Letras
Sí, pero nomás la puntita

Comparte este contenido con tus amigos

Tragó saliva, respiró profundo y traspasó la puerta, su primera vez en el anfiteatro. Se acompañaba de una mochila, de varias noches sin dormir y la lección de Anatomía Humana en su cabeza, muy fresca. Podía expresar de corridito cada estrofa: La Anatomía Humana es la rama de la Biología que estudia la forma y la estructura del organismo vivo y las relaciones que hay entre sus partes. La palabra Anatomía proviene del griego ana-arriba, tomos-cortar, en pocas palabras significa diseccionar.

Eligió la carrera de Medicina por imposición de su padre, lo de ella eran las letras, la Filosofía, fumarse un churro de marihuana en los jardines del Instituto de Bellas Artes e, incluso, invernar algunos semestres por Psicología no hubiese sido problema, pero promesas eran promesas, y su padre un inminente y reconocido cirujano.

Avanzaba por el amplio corredor mientras un ligero temblor le subió por las piernas, más que un desatino fue el presagio de que las cosas no irían bien esa mañana; se engañó pensando que ese tipo de sensaciones se experimentan en todos aquellos lugares donde está presente la muerte, algunas personas suelen sentir los brazos pesados y se presume que es debido a que los espíritus, fantasmas, almas o como se le suela decir, intentan apoderarse de un cuerpo como una manera desesperada de aferrarse, de anclarse en una vida perenne para no partir.

Sintió un ligero vaivén de tripas cuando el profesor retiró la manta que cubría uno de los cadáveres y citó:

—Muerte por intoxicación con Apitoxina, intoxicación con el Apis virus, intoxicación con Apis venenum o mejor conocida como picadura de abeja.

—¿Donde se originó la picadura, profesor? —pregunta ella, queriendo ser importante.

—En el meato —responde el profesor airoso.

—En la mera “puntita” —entre susurros cita un estudiante, algunos ríen.

Con voz fuerte el profesor trata de disipar las sucias sonrisas —en el glande, a escasos centímetros del frenillo, en el pene. En pocas palabras el hombre recibe el pinchazo y segundos después muere por un choque anafiláctico.

De manera casi fraternal ella mira al cadáver, para su sorpresa el rostro no revela ni el más mínimo detalle de dolor, por el contrario pareciera dormir tranquilamente; le hubiera gustado saber el color de los ojos, se los imaginó azul como los de Luis, con esa misma profundidad con la que la miraba cuando hacían el amor, con esa misma intensidad con que en una única ocasión le había dicho que la amaba, había sido tan sutil como un suspiro, como un susurro ahogado, que muchas noches pensó que tal vez lo había imaginado; y como con Luis, sintió el impulso de recorrer el arco de las cejas con su dedo índice pero no se atrevió, le dio pavor imaginar el frío del rostro, se limitó a observar las pestañas increíblemente largas —riscadas de la “puntita”— se dijo, mientras se pasaba la lengua por los labios secos. Admiró la nariz aguileña sin ser tosca ni torpe y hasta la barba de pocos días le pareció perfecta, pero sus ojos se anclaron en la boca y en los labios que aunque tiesos se mostraban tímidamente abiertos, sensuales; le hubiera encantado meter entre ellos tan solo las “puntitas” de sus dedos e imaginar la tibieza que alguna vez tuvo esa boca.

...el shock o choque anafiláctico se define como la falla circulatoria que se presenta abruptamente después de la penetración en el organismo...

Giró la vista hacia el profesor pero solo encontró una representación de pantomima, las palabras se le habían ido muy lejos y no volvieron a saber de ellas sus sentidos, quienes permanecían enganchados al cadáver, viajó hasta aquellos brazos fuertes y torneados, hasta el pecho perfectamente ejercitado, hasta el dorso hecho una madeja de músculos tersos, tan tersos como la felpa. ¿Cuántas cabezas habrían descansado sobre ellos? ¿Cuántas mujeres habrían paladeado la gloria al pasar la “puntita” de sus lenguas en él? Lo miró exquisito, se mordió los labios, se lo imaginó ejecutivo vistiendo de traje negro, camisa y corbata morada, calzado italiano, socio activo del club hípico que frecuentaba de niña, se le antojó financiero, tenista, amante, se le antojó simple mortal paseando por las calles, se le antojó montado en motocicleta de jeans y, además, de pelo largo como Luis.

Tuvo el impulso de salir a tomar un poco de aire fresco, despejarse, dejar de tentar a la imaginación, pero las miradas se irían tras de ella, tras la hija del inminente doctor Vázquez-Reta. Así que se quedó por orgullo, se rascó la nuca y continuó estimulándose con el cadáver, aunque morbo, lo que se dice morbo, no lo era. ¡Lo juro! Era mucho más, una fuerza magnética e inexplicable que la arrastraba una y otra vez hacía aquel hombre de piel perfectamente bronceada y con un brillo matizado que solo se logra en las camas de un costoso spa —un hombre perfecto desde la cabeza hasta la “puntita” de los pies, una digna réplica de Cristo, se dijo. Sin embargo, mirándolo allí no pudo evitar sentir pena por él, por el lugar donde se encontraba, que, lejos de yacer entre devotos, estaba frente a un insípido grupo de estudiantes y para colmo a pocos minutos de ser destazado sobre una mesa de metal. El Cristo que ahora tenía ante sus ojos no merecía menos que reposar sobre un lecho de cristal, cubierto con bastos mantos de pétalos de rosas. Sonrió. La imagen le había venido así tan burda como religiosa, pero le gustó y lo creyó Dios, el dios que tanto veneran en las iglesias, con esas mismas dimensiones, con esas mismas proporciones y características, solo debía aceptar que a este hombre le faltaban las marcas de la corona de espinas, los orificios de los clavos en sus palmas y pies y al Cristo real, sin duda, le sobraría el piquete de abeja en la pura “puntita”. Respiró acalorada, no deseaba pecar de irrespetuosa, pues aunque no profesara una religión en particular, aun así creía en Dios.

El problema no era ella, lo sabía, pero desde que citaron dicha palabra no podía despegarla de su mente, era como una goma cuando se pega al zapato y va y viene, adhiriéndose un poco más en cada regreso. Así estaba ella ahora, con la mirada fija en ese miembro altivo, en el pene, que había comenzado a coquetearle, pero respiró profundo y se esforzó por remontar a la clase, la cual había continuado sin tregua ni pausa alguna.

... debemos recordar que la Anatomía Macroscópica es la rama que estudia las partes del cuerpo visibles a simple vista, mediante la disección del cadáver...

Reanudar hacia lo fatigoso de la clase le pareció perder el tiempo, ahora su fracaso fue voluntario y sus ojos comenzaron a navegar entre los pliegues del miembro aterciopelado, fijo y tan hinchado del glande. Como una expresión literaria y seductora le hubiera gustado llamarlo aureola, cereza, idilio, monte lloroso, volcán de goce, pero en términos muy terrenales y propiamente muy mexicanos sería tan solo conocido como “la puntita”.

Se pasó la mano por la frente, pensó en lo impredecible de la vida que no reconoce raza o condición social; la sagacidad de la muerte, tan simple: vives por lo tanto mueres, mueres, el día menos pensado y con un toque de suerte de la manera más estúpida, intempestiva, e incluso hasta injusta, como le ocurrió a ese hombre, murió por culpa de un insignificante insecto, por un único pinchazo producido por un milimétrico aguijón, por una microscópica dosis de veneno que para colmo no pudo producirse en otra parte del cuerpo, como en una oreja, en el antebrazo, en la espalda baja, en una ingle. ¡No! Le vino a picar solo ahí, en la mera “puntita”. “Eso sí es tener una putada de mala suerte”, pensó.

El ser humano, aun siendo tan perfecto en su anatomía, con la capacidad de su cerebro, con su sistema muscular y sus músculos esqueléticos y viscerales, con su sistema cardiovascular, como el corazón y sus millones de células y glóbulos rojos, con su sistema respiratorio, bronquios, pulmones y laringe, con sus riñones, glándulas pituitarias, exocrinas y mamarias, con todo y su sistema reproductivo en masculino y femenino, con su sistema óseo, tibia, rótula, costillar, su carpo, metacarpo, con todas sus falanges, falanginas y falangetas, sigue siendo jodidamente vulnerable. ¡Vaya discurso para sí misma! Hizo una leve pausa, arqueó la ceja izquierda en señal de no haber echado en saco roto lo estudiado la noche anterior, carraspeó y justo cuando por fin se había olvidado de la palabra que la trajo hecha un lío, el profesor expresó:

—La disección la haremos con la “puntita” del bisturí.

Al diablo los esfuerzos, se dijo:

“Mueres desnucado porque un auto te golpeó con la ‘puntita’ de la defensa”.

“El secreto de la receta es una ‘puntita’ de canela molida”.

Inconscientemente comenzaba a acercarse más hacia el pene del muerto, solo algunos compañeros se daban cuenta, mientras su mente continuaba maquilando frases:

“Me lastiman los zapatos nuevos, pero solo de la ‘puntita’ ”.

“Me quemé la ‘puntita’ de la lengua”.

“Se agarró la ‘puntita’ con la bragueta”.

Ahora sus labios a solo diez centímetros del glande, del meato.

El profesor con el bisturí en mano preguntó: “¿Algún voluntario?”. Nadie atendió al llamado, los compañeros estaban ocupados intercambiando codazos, no dejaban de observarla.

“Mira qué despistado eres que se te moja la ‘puntita’ de la corbata con el café, tío”. A solo siete centímetros.

Más velocidad a sus frases imprimía, se excitaba, se humedecía:

“Al hablar se pisa la ‘puntita’ de la lengua”.

“Se humedeció la ‘puntita’ del dedo y le dio vuelta a la página”.

A solo cuatro centímetros. Todos la observan.

“Por poco lo adivinaba, lo tenía en la ‘puntita’ de la lengua”.

A solo dos centímetros. Alumnos y profesor observan la escena con los ojos muy abiertos, como platos. El mundo en su entorno enmudeció.

El ambiente se tornó gris, los pezones despertaron y ella con un sabor amargo, pastoso en la boca, recordó años atrás:

—No quiero dejar de ser virgen, Luis, que entre solo la “puntita”. ¿Sí?

Incauta como aquel día, a solo un centímetro del miembro y con las puertas del templo de su boca abiertas, a tan solo una lamida de la gloria y con un frío casi impío instalado en la “puntita” de lengua, a tan solo un instante de aprisionar con la muralla de sus dientes, al pene, al meato, a la “puntita”.

—¿Quiere probar, señorita Vázquez-Reta?

—Sí, pero nomás la “puntita” —entre gemidos, fue la respuesta.