Sala de ensayo
Aura: ¿reinvención del pasado?

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Carlos Fuentes
Carlos Fuentes. Fotografía de Sophie Bassouls (1973).

Desde los años 60, la novela latinoamericana ha desarrollado la idea del relato literario como recreador de la memoria histórica. A diferencia de la historiografía clásica que sólo consigna hechos, fechas y nombres, la literatura de Carlos Fuentes nos ofrece lo más próximo a la historia viva de una parte fundamental de nuestro pasado, presente y futuro.

Fuentes afirma que la función del escritor es reinventar el pasado por medio de la imaginación, expresando lo que no se ha dicho por el discurso oficial, revelando la realidad oculta de la conciencia de la sociedad.

Integrada en el complejo marco de la narrativa latinoamericana actual, la obra de Fuentes se ha ido consolidando con el paso de los años como memoria histórico-cultural.

Aura (1962) es una obra que, a pesar de su brevedad, tiene la capacidad de confundir al lector y de hacerlo descubrir, al mismo tiempo, modos de ver la existencia que no se habrían podido explicar de otra manera.

Otro aspecto muy importante es, asimismo, la habilidad con la que Fuentes maneja la intertextualidad pese a su corta extensión. Aura se presenta como un palimpsesto, manuscrito que conserva los rastros de los textos anteriores. En el ensayo “Como escribí uno de mis libros” Fuentes revela que fueron cuatro las influencias básicas que definieron la temática de Aura: una conversación con Luis Buñuel, la lectura de Quevedo, el reencuentro que tuvo con una muchacha mexicana que había conocido en su infancia y una película japonesa de Kenji Mizoguchi, Cuentos de la luna pálida, que trata sobre de la búsqueda mágica y absoluta de la felicidad.

Por medio del manejo de lo fantástico, del realismo simbólico, del erotismo y de la creación de una atmósfera lúgubre y exquisita, la obra consigue llegar al análisis de la existencia de todo ser humano, a través de la revelación de uno de los miedos más grandes que han afectado a la humanidad: la decadencia y la muerte.

Aura, quizás el libro más representativo del escritor, constituye un proceso de reencuentro con la historia. El protagonista, Felipe Montero, un historiador de 27 años, se desplaza desde un espacio exterior y periférico, en el que prevalecen las apariencias superficiales y las máscaras —el de la moderna Ciudad de México, cotidiana, enajenante—, hacia otro espacio interior y central, en el que supuestamente descubre una realidad esencial —la Ciudad de México colonial, histórica, representada por la calle Donceles con el número 815— en la que se encuentra la casa de Consuelo.

Sin embargo, si leemos la novela de acuerdo a su propuesta simbólica, este reencuentro se traduce en una regresión en la que el pasado, encarnado por la anciana Consuelo, la bruja, se apodera del presente, representado por el joven historiador.

Pero ni los encantamientos de Consuelo ni la juventud de Felipe son suficientes para revitalizar una situación en la que el pasado, emplazado por el presente, termina por apoderarse de éste último hasta identificarse con él.

La narración de Fuentes devela, poco a poco, la identidad encubierta de ese personaje trasgresor de todo orden que es la hechicera, la maga, la bruja. La desdobla para mostrar sus encarnaciones, desde la antigua diosa caída hasta la consorte demoníaca.

La imagen de la bruja metaforiza en la novela las contradicciones de la memoria histórica latinoamericana, especialmente el estancamiento que le produce su incapacidad de introspección.

Como personaje literario, la bruja recupera su carga simbólica para representar a la mujer tabú, a la faceta femenina más oscura. Es la encarnación de los miedos masculinos; personifica otra dimensión del mundo, el origen caótico de cuanto existe.

En la literatura mexicana, la imagen de la bruja se bifurca en una multiplicidad de imágenes: la nana sabia, la nahuala, la curandera del pueblo, la joven y seductora hechicera.

Autores como Carlos Fuentes, Elena Garro, Laura Esquivel y Sandra Becerril han colocado a la bruja como protagonista de sus novelas y cuentos. Sin embargo, Fuentes se destaca del resto por incluir a la bruja como eje transversal de su obra y como símbolo del eterno ciclo de la vida y la muerte. Las brujas y las hechiceras de Fuentes son el producto de considerables premisas psicológicas, filosóficas y literarias, premisas que se resumen en Aura.

La mujer está siempre presente en la literatura de Fuentes y por lo general es la fuerza desencadenante de muchas de sus obras.

Aura es la reelaboración de la bruja arquetípica, es la encarnación de la bruja de Jules Michelet en su Historia del satanismo y la brujería, es la mujer que por malas artes llega a conocer los secretos de la naturaleza y ser todopoderosa frente al tiempo y a las leyes naturales.

El nombre de Consuelo atrae este valor del arquetipo: el de la mujer sabia, conocedora de las hierbas naturales, que da alivio a los seres que sufren abandono en un mundo en el que las relaciones humanas fundamentales están destruidas. Sin embargo, en su caso, esta característica está invertida, como fruto de las contradicciones que manifiesta como personaje y símbolo: decadente, astuta y maliciosa.

La historia está narrada desde el punto de vista masculino. Desde el punto de vista de Felipe Montero, los lectores observan y reconocen en Consuelo/Aura a la bruja. Montero no las califica nunca como tal, pero las descripciones que ofrece de ambas permiten inferir su condición de mujeres mágicas.

Otro indicio es el epígrafe de Michelet, tomado de su obra La bruja, que abre la novela. El epígrafe señala una distinción natural entre los dos sexos, y el poder de la mujer como fuerza originadora y preservadora del destino de la humanidad:

El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer.

Jules Michelet
(Fuentes, Aura, 1962).

Aquí queda claro cómo el hombre caza y lucha y se enfrenta a la naturaleza, es un ser terrenal. Por su parte la mujer es un ser de un mundo abstracto: sueña, es madre de la fantasía, de los dioses. Es un ser de aire, etéreo (posee alas) y tiene la capacidad de dar vida, de crear.

Este poder femenino, relacionado con la imaginación, el destino y lo sobrenatural, es el principal atributo de la bruja. En su estudio, el propio Michelet afirma que “la mujer nace ya hada” (2004:29), que el amor la convierte en maga y que “la bruja invoca, conjura y actúa sobre el destino (...) crea el porvenir” (2004:30). Justamente estas particularidades definen a Consuelo y a Aura en el relato.

“Aura”, de Carlos FuentesPara crear a sus personajes “brujiles”, Fuentes se basa en la antigua mitología pagana y en diosas relacionadas con la magia natural. Consuelo y Aura son la reinterpretación literaria de dos facetas de la trinidad divina femenina: Hécate, diosa de la hechicería y reina de los fantasmas. Hécate representa las tres caras de la luna y cada una de ellas representa a la Mujer en diferentes aspectos: la anciana Selene en el cielo, Artemisa, la experta cazadora, en la tierra, y Perséfone, la doncella, en el inframundo. De manera que Hécate representa la vejez, el invierno, la soledad y la sabiduría de los misterios vinculados con la oscuridad y el más allá, y está asociada al ciclo de la muerte y la regeneración.

Como Hécate, Consuelo conoce los secretos de la existencia, las cosas ocultas, tiene gran conocimiento de la herbolaria y de las plantas alucinógenas como la belladona, la cicuta, la mandrágora, el acónito y la adormidera.

Por su caracterización, Consuelo corresponde al modelo de la bruja. Según Susana Castellanos de Zubiría es la “racionalización cristiana de la imagen de la ancestral diosa-hechicera” (2009:186), posee un conocimiento y poder que transgrede el orden establecido, que se enfrenta con el poder masculino y finalmente termina por subyugar al varón, en este caso, trasciende el tiempo y vence la voluntad y cordura de Felipe Montero.

Como bruja, Consuelo escapa a todo intento de razonamiento efectuado por el joven historiador. Sus prácticas, sus rituales y su forma de actuar lo desconciertan. Desde la perspectiva de Montero, la señora Consuelo está loca; es una mujer perversa, posesiva y manipuladora.

En efecto, Consuelo controla mentalmente a Felipe y a Aura, domina la dimensión fantástica que es su casa, manipula las leyes naturales con su conocimiento herbolario y trastoca el tiempo con la sobreposición del pasado en el presente.

Consuelo excede los límites de la linealidad temporal, domina el tiempo cíclico, el del eterno retorno y el mito. El gran triunfo del poder de Consuelo y sus hechizos es lograr el regreso, hacer volver su propia juventud al amado, y en este sentido la obra relata cómo la bruja cumple su promesa de convocar al pasado cíclicamente.

Consuelo pone de manifiesto otras características de la figura de la bruja: vive sola, marginada del transcurrir del tiempo y de la sociedad acompañada de una coneja, Saga, especie de espíritu totémico y protector. Las liebres y los conejos son animales compañeros de Hécate, reina de las hechiceras y diosa que alimenta la juventud. Por su asociación con esta diosa, la coneja simboliza la renovación cíclica de la vida, el renacimiento del ser. Asociado con la luna es símbolo de fertilidad.

El nombre de Saga tiene varias interpretaciones: por un lado, podemos considerar que viene del francés sage, que significa sabio o sabia. En la antigüedad a las brujas se les consideraba mujeres sabias, de manera que podemos pensar que Fuentes hace esta relación; por otro lado, saga implica una continuidad, seguimiento y preservación de la historia de un clan, de una familia.

Proyección de los deseos y la imagen juvenil de Consuelo, Aura atrae hipnóticamente a Felipe y lo inicia en los secretos ocultos del tiempo y de una pasión que trasciende la muerte.

El personaje de Aura es equiparable con la “doncella”, el aspecto más joven y seductor de la diosa. Su estación es la primavera, donde se reinicia el ciclo vital. Como la “doncella”, Aura manifiesta la juventud, la belleza, la sensualidad y el amor, es la hechicera dueña de excepcional hermosura, esencia de lo femenino que suele vinculársele con el arquetipo junguiano del ánima o figura femenina correspondiente al principio del Eros y de la vida.

La caracterización de Aura como hechicera inicia con su nombre: aura tiene varias acepciones: luz, halo, cuerpo energético superior al plano físico, sensación que precede a una crisis de epilepsia y ave rapaz, zopilote de plumaje verdinegro.

Asimismo existe una analogía entre Aura y la coneja Saga que refuerza las características simbólicas del animal y las traslada a la figura de Aura. Por ejemplo en el pasaje donde Felipe Montero está hablando por primera vez con Consuelo y ella repentinamente grita:

—Saga. Saga. ¿dónde estás? Ici, Saga...

—¿Quién?

—Mi compañía.

—¿El conejo?

—Sí, volverá.

(Aura: 27).

Y un poco después la anciana retoma el tema y dice:

—Le dije que regresaría...

—¿Quién?

—Aura. Mi compañera. Mi sobrina...

(Aura: 27).

El verde es el color característico de Aura —es tan verde como la belladona que crece en el jardín—, incluso será un signo presente en la casa, útero simbólico en el que fue concebida la muchacha. En la teoría del color, el verde es un tono femenino relacionado con la naturaleza, fertilidad e inmortalidad; dentro de la representación de la complementariedad de los sexos: el rojo es un color macho y el verde un color hembra. Otro signo significativo en su simbología no es sólo que representa la esperanza, su connotación más conocida, sino que es sinónimo de fuerza y longevidad. Es el color de la inmortalidad, que simbolizan universalmente los ramos verdes.

También el color verde es parte importante en el mundo de la sicología y de la psiquis humana y representa: el regreso al útero; en su tonalidad más oscura también representa la muerte. En el esoterismo, el verde de las auras indica encanto, sanación y videncia. Este color remite a los rasgos de la hechicera, la primera mujer mágica que realiza lo extraordinario, la que pervive pese al tiempo.

El color verde es el color de Aura: sus ojos son la materialización del hechizo verde de las plantas que utiliza la viuda para preparar sus filtros mágicos, siempre viste de tafeta verde, además, el verde irrumpe en otros espacios: la casa llena de musgo, plantas y limosidades, los tapices y las alfombras verde olivo, los ojos y la bata de la vieja Consuelo.

Como las hechiceras antiguas, Aura es pasional y voluptuosa y tiene el don de llevar a los hombres al límite de su existencia exacerbando su vitalidad sexual.

Así tenemos la escena de Aura con el macho cabrío, que es degollado en la cocina de la casa y que, además de ser un acto ritual, tiene connotaciones simbólicas:

La encuentras en la cocina, sí, en el momento en que degüella un macho cabrío: el vapor que surge del cuello abierto, el olor a sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te dan náuseas: detrás de esa imagen, se pierde la de una Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su labor de carnicero.

(Aura: 27).

A Felipe le repugna esta escena pues ve a Aura despojada de toda la belleza y la fragilidad que él ha apreciado en otras ocasiones, y lo obliga a retirarse, refugiarse en su cuarto, como si de manera implícita este acto de sangriento lo identificara con el macho cabrío.

La tragedia, palabra derivada del griego “tragos”, que significa macho cabrío y de “oda”, que significa canto, tuvo su origen en Grecia, como ceremonia en honor de Dionisio, en la cual se sacrificaba un macho cabrío y se cantaba y danzaba, mientras el corifeo recitaba unos versos. Por lo tanto, el macho cabrío es un animal trágico. En la novela el macho cabrío representa el mundo de la masculinidad que se degüella.

Este animal, como el conejo, está también relacionado y consagrado a Afrodita en cuanto a animal de naturaleza ardiente y prolífica, de manera que simboliza la fuerza del impulso vital, a la vez generoso y fácilmente corruptible.

Lo que llama la atención de estos animales simbólicos que aparecen en el relato es, por una parte, su relación con la fertilidad, con la vida y la juventud, recalcándose esta necesidad de no envejecer, de no dejar de ser útil, como si con ello se dejara de existir, y por otra parte, la insistencia de fertilizar, de exaltar las capacidades reproductoras y sexuales de los personajes.

Hay otro aspecto del texto que nos parece muy importante: la mención de los rituales. Un ritual es, en su sentido más estricto, un acto que se repite para rescatar una acción cuyo momento de creación u origen no queremos que desvanezca. Como señala Octavio Paz en El laberinto de la soledad, el rito es el eterno retorno, no hay regreso de los tiempos sin rito, sin encarnación y manifestación de la fecha sagrada. Sin rito no hay regreso. En la novela la rutina de las acciones que se repiten muchas veces de manera sistemática en el texto, llegan a convertirse en rituales, como la cena de riñones, tomates y vino que simboliza la vitalidad y el instinto sexual, los cuatro cubiertos que están siempre en la mesa que representa la reencarnación, el toque de campana para llamar a Felipe, y los ritos de preparación, comunión y consagración, que se presentan erotizados y distorsionados:

Te quitarás los zapatos, los calcetines, y acariciará tus pies desnudos.

Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano... tienes la bata vacía entre las manos.

(Aura: 42).

Fuentes relaciona la figura de Felipe con la de Cristo ya que Aura le lava los pies, como en la tradición judeocristiana Magdalena lo hizo con Cristo como símbolo de humildad, amor y entrega.

Después viene el acto sexual que se convierte en un paralelismo transgresor del rito de la consagración y de la comunión:

Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.

(Aura: 42).

Esta unión erótica establece la analogía entre la consagración de la revelación divina y la profanación, definiendo, así, el destino de los personajes.

En la obra se percibe esa insistencia en el eterno retorno. La rueda del tiempo, al girar, permite acceder a la recuperación de las estructuras psíquicas contenidas para reintegrarlas en un presente que es también un pasado.

Aura se presenta como una personificación de representaciones de una sociedad conservadora, estática y anquilosada.

Aura es una obra enigmática, una obra que, en su brevedad, tiene la capacidad de confundir, de sugerir, de hacer descubrir un mundo fantástico lleno de símbolos lúgubres, de introducirnos a una atmósfera fúnebre y exquisita donde el erotismo es símbolo de la vitalidad, donde se intenta vencer a la muerte y su decadencia a través de la pasión amorosa.

Cecilia Eudave explica que a través de la carga simbólica de los personajes se manifiesta que una de las temáticas de la novela gira en torno a la necesidad de perpetuarse para no dejar de ser lo que se fue. En la obra se observa una insistencia en la inmovilidad de las cosas y del tiempo; lo externo, lo masculino, progresa en un caos indiferenciado y agresivo mientras que la casa, lo interno, el universo femenino, se convierte en espacio para la conservación del pasado, para la permanencia de la historia, es el espacio adecuado para rescatar la identidad, el lugar del origen.

Quiero terminar con una frase de Jorge Volpi:

Aura resulta inevitablemente incómoda. Sesenta y dos páginas perfectas. Y hay quien se lo echa en cara.

 

Bibliografía

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