La tarde, con su
crepúsculo de arrebol sucio, había muerto media hora antes sobre la desidia
de X, un barrio de la periferia capitalina de cuyo nombre prefiero no
acordarme. X, como todo barriezuelo de este país de cuatro nieblas, se
preciaba de ser territorio libre de analfabetismo, turistas extranjeros,
tendido eléctrico, agua potable, agua no-potable, transporte público y
opciones de recreo. X, podrido por la inmensa pesadez de la noche prematura,
era otro pedazo de ciudad preñado de carencias y repleto de policías de
línea, esos eternos mercenarios, veladores del gobierno de la medicina gratis
e inexistente.
A las 8:25 de una noche aciaga de un mes que no recuerdo del inolvidable
1994, el policía número 19-71 merodeaba de un extremo a otro de su zona de
vigilia reglamentaria, con la Makaroff caliente, un par de esposas promiscuas,
"silbando así por el camino", jibarito en tierra de nadie. Tres
minutos más tarde se dispuso a terminar, simultáneamente, el cigarrillo que
le quemaba los dedos y aquel altercado callejero, valiéndose (en uno y otro
caso) de la suela del zapato izquierdo y la omnipotencia del dedo índice de
su pata derecha.
La bala penetró de la forma limpia y meticulosa en que los proyectiles
calibre 45 invariablemente atraviesan todo tipo de objetos. El entrañable
objeto en cuestión mediría unos ciento setenta centímetros, estaba a
cuarenta metros de la bronca, y fue atravesado en la parte media de su
mundanal estructura. Dicho objeto tenía vida propia, nombre común, amigos
silentes, pasado imperfecto, presente corpóreo, novia pedida, trabajo de
mierda y futuro. Aún cuando la palabra futuro es una flagrante violación al
sentido común en el archipiélago de la ley irrevocable.
En esa ocasión, el objeto vivo había cometido el vergonzoso error de
visitar a otro objeto vivo a la hora de la telenovela, trampa de monos de una
capital castigada por los cuadrúpedos azules de la fuerza policial.
El objeto vivo, ajeno al desamparo del mundo que ya no le pertenecía, se
adentró en el manto impenetrable del apagón nocturno. Para neófitos,
ingenuos y comatosos: el apagón es el deporte nacional cubano, puesto en
práctica a todas luces (fig.) a principios de los noventa. Consiste en
alternar la luz eléctrica a lo largo y ancho del país, de manera que si se
observa esta tierra surrealista desde un satélite (ruso, norteamericano o de
cualquier nacionalidad, ya se sabe, made in China) se pueda percibir a ese
caimán dormido que asemeja como un gigantesco árbol navideño en el que se
enciende La Habana, se apaga Matanzas, se alumbra Las Tunas, se pierde (en el
mar) Cienfuegos, se anuncia Las Villas y, a excepción de La Base, se oculta
Guantánamo. Y se aviva el poder. Y se extingue la suerte.
Meses después del "incidente", quizá para compensar los daños
irreparables al objeto vivo, quizá para silenciarlo, el magnánimo ministerio
de (in)justicia determinó entregarle una casa convenientemente ubicada en X,
otro barrio que prefiero olvidar. Dicha casa aún mantiene rampas de acceso y
demás comodidades reglamentarias... detalles añadidos a último minuto para
facilitar la movilidad del objeto sentenciado de por vida a la compañía de
otro objeto mudo y frío: la silla de ruedas. Pero al objeto vivo de ciento
setenta centímetros de altura no le devolvieron el movimiento en las piernas,
ni la sensibilidad a la mitad del cuerpo, ni el contenedor de ilusiones rotas
por un ínfimo pedazo de plomo que destrozó el sagrado distrito de su cuarta
vértebra.
En el invierno del año 2000, un documentalista testimonió la historia de
este apreciado objeto vivo. Como era de esperar, el documental fue censurado
al segundo día de su presentación. Dos años antes, el policía número
19-71, con sus treinta y tres primaveras de mal genio, su dislexia vitalicia,
su dicción sin "eses" y la exquisitez de su impotencia, compareció
ante los tribunales y fue absuelto. Los encargados de bloquear la sentencia
justificaron la actitud de este John Wayne caribeño argumentando que el
mamífero disparó "accidentalmente" en medio de una situación
caótica.
Los hechos: el esbirro intentaba poner fin a una pelea de menor cuantía
cuando el objeto vivo apareció a casi media cuadra de distancia, ignorante de
Milan Kundera y de cuanto acontecía en aquel tumulto que la penumbra dejaba
adivinar malamente. El victimario gritó: "Oye, tú, ¡párate
ahí!". El objeto vivo, con el sentido común de sus diecisiete añitos y
en medio de la oscuridad, siguió el último dictado de sus piernas. Corrió
en dirección contraria.
Es probable que en algún panfleto que no he leído la ortodoxia establezca
que para detener a un sospechoso desarmado —en este caso: sospechoso de
caminar por su ciudad, "dueño de cuanto hay en ella"...—,
desarmado tanto de armas convencionales como de peligrosos artefactos
emblemáticos del periodismo mundial: la grabadora asesina, el lápiz afilado
y letal, la influyente cuartilla manuscrita, el sospechoso número de
teléfono de algún corresponsal enemigo allende los mares, un tabaco para
despistar y la caja de fósforos reveladora de su innegable piromanía— el
procedimiento debe ser, más o menos, como sigue: 1: gritar frase corta y
directa que identifique el rango social del que ordena la detención:
"¡Alto, policía!", por ejemplo; 2: apuntando el cañón al cielo
tisú, rastrillar la Makaroff hambrienta para que la bala del cargador pase al
directo; 3: hacer un disparo al aire (¿alguien se preguntó dónde caen esas
balas?); 4: si el sospechoso no detiene la marcha y, únicamente en caso
extremo, o sea, con pruebas convincentes de que la aprehensión de dicho
sospechoso es imprescindible, el equino asalariado "vestido de azul, con
zapatos negros y velo de tul" deberá apuntar a la parte inferior de su
blanco móvil y, por segunda vez, apretar el gatillo.
En esta ocasión hubo un único disparo, una queja trunca, un cuerpo que se
desplomó de dolor e incredulidad, un agente del (des)orden público asustado
que repetía: "Dale, arriba, de pie que no e’ pa’ tanto",
mientras pateaba el costado de su víctima. No faltó el arsenal de cirujanos
haciendo malabares para salvar al herido, la demanda por brutalidad policial,
el juicio a puerta cerrada y aquel payaso disfrazado de fiscal acusador.
No recuerdo qué argumento propició la exoneración de este singular y
verídico sheriff de La Habana. Garantizo que no se trata de ninguna forma de
amnesia. No puedo recordar los pormenores del juicio pues, en su momento,
decidí no asistir.
¿O decidieron por mí?
"Hay sol bueno, mar de espuma y arena fina", y prefiero creer que
me quedé en casa, por el designio de mi propia voluntad, rasgando una
guitarra vieja y rota.