Letras
Para toda la vida

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Uno, dos, tres escalones, a la derecha. Para toda la vida. Cuarta puerta, me la abre. Pasa. Gracias, contesto sin mirarlo. Para toda la vida.

El Licenciado los recibirá en unos instantes. Gracias, le dice con esa voz ronca, llena de una cortesía implacable. Gracias, pasa, de nada, palabras huecas que él avienta sin pensar. Espera, Celeste, me pedía al estacionar el coche, yo aguardaba a que Esteban saliera y llegara para abrirme la puerta. Extendía la mano, me ayudaba a bajar y caminábamos en silencio. Igual que hoy.

Me siento en uno de los sillones de la sala de espera, cruzo la pierna y estiro el cuello. Procuro no voltearlo a ver para intentar que mis ojos no delaten la duda que me envuelve. ¿Estaré haciendo lo correcto?

Para toda la vida. Agito la cabeza para impedirle a mi mente repetir la frase, para evitar escucharme, escucharlo. Voy por un café. Asiento en señal de que le escuché; no quiso saber si quería uno.

Observo el reloj en mi brazo izquierdo y noto la ausencia de la sortija. Llevo meses sin usarla. Fue el inicio del desprendimiento, de nuestra separación física al menos, quizá un poco la emocional, pero sólo un poco, más bien la física, esa sí. ¿Ya no llevas el anillo?, preguntó un día, levantando un poco la ceja derecha; ese gesto que me parecía atractivo y ahora me resulta tan irritante. ¿Apenas te das cuenta?, respondí con ironía. Me miró, pero sólo respondió con ese silencio incómodo, deliberado; el silencio que nace entre dos personas que saben que después de dos preguntas entrarán en pelea. Irritante, pero no sorprendente. Su estrategia consiste en la ausencia misma de las palabras.

El Licenciado los recibirá en unos instantes, anuncia de nuevo la secretaria; advierto cómo sus dedos golpean más de lo necesario el teclado de la computadora, con la fuerza de quien está acostumbrado a utilizar máquina de escribir antigua y de pronto se encuentra frente a la cómoda modernidad y no logra ajustarse a ella.

Esteban regresa y lo miro de reojo.

Alto, bronceado, viste un impecable traje negro. Siempre negro. Yo solía burlarme de él por llevar a diario traje oscuro; esa sobriedad se veía alterada sólo por el color de la corbata que eligiera. Para escogerla, toma en cuenta la estación del año, la hora, la razón y el lugar al que se dirige. Hoy es guinda.

Trato de descifrar el motivo para que utilice ese color. Reprimo el impulso de preguntarle. Ya no me importa saberlo, únicamente quiero que el Licenciado se dé prisa, necesito que todo se acelere y termine cuanto antes. Antes de que algo suceda y no lo haga. Antes de que él cambie de opinión.

Empiezo a mover el pie de la pierna cruzada. ¿Puedes dejar de mover el pie?, me pide. No, le respondo. Más por terquedad que por necesidad. He decidido hacer lo que yo quiera, por primera vez, aunque sólo se trate de mover mi pie derecho. Tengo el presentimiento de que si desisto en algo, en lo que sea, claudicaré en todo. Llevo la mano a mi cabello. Debería habérmelo recogido.

El Licenciado los recibirá en unos minutos, afirma la secretaria sin voltearnos a ver; somos los únicos en la elegante sala de espera. Nos rodea un olor a madera recién cortada, el olor que dejan los carpinteros al llevar los muebles encargados. El aroma de mis primeros días de casada.

Enderezo aun más la espalda, desdoblo la pierna para cruzar la otra y, al hacerlo, rozo la suya. Gira la cara y se queda mirándome un rato. Le sostengo la mirada por un segundo, él levanta la ceja de nuevo y regresa la vista hacia el frente. Observo su perfil de nariz altanera, de mirada profunda y transparente. El color gris de sus ojos parece desaparecer cuando se le observa de perfil; como si su iris se hubiera escapado a ver algo y ese algo se encontrara lejos.

Me concentro en la secretaria de nuevo; ella continúa enfrascada en su teclado, moviendo los dedos con rapidez y provocando un ruido sordo al teclear cada una de las letras.

Pasen, el Licenciado los espera.

Esteban se levanta primero y me tiende la mano. Coloco la mía en la suya sin pensarlo. Celeste, ¿esto quieres? Dudo un segundo, pero no le contesto. Levanto la cara y camino de su brazo hacia una elegante puerta de roble.

Por última vez.