Letras
Misterio

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Cuando esa palmada violenta se estrelló en la mejilla del pobre incauto, comprendí el significado de la palabra catarsis. No es que entendiera el concepto de manera racional. De hecho, al principio la situación fue muy confusa para mí. ¿Por qué sentí que de golpe me quitaron un peso de encima? ¿Cómo me llené de ese vacío tan confortable al ver una escena tan absurda? Porque vamos a estar claros, hasta el sol de hoy nadie sabe por qué ella disparó esa bofetada. Nadie sabe cuál pudo ser la falta de su compañero. A fin de cuentas, era sólo un extraño colocado al frente por las circunstancias.

Todos estábamos haciendo lo mismo; nos habíamos dividido en pares y, mientras uno leía el guión, el otro, simplemente, seguía las instrucciones para relajarse. Terminado el ejercicio, el que recibía la visualización debía contar cómo le había ido. Pero algo terminó mal en esa pareja. Él dijo ahora, a tu ritmo, abrirás los ojos y te irás incorporando y ella, sin previo, sacudió su brazo y descargó ese latigazo de mano que le volteó la cara al pobre y que, a mí, me lanzó a otro mundo. Por un instante fui bañado con agua fresca, purificado y redimido de mis pecados. Un relámpago iluminó la noche oscura de mi alma y pude verla como una ciudad dorada llena de esplendor.

Por supuesto, nos quedamos en el sitio. Literalmente. Antes de que alguien reaccionara, ella dejó el salón y desapareció para siempre. Su indignación parecía estar a la altura de un agarrón de nalgas, un piropo lascivo, o por lo menos uno de esos gestos impropios que pueden hacerse con la lengua. Pero no, ¡no había pasado nada! Sólo un par de extraños aprendiendo en grupo técnicas para controlar el estrés.

Todos se recuperaron del shock inicial. Sin embargo, yo me quedé en esa especie de limbo, no por haber hecho la visualización —yo hacía de facilitador— sino por haber presenciado ese momento fugaz e inolvidable, el de la cachetada o, más bien, el de sus efectos en mi mente. La entrenadora salió a ver si alcanzaba a la, en apariencia, agraviada. Nada. Habría corrido para dejar el edificio. Se habría mudado de domicilio, pues no respondió las llamadas telefónicas que luego haría la asistente de la doctora. Habría desaparecido o, peor aun, quizás nunca habría existido, a decir de los correos electrónicos que no podían ser entregados por referirse a una dirección inexistente. Definitivamente, esa mujer dejó su huella en esa escuela.

¿Qué pasó? ¿Vería algo perturbador en su mundo interno? ¿Sentiría algo extraño que atribuyó a la persona que la guiaba? ¿Aun así, por qué irse sin confrontar al supuesto agresor, sin denunciarlo ante el grupo por lo menos? ¿Por qué no reclamar el reembolso de su dinero? ¿Por qué no esto o lo otro? ¿Por qué una respuesta como esa, la de ella (y la mía)?

Pensaron que yo era el más afectado, incluso más que aquel de la mejilla roja y ligeramente inflamada. Ellos mostraban desconcierto y yo, estupefacción. Ellos se miraban entre sí; yo estaba petrificado. Ellos preguntaban, intuían; yo no podía articular palabra. El salón quedó cargado con una furia que a mí me resultó liberadora, ahora que lo pienso. No pudimos continuar la clase. La profesora se excusó, intentó retomar el ritmo. Era imposible. Entre los murmullos de los asistentes, dejamos el sitio.

Creo que hice lo mismo que la mujer relámpago. Salí corriendo, más que todo para alejarme de los demás estudiantes. Si bien no podía decir lo que me pasaba, me sentía ligero, quería volar. El viento me daba en la cara y yo imaginaba que en cualquier momento sería arrancado de la acera, para flotar libremente entre los edificios, como la hoja de un árbol o un pedazo de papel; como una bolsa plástica... ¡no!... ¡como un cometa multicolor!

La vibración de mi cuerpo siguió durante varios días, de manera que la siguiente sesión de terapia la ocupé por completo en el asunto. De manera habitual, el Dr. Charlita me esperaba. Lentes y barba inexpresiva, su cabeza hacía un gesto que indicaba que podía recostarme en el diván. Allí me había retorcido, angustiado y mortificado por lo que me pasaba; por lo que me habían hecho mis padres, mis amigos, mis novias, mi jefe y mis compañeros de trabajo, incluso yo mismo. En mis momentos paroxísticos hasta el Dr. Charlita había llevado palo. En uno de mis ataques de furia le dije que lo mejor era que cambiara de profesión porque a mí su ayuda, la verdad, no me estaba ayudando en nada; que era insólito que le pagara a alguien que no decía mayor cosa acerca de mis problemas; que por lo menos debía cambiarse el apellido para no confundir a las personas. Ni eso hizo que cambiara su actitud impasible. Su estilo era detestable. Sólo una frase lapidaria por consulta, dos a lo sumo, rematada por el corte abrupto: se acabó el tiempo, nos vemos la próxima sesión. ¡Consulta! Ni yo lo consultaba ni él me respondía. ¿Por qué seguía asistiendo tres veces por semana a dejarle ese dineral?

Esta vez no importaba. Mi foco estaba en las sensaciones de mi cuerpo, y mi atención se desplazaba del incidente reciente a ciertas memorias del pasado. Ya no me importaba si el pesado del Dr. Charlita se quedaba callado, si pensaba en lo que debía comprar en la farmacia de vuelta a su casa o si, simplemente, se dormía (¡juro que al menos una vez hasta roncó en mi presencia!). Era mi tiempo, mi espacio, y yo hablaba solo para mí:

Cuando era adolescente hacía cosas absurdas. Recuerdo que iba a un centro comercial que estaba de moda. Siempre estaba pelando, por eso caminaba. Siempre caminaba... Para llegar al centro comercial había una ruta larga que yo nunca tomaba. Prefería tomar la vía corta y cruzar la autopista. ¡Qué loco! Caminaba por el puente que venía de la avenida principal y caía en una especie de isla que separaba la vía rápida de la salida que daba al centro comercial. Luego tenía que esperar un rato y correr para que no me aplastara algún camión. No había acera. Así que caminaba por la orilla del puente. A veces pensé en montarme en la baranda de concreto, para evitar a los carros, pero también para hacer equilibrio. Por cierto, de ahí se lanzó esta mujer hace unos años ¿quién era?... Ah, sí, Janet Kelly.

Yo también pensé en hacer lo mismo. Mucho antes, por supuesto. A veces me quedaba en el medio del puente mirando los carros que pasaban debajo. Creo que mi vida era bastante aburrida. Me quedaba en el medio, viendo el tráfico, y pensando en alguna forma en la que mi muerte fuese inolvidable. Ahora que recuerdo, pasaba mucho tiempo en ese puente. No era sólo para ir al centro comercial a no hacer nada, sino para tomarme un descanso del mundo; ver las luces del atardecer sobre los autos y pensar en un suicidio que tuviese el efecto de una bomba atómica. Lo raro es que nunca me detuvo la policía. No allí en todo caso. Me paraban en Las Mercedes, Chacaíto o Bellas Artes, sólo por caminar. ¡Ciudadano, permítame su documento de identificación! ¡Tombos idiotas! Nunca me pararon por deambular o cantar en medio de ese puente a la altura de Altamira. Qué loco, ¿no? Caracas como que es más absurda que yo.

Pero bueno, como puede constatar, nunca me lancé. Creo que porque nunca encontré un modo original de hacerlo, de dejar una marca indeleble en la memoria colectiva de este país de mierda. Lo más cercano que estuve fue en mi cabeza, imaginando que venía un transporte escolar durante la hora pico, que yo caía a toda velocidad sobre el parabrisas, que el chofer perdía el control, el auto se volteaba y creaba un choque múltiple bastante aparatoso, trancando la ciudad por horas. ¡Qué loco! Había olvidado esta parte de la historia.

¿Y por qué estoy hablando de esto? No sé. Creo que esta ha sido la única época de mi vida en la que pensé en matarme en serio.

¡Exacto! Dijo el Dr. Charlita. Sin alcanzar la altura de aquella cachetada gratuita, su intervención me sacó de la atmósfera tranquila en la que me encontraba. ¿Por qué usted está hablando de eso? Y sin darme tiempo ni siquiera de pensar en una posible respuesta, dijo su tercera y última frase del día: “se acabó el tiempo, nos vemos la próxima sesión”. ¡Perro! —dije para mí. Juro que no vengo a la próxima sesión. A ver cómo paga la siguiente cuota del yate que sus pacientes le estamos financiando.

Sabía que era mentira. Volvería. Siempre volvía. Me había vuelto adicto a ese diván, a esa mirada invisible que sentía sobre mi cabeza y, sobre todo, a esas frases enigmáticas que resultaban como las aspas invisibles de una batidora para mentes. El inmamable Dr. Charlita lo había logrado de nuevo. La acentuación era obvia ¡usted!, ¡eso!... ¿Por qué usted está hablando de eso?... ¿Y qué coño se yo por qué estoy hablando de eso? ¡No-me-im-por-ta! Peleaba yo en mi cabeza con el psicoanalista. La mujer le pegó una cachetada insólita a un desconocido y yo me siento muy bien. Eso es lo que importa, ¿no? Continuaba yo en mi sesión imaginaria.

A dos cuadras estaba la parada y a lo lejos venía el autobús. Apuré el paso, sintiendo de nuevo que el aire era capaz de elevarme, de sacarme de la tierra y disolverme en un polvo fino que caería directo en los ojos de la gente, haciéndolos parpadear hasta la irritación, obligándolos a ir al oftalmólogo lo más pronto posible.