Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
Indice de esta edición
Edición Nº 48
1 de junio
de 1998

Comparte este contenido con tus amigos
Lugones y el vaso de alabastro

Max Dasso

a Carla Suárez,
que lo leyó una mañana fría en París

Era una tarde de calor agobiante en el eterno verano egipcio de principios de siglo. Su Majestad estaba por terminar un sueño de 3.500 años, desde la decimoctava Dinastía y continuando con el reinado de Tuthmosis III. El silencio perfecto y la oscuridad absoluta la habían acompañado durante todo ese tiempo, y fueron testigos del repiqueteo irregular de los cinceles y martillos, que avanzaban poco a poco por entre los gruesos muros.

A pocos kilómetros de la ciudad de Deir el-Bahri, cerca de Luxor, en el Valle de los Reyes, tres arqueólogos ingleses estaban a punto de entrar en el sepulcro de la reina Hatshepsut. Sus únicas guías habían sido unos papiros (que habían tratado de interpretar sin demasiado éxito) y fragmentos de la tradición oral de los últimos descendientes de los hyksos, en los alrededores de Deir el-Bahri.

Luego de haber rastreado la región durante varios meses, habían llegado finalmente a un túnel secreto y, pasando por dos cámaras ficticias, a la pared que los separaba del sepulcro. Cuando abrieron el primer boquete, el aire milenario de los tiempos de Hatshepsut, mohoso y denso, casi corpóreo, avanzó como una ráfaga viviente. Corrió por las antecámaras y el túnel secreto y llegó a la superficie, al desierto, al cielo anaranjado de Deir el-Bahri, donde en ese preciso instante brilló la primera estrella vespertina.

Los arqueólogos acercaron sus lámparas de petróleo: contemplaban extasiados el sarcófago de oro; las estatuillas de marfil, ónix y lapislázuli; el gran sillón que había servido de trono a la reina; su cetro y sus objetos personales y las paredes recubiertas de pinturas.

En mayo de 1923 se encontraba en Buenos Aires Mr. Richard Neale, quien haría una presentación privada, en un salón del Plaza Hotel, de varios objetos encontrados en las expediciones arqueológicas al Valle de los Reyes.

El escritor Leopoldo Lugones había sido invitado, ya que era conocido su interés en el arte del Antiguo Egipto. Cuando Lugones llegó al Plaza, lo recibió Mr. Neale, y comenzó a darle una breve introducción sobre los objetos hallados en las distintas excavaciones, y las dinastías faraónicas a las cuales pertenecían.

Como llamado por una voz hipnótica, Lugones notó un vaso de alabastro que había pertenecido a la reina Hatshepsut. Mr. Neale se dio cuenta de esto y le comentó que, hasta la fecha, los estudiosos no habían podido descifrar el significado de los cinco jeroglíficos grabados en el vaso. El escritor parecía sumido en un trance.

Una hermosa mujer de la alta sociedad porteña se acercó a Mr. Neale, y mientras hablaban, Lugones tomó, con reflejos torpes, una libretita que siempre llevaba consigo en el bolsillo interno de su saco, y copió lo más fielmente posible los cinco jeroglíficos.

Luego de su estadía en Buenos Aires, Mr. Neale volvió a Londres y retomó sus actividades en el British Museum. Lugones continuó con su carrera literaria y política. Sin embargo, el significado del vaso de alabastro lo obsesionaba cada vez más.

Consultó los textos arqueológicos y mantuvo correspondencia con los mejores estudiosos de jeroglíficos de Europa, Egipto y Norteamérica. Mandó a traerse incluso una réplica de la piedra de Rosetta, descubierta por Champollion. Pero todo era inútil; no conseguía avanzar en su investigación, y sus amigos y colegas lo veían caer en frecuentes pozos depresivos.

Ya adentrada la madrugada, a fines de 1937, una copia del libro "Las instrucciones para el Rey Merikare" cayó de la mano de Lugones, cuando el escritor concilió el sueño.

Entre murmullos arcanos y sonidos de lenguas ya extintas, Lugones fue llevado a una habitación amplia y airosa, con dos grandes portones arqueados de donde pendían enormes cortinas de lino blanco. El sol tajante del desierto se filtraba por entre las cortinas, permeando con su luz toda la habitación. Las cortinas se ondulaban con el viento cálido y seco. Lugones se acercó lentamente a un portón, y pudo contemplar el Nilo, rebosante de fuerza y de vida. Las hojas de las palmeras y los arrozales en las riberas parecían amacarse a la par de las cortinas, y en una procesión de barcas que navegaba el río, notó, cerca de una proa, una inscripción difusa que fue haciéndose cada vez más grande y más nítida, hasta que pudo distinguir claramente los cinco jeroglíficos del vaso de Hatshepsut.

El tiempo pareció detenerse y frente a Lugones pendía una esfera formada por infinitos prismas, y en su interior apareció un ibis que se posaba junto a la base de la Gran Esfinge en Giza, y en su plumaje sedoso estaban la ciudad de Tebas y las costas del Mar Jónico; la fortaleza de Thai-gin construida por el rey Dor y el jardín de la Alhambra; el rostro del Hykso, enemigo de la reina, y la Tierra de Punt en Somalía; las últimas palabras de Antinoo a Adriano antes de ahogarse; la mano en Altamira que pintaba con trazos negros y rápidos los dos últimos jeroglíficos.

Lugones supo entonces que estos dos eran fatídicos: en honor a Hatshepsut, única dueña real del Gran Secreto, era preciso inmolarse por haber tenido acceso al conocimiento del Principio y del Fin; a la diosa Heka, la fuerza creadora; al tiempo y al cometa...

Lugones despertó sobresaltado, con la angustiosa certeza de que su destino ya había sido trazado 3.500 años atrás, en la superficie pálida de un vaso de alabastro.

Abandonó sus estudios y trató de olvidarse de todo. Intentó reunir fuerzas para retomar la producción de dos libros que tenía pendientes y continuar con su militancia nacionalista. Pero a partir de esa noche sentía que una especie de ardor viscoso se expandía en sus entrañas, como el magma en un volcán a punto de estallar.

Desesperado, se hospedó en febrero de 1938 en un recreo de una isla del Tigre con la intención de calmar sus nervios. Fue en vano: el día 18, sin motivo aparente, se había suicidado.

No se sabe si antes de morir dejó algún documento sobre los tres primeros jeroglíficos de Hatshepsut. Sin embargo, escribió un cuento titulado "El vaso de alabastro", dedicado a Alberto Gerchunoff.


       

Indice de esta edición

Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria.
Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
Página anterior Próxima página Página principal de Letralia Nuestra dirección de correo electrónico Portada de esta edición Editorial Noticias culturales del ámbito hispanoamericano Literatura en Internet Sala de ensayo Letras de la Tierra de Letras, nuestra sección de creación El buzón de la Tierra de Letras