El eco
A la memoria de Ana, tangible aún.
El eco se perdía entre las calles empedradas de Cartagena de Indias, el galope (tarap tarap tarap)
del corcel color azabache se iba con la brisa marina (fuishhhhhh),
se silenciaba bajo los estruendos de la tormenta (broooooommm)
en aquella noche sin luna. Todo parecía favorecer los planes de Kadir. En su mente, sólo una idea fija,
liberar a su amada, quien permanecía prisionera del malvado Gobernador en el Palacio de la Inquisición
(actor Carlos de la Fuente: —Cueste lo que cueste, la dejaré libre de las garras del tirano). Estaba a
punto de llegar al Palacio, de pronto...
—¿De pronto qué, qué paso? —pregunté con insistencia.
—Se fue la luz, mijito —respondió mi tía con su habitual tono de tranquilidad, mientras
desconectaba la plancha.
Hasta ese momento, nunca había considerado que la luz pudiera irse, marcharse. Siempre era algo que
estaba ahí, en todo momento, pero podía alejarse como mi propia tía. Así fue, al día siguiente quien me
permitía escuchar aquellas historias fantásticas transmitidas en la radio, simplemente murió, fue algo
sin solución de continuidad, sin quejas ni dolores. Creo que fue cuando me convertí en adulto, cuando
aprendí que la vida —al igual que la energía eléctrica— se puede ausentar en cualquier momento,
cuando dejé de escuchar radionovelas de aventuras.
Ahora, después que han transcurrido muchos apagones y funerales, me pregunto qué habrá sucedido con
Kadir el Árabe. Todavía escucho el eco. Suspiro.
El peligroso oficio del bibliotecario
El oficio del bibliotecario, bien del que estudia bibliotecología o el que se consagra empíricamente en
el manejo de volúmenes gordos o esmirriados folletos en medio de ordenados estantes, resulta una labor
peligrosa, página por página.
Hay pruebas fehacientes de ello, desde los primeros mártires que debieron morir junto a miles de
pergaminos durante el incendio de la Biblioteca de Alejandría, pasando por el veneno que condimentaba
folios prohibidos en monasterios enigmáticos, como los descritos por Umberto Eco en El nombre de la
rosa,
para no rememorar los detalles de la pérdida de los códices mayas, incinerados por el fuego de la
pecaminosa intolerancia religiosa. De manera más reciente, el manejo de los libros debe ser cuidadoso, con
guantes y tapabocas especiales, una portada en tapa dura puede ser la fachada de un artefacto explosivo, o
el estuche de una bacteria mortal, no se descarta que los viejos textos guarden algún polvillo, esencia de
tiempos idos, nicho cálido de enfermedades legendarias. ¿Cuántos bibliotecarios habrán caído
asesinados, víctimas no sólo de fanáticos, sino de coleccionistas enloquecidos de incunables?
La peligrosidad de las bibliotecas lo evidencian todas las muertes registradas bajo estantes pesados,
luego de terremotos y otros desastres naturales. Durante los conflictos entre humanos, las bibliotecas
suelen ser un objetivo militar, los libros adquieren enemigos gratuitos en todos los bandos en disputa, ni
déspotas ni revolucionarios suelen estimar los sitios en donde reposan los libros, saben que allí siempre
reposan ideas contrarias en germen, incubando las justificaciones de su futura destrucción. El libro es
materia inflamable, pues está compuesto de papel y de varios combustibles: razones, sentimientos,
intereses, muchas mentiras y una que otra verdad.
No es extraño, entonces, que Ray Bradbury, ese poeta del futuro, imaginara en la novela Fahrenheit
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una sociedad gobernada por un régimen empeñado en quemar los libros, algo que no es novedad si recordamos
episodios nefastos como la Santa Inquisición, el Ku Klux Klan, el nazismo, el estalinismo y otros perversos
ismos. Uno de los más tristes efectos de la guerra de Estados Unidos y sus aliados contra Irak, fue el
pillaje y destrucción de las bibliotecas de Bagdad, Basora y Babilonia, no puede olvidarse que la primera
biblioteca se inauguró en Nínive, en medio de las riberas de los ríos Tigris y Eufrates. Imagino los
personajes de Las mil y una noches,
volando en una alfombra mágica perseguidos por un misil balístico inteligente.
Los bibliotecarios y bibliotecólogos son profesionales de alto riesgo, comparables con aquellos
valientes que desactivan explosivos, equilibristas sin red de protección, taxistas nocturnos, electricistas
de alta tensión, dobles de actores famosos, aseadores de ventanas de rascacielos, bufones de tiranos y los
poetas, suicidas en potencia.