Cuando Ramiro Segundo cumplió los quince años, su madre le encargó el trabajo pesado de enterrar a su
padre en el jardín. Le había colocado la pala curtida en cemento y tierra, al lado del enorme pipote donde
el agua recogida por el sereno, la lluvia y el tiempo, albergaba minúsculos renacuajos, que, según su
abuela, serian sapos enormes que servirían para limpiar la cosecha de primera mano que se encontraba más
adelante, todo con la condición de que lo hiciera lo más rápido posible para que ningún vecino tuviera
la oportunidad de hablar acerca de lo sucedido. Se tardaba en pensar en el lugar idóneo para tal empresa,
que a su parecer no era más que una pérdida de tiempo. Si ya se pudrió hace meses, ¿qué tiene de malo
dejarlo donde está?, balbuceo alguna vez, casi entre dientes, cuando en el mismo instante su madre, con una
animal bofetada, le volara un colmillo por el comentario con la sartén. Decidió hacer el trabajo sin
protestar mucho, después de una semana de dolor frenético, con la encía que se dedicaba a sangrar a gotas
solo en las noches y lo obligaba a dormir con la franela más vieja y curtida de su ropero inmundo metida en
su boca desde ese día en el que dijo lo que dijo. Tomó la pala y se dedicó a dar vueltas en círculos
alrededor de la casa roída, encontrándose a su madre y abuela en diferentes lugares, en diferentes
ventanas, y en diferentes vueltas. Volvió a su cabeza la idea de los renacuajos, el agua podrida, los
huesos pegados de la mecedora, que quedaron crujientes del calor propio del clima y la habitación
marchitada de tanta puerta cerrada y velas en los pies. La carne seca le destilaba por los lados, dando un
efecto parecido a la cascada del riachuelo contiguo que nacía incrustado en la pared de piedra.
El olor rancio del ron vencido no le hizo retroceder como en oportunidades anteriores, cuando era más
pequeño y su padre le hablaba de cerca, diciéndole, hijo estás grande, hijo quítate del medio, hijo
dónde está tu mamá, hijo cómete toda la comida que si me haces parar de aquí te jodo.
Viendo el espectáculo tétrico de los huesos curtidos pensó que iba a tener que llevarlos uno por uno
hasta el lugar que no había preparado. Fue a cavar con rabia y con la encía del colmillo palpitándole,
tocándole en medio de la cabeza una melodía acompañada con las gotas de sudor y los latidos del corazón.
No quiso hacer el agujero profundo, pues bastaba con arrejuntar los huesos en un mismo saco y colocarlos de
manera arbitraria, sin tanto protocolo. Cuando se devolvió al lugar donde estaba lo que quedaba el cuerpo
de aquel hombre altísimo y redondo, que expelía el hedor de monte debajo de los brazos gigantescos, e
intentó separar las costillas del resto, se dio cuenta de la trampa al no poder siquiera moverlo de la
mecedora. Estaba pegado a ella de igual manera que los huesos, haciéndolo todo una tarea más que difícil.
Se sentó a pensar en las culebras dormidas que veía guindando en la ventana diminuta en su cuarto, que lo
arrullaban con las cascabelas y los siseos, y vio el saco viejo, de color tierra y en perfecto estado que
aguardó el momento propicio para contener a los restos impropios del hombre muerto. Lo tomó sacudiéndolo
con fuerza y, sin que su madre se diera cuenta, recogió unas hojas secas, unas cajas viejas, ladrillos,
botellas, tablillas, una silla vieja de montar, haciendo tal bulto que nadie se atrevería a sospechar.
Arrastró la carga pesada con fastidio y la lanzó al hueco esforzándose en su último aliento. Así mismo,
antes de tomar la pala otra vez, y empezar a vaciar la tierra sobre él, llamó a la madre ausente que
lloraba en las tardes, a eso de las tres, a su marido mal amado, para que viera su gran obra. Cuando la
mujer se le acercó, le aprobó el trabajo con una palmada en la cabeza, y rápidamente procedió a tomar un
envase lleno de gasoil para quemar la habitación donde le rindió culto al hombre aquel, con la intención
de limpiarlo todo de cualquier pava.
Al final, Ramiro Primero fue quemado, y en el ardor de la candela sobrevivió la mecedora que lo sostuvo
por casi un año, rociada con una ceniza espesa, de la cual sólo su hijo supo la procedencia.