Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 107
19 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Crónica del objeto
Alexis Romay

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La tarde, con su crepúsculo de arrebol sucio, había muerto media hora antes sobre la desidia de X, un barrio de la periferia capitalina de cuyo nombre prefiero no acordarme. X, como todo barriezuelo de este país de cuatro nieblas, se preciaba de ser territorio libre de analfabetismo, turistas extranjeros, tendido eléctrico, agua potable, agua no-potable, transporte público y opciones de recreo. X, podrido por la inmensa pesadez de la noche prematura, era otro pedazo de ciudad preñado de carencias y repleto de policías de línea, esos eternos mercenarios, veladores del gobierno de la medicina gratis e inexistente.

A las 8:25 de una noche aciaga de un mes que no recuerdo del inolvidable 1994, el policía número 19-71 merodeaba de un extremo a otro de su zona de vigilia reglamentaria, con la Makaroff caliente, un par de esposas promiscuas, "silbando así por el camino", jibarito en tierra de nadie. Tres minutos más tarde se dispuso a terminar, simultáneamente, el cigarrillo que le quemaba los dedos y aquel altercado callejero, valiéndose (en uno y otro caso) de la suela del zapato izquierdo y la omnipotencia del dedo índice de su pata derecha.

La bala penetró de la forma limpia y meticulosa en que los proyectiles calibre 45 invariablemente atraviesan todo tipo de objetos. El entrañable objeto en cuestión mediría unos ciento setenta centímetros, estaba a cuarenta metros de la bronca, y fue atravesado en la parte media de su mundanal estructura. Dicho objeto tenía vida propia, nombre común, amigos silentes, pasado imperfecto, presente corpóreo, novia pedida, trabajo de mierda y futuro. Aún cuando la palabra futuro es una flagrante violación al sentido común en el archipiélago de la ley irrevocable. 

En esa ocasión, el objeto vivo había cometido el vergonzoso error de visitar a otro objeto vivo a la hora de la telenovela, trampa de monos de una capital castigada por los cuadrúpedos azules de la fuerza policial.

El objeto vivo, ajeno al desamparo del mundo que ya no le pertenecía, se adentró en el manto impenetrable del apagón nocturno. Para neófitos, ingenuos y comatosos: el apagón es el deporte nacional cubano, puesto en práctica a todas luces (fig.) a principios de los noventa. Consiste en alternar la luz eléctrica a lo largo y ancho del país, de manera que si se observa esta tierra surrealista desde un satélite (ruso, norteamericano o de cualquier nacionalidad, ya se sabe, made in China) se pueda percibir a ese caimán dormido que asemeja como un gigantesco árbol navideño en el que se enciende La Habana, se apaga Matanzas, se alumbra Las Tunas, se pierde (en el mar) Cienfuegos, se anuncia Las Villas y, a excepción de La Base, se oculta Guantánamo. Y se aviva el poder. Y se extingue la suerte.

Meses después del "incidente", quizá para compensar los daños irreparables al objeto vivo, quizá para silenciarlo, el magnánimo ministerio de (in)justicia determinó entregarle una casa convenientemente ubicada en X, otro barrio que prefiero olvidar. Dicha casa aún mantiene rampas de acceso y demás comodidades reglamentarias... detalles añadidos a último minuto para facilitar la movilidad del objeto sentenciado de por vida a la compañía de otro objeto mudo y frío: la silla de ruedas. Pero al objeto vivo de ciento setenta centímetros de altura no le devolvieron el movimiento en las piernas, ni la sensibilidad a la mitad del cuerpo, ni el contenedor de ilusiones rotas por un ínfimo pedazo de plomo que destrozó el sagrado distrito de su cuarta vértebra.

En el invierno del año 2000, un documentalista testimonió la historia de este apreciado objeto vivo. Como era de esperar, el documental fue censurado al segundo día de su presentación. Dos años antes, el policía número 19-71, con sus treinta y tres primaveras de mal genio, su dislexia vitalicia, su dicción sin "eses" y la exquisitez de su impotencia, compareció ante los tribunales y fue absuelto. Los encargados de bloquear la sentencia justificaron la actitud de este John Wayne caribeño argumentando que el mamífero disparó "accidentalmente" en medio de una situación caótica.

Los hechos: el esbirro intentaba poner fin a una pelea de menor cuantía cuando el objeto vivo apareció a casi media cuadra de distancia, ignorante de Milan Kundera y de cuanto acontecía en aquel tumulto que la penumbra dejaba adivinar malamente. El victimario gritó: "Oye, tú, ¡párate ahí!". El objeto vivo, con el sentido común de sus diecisiete añitos y en medio de la oscuridad, siguió el último dictado de sus piernas. Corrió en dirección contraria.

Es probable que en algún panfleto que no he leído la ortodoxia establezca que para detener a un sospechoso desarmado —en este caso: sospechoso de caminar por su ciudad, "dueño de cuanto hay en ella"...—, desarmado tanto de armas convencionales como de peligrosos artefactos emblemáticos del periodismo mundial: la grabadora asesina, el lápiz afilado y letal, la influyente cuartilla manuscrita, el sospechoso número de teléfono de algún corresponsal enemigo allende los mares, un tabaco para despistar y la caja de fósforos reveladora de su innegable piromanía— el procedimiento debe ser, más o menos, como sigue: 1: gritar frase corta y directa que identifique el rango social del que ordena la detención: "¡Alto, policía!", por ejemplo; 2: apuntando el cañón al cielo tisú, rastrillar la Makaroff hambrienta para que la bala del cargador pase al directo; 3: hacer un disparo al aire (¿alguien se preguntó dónde caen esas balas?); 4: si el sospechoso no detiene la marcha y, únicamente en caso extremo, o sea, con pruebas convincentes de que la aprehensión de dicho sospechoso es imprescindible, el equino asalariado "vestido de azul, con zapatos negros y velo de tul" deberá apuntar a la parte inferior de su blanco móvil y, por segunda vez, apretar el gatillo.

En esta ocasión hubo un único disparo, una queja trunca, un cuerpo que se desplomó de dolor e incredulidad, un agente del (des)orden público asustado que repetía: "Dale, arriba, de pie que no e’ pa’ tanto", mientras pateaba el costado de su víctima. No faltó el arsenal de cirujanos haciendo malabares para salvar al herido, la demanda por brutalidad policial, el juicio a puerta cerrada y aquel payaso disfrazado de fiscal acusador.

No recuerdo qué argumento propició la exoneración de este singular y verídico sheriff de La Habana. Garantizo que no se trata de ninguna forma de amnesia. No puedo recordar los pormenores del juicio pues, en su momento, decidí no asistir.

¿O decidieron por mí?

"Hay sol bueno, mar de espuma y arena fina", y prefiero creer que me quedé en casa, por el designio de mi propia voluntad, rasgando una guitarra vieja y rota.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 3 de mayo de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes