Sala de ensayo - Abriendo camino a través de las grandes interrogantes
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Edición Nº 48
1 de junio
de 1998

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Los verdaderos lectores son una escasa minoría

Francisco Arias

"Este libro que ha visto
conmigo los paisajes
y vivido horas santas".

Federico García Lorca.

Los analfabetos disminuyen, como alguien ha dicho, de una manera alarmante. Pero los alfabetizados no saben leer. La crisis de la lectura empieza, y es donde hay que atacarla, en la infancia. La criatura desgraciada se queda en los puros signos, no pasa a los significados. Y, en consecuencia, no sabrá más tarde percibir el sentido de los libros, ni las cosas, porque se le enseñó a leer por los sentidos, pero sin sentido.

Así se verá a ese niño inocente víctima de la degeneración de la enseñanza, cuando ya es mayor, como el extraviado errabundo entre los libros. En esa Babel de los libros, donde el hombre no sabe cómo entenderse, ¿qué oficio es el de las bibliotecas y con qué beneficios y maleficios lo desempeñan?

En medio de este tumulto y confusión de libros, en el vórtice de tanto desbarajuste, el lector ya no sabe casi de qué serlo ni cómo serlo. Perdido su señorío, acude febrilmente a las listas de los bestsellers, a las selecciones del libro del mes, y entrega su gusto y sus horas en las manos de administradores de la lectura.

Los verdaderos lectores son una escasa minoría. Se define el lector verdadero sencillamente: el que lee por leer, por el puro gusto de leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas. De sus horas de lectura, escribe Quevedo: "Vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos". Del claro sentido y justo aprecio de Don Quijote por los libros da idea lo que cuenta su autor: "Vendió muchas hanegas de sembradura para comprar libros de caballería con qué leer...". Tan empeñoso lector era que no le estorbaba la noche, "se le pasaban las noches leyendo, de claro en claro...".

Entre las muchas estadísticas imposibles, las únicas tentadoras, estaría una que nos ilustrara exactamente sobre la proporción entre lo que se lee de día y de noche. Acosado más y más por la hueste de quehaceres diurnos, el hombre moderno se va batiendo en retirada y se atrinchera en las horas de la noche. Porque es bien sabido, digan lo que digan los relojes, que los minutos corren más despacio por las noches, y que la barahúnda del mundo y sus pobladores se mitiga con la nocturnidad, dejando libre el campo al maravilloso silencio.

Ese silencio creador de soledad en el que el enamorado lector puede recibir a la amada lectura. Una soledad como aquella que halagaba el corazón de Don Juan: "Y.. siento que el corazón / me halaga esta soledad".


       

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