía un imprevisto en su casa y que si no lo veía podría inundarse. Me reí por su ocurrencia y quedamos en silencio, a oscuras, no sé cuánto tiempo, ella y yo. Sé que escribes, quiero que escribas sobre mi muerte —dijo, de repente. Enseguida sacó de su bolsa una botellita y se la bebió. Cayó al piso. Asustado grité a la mesera que viniera. Y recibí como respuesta, a gritos desde la cocina: “¡No encuentro las velas, mi marido las cambió de lugar; como los demás ponga el dinero del café sobre la mesa, así lo acordamos desde que empezaron los apagones, después lo recojo!”. Miré alrededor y no había nadie. Como siempre era el último en irme del restaurante. Pensé que, tal vez, los dos o tres comensales de siempre no se habían fijado en ella, en su llegada a mi mesa, pues se había ido la luz casi a su llegada. Y por miedo a que me involucraran de alguna forma con su muerte: la levanté y la llevé al lugar donde se había sentado el tipo (gordo bigotón) que había llamado a la mesera con gran insistencia y ahí la dejé sentada e inclinada sobre la mesa, como si durmiera. De regreso a la casa encontré a mi vecino exprimiendo un trapo; le comenté que ella se había ido del café pretextando cierta preocupación por el incidente de la inundación que él tenía en su casa. Él, incrédulo y con una sonrisa desdibujada, sólo atinó a decir: ya sabes, así son algunas mujeres y eso que tú le interesas mucho.

Al otro día vi en las noticias, en la televisión, la foto del comensal (gordo, bigotón) que había llamado con insistencia a la mesera. El reportero lo acusaba de envenenar a una chica que llevaba un gran collar de colores. Y decía que ya están en su búsqueda porque encontraron una agenda con direcciones tirada bajo la mesa donde estaba la mujer muerta. Y un sábado después, por la tarde, vi la puerta del departamento de mi vecino abierta, me asomé y vi que ya no había nada, ni un solo mueble, me imaginé que mi vecino se había marchado sin despedirse de nadie, tal vez tuvo miedo, como yo, que lo involucraran con la muerte de ella.