Entrevistas
Kike FerrariKike Ferrari: un escritor próximo a la incertidumbre

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A primera vista parece una persona distante, pero a medida que nos acercamos encontramos a un tipo bastante completo de eso que se ha dado en llamar género humano. Sus tatuajes y atuendos inconformistas no son más que pistas de la profunda mente crítica que posee y que se muestra en su sensacional trabajo literario. Alguien me dijo que su estilo, un tanto experimental, cubre perfectamente la necesidad de reflexión de la sociedad actual y lo enmarca en el inacabado proyecto postmoderno. Tal vez, en otros tiempos, diría yo que se trata de un hombre rebelde; quizás ahora lo tacharía de certero. En todo caso no me cabe duda de que es una persona que goza de aquello que todo escritor debe poseer: la sinceridad entre el lector y el escritor. Me refiero a ese compromiso sin el cual la buena literatura sería imposible.

Recientemente ha obtenido un gran premio literario: el de novela en la Semana Negra de Gijón. La obra se titula Que de lejos parecen moscas y habla de muchas cosas, entre otras de la maldad humana, de la codicia. Su tono moralista trata en el fondo de una profunda crítica: a la sociedad argentina de la que forma parte desde 1972, al producirse su nacimiento.

Pero antes de este premio tiene recorrido un pulido camino desde 2004: ha publicado varias obras como Operación Bukowski, Entonces sólo la noche y Postales rabiosas. Su trabajo es reconocido por diversos medios tanto en su país como en España.

 

A.G.: Como todo el mundo imagina, salir de tu país para obtener premios y nominaciones en otros es un privilegio. Lo considero la mayor aventura que puede vivir un escritor. Yo te preguntaría, en ese sentido, si el éxito transnacional es una consecuencia de la universalidad de los temas propuestos, de un estilo muy original o fruto de una adaptación a la literatura de los países en los que se dan los palmarés.

K.F.: Creo que tiene que ver con las condiciones de posibilidad: en Argentina hasta hace un par de años había una sola editorial de género negro —que, dicho sea de paso, rechazó mi novela—; ahora son dos. También son dos los festivales y muy jóvenes: Azabache en Mar del Plata, que va por su segunda edición, y el BAN de Buenos Aires, que hizo la primera. Lo mismo con los concursos: uno que se hizo por primera vez, sin dotación económica, y otro que está anunciado para octubre. Y no hay ninguna librería especializada, en una ciudad como Buenos Aires, que tiene una librería cada cinco cuadras.

Si comparamos ese panorama con el de España —que tiene la Semana Negra de Gijón desde hace 25 años, más sus hermanos menores, los festivales de Getafe, Salamanca o Barcelona; librerías como Negra y Criminal en Barcelona o Estudio en Escarlata en Madrid y varias editoriales y concursos dedicados al género negro—, se entiende que Que de lejos parecen moscas, pese a ser una novela porteña, tenga más repercusión ahí. Y en Francia, multipliquen esto por cien.

Por otro lado creo que los temas que trato, aunque contados desde mi porteñidad, son más bien universales: fui niño en la dictadura, adolescente en la hiperinflación, la caída del muro de Berlín y el puto fin de la historia. Me tocó un mundo sin esperanzas y crecí en él. Eso es lo que puedo contar y es lo que cuento.

A.G.: Y a propósito... ¿cómo definirías tu estilo?

K.F.: No estoy seguro de poder definir mi estilo, si es que ya tengo uno. La voz de un narrador tarda en formarse. Creo que una característica posible es cierta economía del relato corto puesta al servicio de toda mi narrativa: los finales, la precisión, la tensión interna permanente; me gusta pensar los textos como maquinarias que no dan ni piden tregua.

A.G.: He leído por ahí que hay cierto grado de experimentalismo, algo que me seduce hasta lo incalculable, aunque la crítica y el moralismo forman parte innegable de tu pluma.

K.F.: Si hay experimentación es para que la aventura de escribir siga siendo divertida y peligrosa. Lo que Fabián Casas llama ponerse en estado de incertidumbre. Escribo para contar historias. Esas historias tienen una mirada, la mía, que por supuesto no es inocente sino que está compuesta por determinadas elecciones éticas y políticas. Supongo que la crítica y el moralismo tendrán que ver con ellas. Hace mucho tiempo ya que no me puedo imaginar la literatura sino como una productora de pensamiento crítico.

A.G.: ¿Es necesaria la innovación? ¿Son justas las desviaciones de la lengua común hacia nuevas formas que prediquen nuevos horizontes literarios? ¿No es demasiado arriesgado estar cerca de la incomprensión?

K.F.: La literatura es un diálogo. Pero el interlocutor no está del otro lado de la mesa, así que es difícil saber qué tan cerca o tan lejos estamos de entendernos. Y, por supuesto, el sentido no tiene por qué ser lineal o puro. Es tan peligroso hacerse críptico y enigmático como tratar al lector como boludo al que hay que llevar de la manito para que pueda caminar.

Una vez dijo Paco Taibo II que hay que ponerle a la manufactura toda la capacidad técnica pero que esta dificultad no debe trasladarse a la lectura; bueno, creo que por ahí van los tiros: lograr una literatura legible pero que, a la vez, vaya ganando complejidad en cuanto a la estructura, la construcción y el uso del lenguaje. Digamos que, si tengo uno, ese es mi programa.

A.G.: Volviendo a la circunstancia... tus últimos trabajos, los que te han traído por España en la Semana Negra de Gijón (un relato ganador del premio de relato policiaco y la presentación de la novela Que de lejos parecen moscas, finalista en una edición francesa) han causado cierto revuelo entre los críticos y no críticos. Todo el mundo se ha fijado en otros premios y publicaciones tuyas anteriores (Casa de las Américas, 2009). Para mí hay una pregunta innegable. ¿Suponen, estas obras, una maduración o una reafirmación de ti mismo?

K.F.: Por supuesto lo que suele llamarse una carrera literaria está lleno de quiebres, de picos, de momentos críticos. Creo que, por ejemplo, mi mejor novela es Lo que no fue, que la escribí en 2007, pero que la historia de Que de lejos parecen moscas es más fuerte. Lo mismo pasa con los cuentos. Hay algunos de hace diez años que son más potentes que otros más nuevos. Aunque si fui aprendiendo a entender mejor qué debe ir al tacho de basura, qué hay que corregir, cuándo la corrección terminó y, sobre todo, cuándo un texto funciona y cuándo no. Quizá así pueda pensarse la maduración: como cierto conocimiento del oficio. Pero, claro, eso no garantiza que vaya a poder escribir el próximo cuento, la próxima novela. Ya lo dijo Bukowski: uno siempre es un ex escritor hasta que vuelve a sentarse frente a la máquina.

A.G.: ¿Cómo ha sido en un caso u otro tu proceso creativo? ¿Podrías relatar brevemente tu evolución: desde que cogiste una máquina de escribir, ordenador, hasta que llegaste a la última editorial? ¿Cómo ha sido ese viaje? ¿Comenzó en la infancia?

K.F.: A los ocho años mi viejo me regaló una edición de Los Tigres de Mompracem que incluía una biografía de Salgari. Y me ganó el malditismo del escritor suicida. Eso, unido a la fascinación por el primer libro de la que sería una de las sagas más importantes de mi vida —la de Sandokán— me hizo querer ser escritor por primera vez.

Durante mi adolescencia escribí unos poemas bastante malos e intenté algunos cuentos. Después fui letrista (y bajista) de una banda de rock pesado, 7 Whiskies Dobles. Empecé a escribir con plan justamente cuando esa banda se disolvió. Era julio del ‘97. No tenía trabajo, me acababa de divorciar y 7 Whiskies Dobles se había ido al tacho. Así que pedí una cerveza fiada en el quiosco de al lado de casa y me puse a escribir unos párrafos sobre un tipo que caminaba hasta entrar a un bar. Después me fui a dormir. Al día siguiente, cuando volví a sentarme frente a la máquina, supe que el tipo se llamaba Jotacé y era un ladrón a punto de robar una inmobiliaria.

Ya no paré. Escribía entonces en una máquina de escribir Underwood del año 1932, ruidosa y bella.

En 1999 me fui a vivir a Estados Unidos. Ahí me pasé al ordenador y escribí mi primera novela, Operación Bukowski, que fue publicada en 2004 —yo había vuelto a la Argentina, deportado, un año antes— por una editorial independiente de Buenos Aires que ya no existe. Cuatro años después otra pequeña editorial publicó un libro con algunos de mis cuentos, Entonces sólo la noche.

El salto se dio a partir del 2009: salí segundo en el Premio Casa de las Américas y la editorial de Casa, por primera vez en décadas y siguiendo una recomendación de jurado, decidió editar mi novela. Al año siguiente, en julio, salió en Buenos Aires un librito que recopilaba una serie de artículos que escribí para los diez números de la revista Juguetes Rabiosos, mientras en Gijón ganaba el premio de relatos de la Semana Negra.

Un par de meses más tarde abrí un blog en el que, retomando la idea de folletín, colgaba un capítulo de Que de lejos parecen moscas por semana. Ahí la leyó el enorme Carlos Salem, quien la eligió para iniciar su colección, Negra Urbana y Canalla. Que de lejos... salió en España en abril de 2011 y en julio la estábamos presentando junto al Jefe Taibo II en la Semana Negra. Para esa misma época escribí por primera vez un relato por pedido —“El cazador de ratas”— para la colección Bichos de la editorial digital Sigueleyendo. Como se ve fue todo bastante vertiginoso.

Hace unos días me desperté con la noticia de que Que de lejos parecen moscas ganó el premio Silveiro Cañada de la Semana Negra, a mejor ópera prima; y que la edición francesa es finalista como novela extranjera del Grand Prix de Littérature Policière.

Ese es, hasta ahora, el viaje. Pido disculpas si quedó un poco largo, pero pensemos que son quince años.

A.G.: Llegados a este punto me gustaría preguntarte si tienes proyectos futuros.

K.F.: Ufff, varios, pero una de las cosas que mejor hago es hacer planes que no voy a cumplir. Me gustaría publicar un libro de cuentos en España. También tengo a la espera una novela —Punto ciego— que escribimos a cuatro manos con mi amigo Juan Mattio, un escritor joven que va a dar que hablar: anoten el nombre.

Y volví sobre un proyecto muchas veces postergado: escribir una novela policial que vaya entre el primer y el segundo atentado (entre mayo y agosto) contra Trotsky en 1940, que espero terminar antes de fin año.

A.G.: ¿Qué diferencias encuentras en la literatura española (europea) y la argentina (latinoamericana)? Me refiero no sólo a diferencias de estilos y géneros sino también al fenómeno editorial y al acceso al mismo.

K.F.: Retomando una idea de Ricardo Piglia no creo que podamos dividir las literaturas por zonas nacionales (argentina, española) y mucho menos continentales (latinoamericana-europea). Quizá sí, haya unos tonos —y usos de la lengua— por regiones (en mi caso, digamos, el Río de la Plata), características geográficas generales (en mi caso, urbana) o el género literario (digamos el género negro). Pero yo no veo diferencias de fondo entre, digamos, la zaragozana Cristina Fallarás, el bonaerense Leo Oyola o el defeño Bernardo Fernández o el gallego Ameixeiras. En cambio, sí hay entre España y Argentina grandes diferencias en cuanto a la circulación y la relación entre los escritores y las editoriales. Sobre todo en lo que hace al pago de regalías y adelantos.

A.G.: ¿Es España un destino literario?

K.F.: Por supuesto que sí. Y en el caso de los que estamos en el barrio del género negro, España es ineludible.

A.G.: Otra vez en lo circunstancial... ¿Cómo se vive desde dentro ese evento tan importante como la Semana Negra de Gijón?

K.F.: Lo escribí al regresar de Gijón el año pasado: intentar explicar la Semana Negra es condenarse al fracaso: ninguna explicación va a dar la medida de la experiencia. Porque la Semana Negra es eso: una fiesta de la experiencia. Todo ahí es extraordinario, empezando porque es la única semana que dura diez días y que el Jefe es Paco Taibo II, un hombre de los que ya no se fabrican.

Estar ahí es entrenar el asombro: ver y sentir la camaradería, la comunión, la generosidad. Pero creo que, sobre todo, la Semana Negra es un festival-madre, una fiesta paridora. Allí cada año nacen libros, proyectos, aventuras y amistades.

A.G.: ¿Nos hablarás de tu nuevo premio de novela en la Semana Negra de Gijón?

K.F.: Que me hayan dado el Silveiro Cañada de la Semana Negra es la confirmación de estar jugando en primera. No hay más que ver quiénes lo ganaron antes que yo. Además creo que el premio, por los otros libros finalistas, viene a reforzar la idea de una renovación en literatura negra. Una renovación donde los crímenes son bestiales, la investigación no es fundamental y los finales no necesariamente cierran. Una forma de contar que ya no habla de crímenes en abstracto sino del resultado de esos crímenes en los cuerpos, las mentes y —si se me permite— las almas de quienes los cometen o los padecen. Una renovación —cuya expresión más alta hasta hoy es Chamamé, de Leo Oyola— hija de las novelas de David Goodis y Jim Thompson y, en español, del Andreu Martín de Prótesis. Creo que este premio es para Que de lejos parecen moscas, pero también para esa manera de contar.

A.G.: Para finalizar sólo me resta pedirte, como a todos los entrevistados, una definición: La mirada zurda.

K.F.: Aquella que ve que la justicia es más importante que el orden. Y que está clavada en la libertad, pero en la del hombre, no la del mercado.