Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 56
5 de octubre
de 1998

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La casa

Marcela Atienza

El hombre estaba terminando de construir la casa. No era el único trabajando allí. Atrás de la casa había otros dos desarmando un andamio. La casa emergía del suelo como una continuación de la tierra.

El niño había dado vueltas por allí casi desde el inicio de la construcción. Se sentaba a mirar cómo los hombres trabajaban después del almuerzo. Cuando caía el sol se iba corriendo y traía una campera que se ponía en el camino. En el invierno el sol dejaba de calentar después de la tres de la tarde. Los hombres se retiraban de la casa poco después de las cuatro. Se abrigaban bien, frotándose las manos frías, calentándoselas con el aliento de las bocas.

El niño siempre seguía con la mirada al más alto de ellos. Era un hombre que parecía parte de la casa, como si supiera qué era lo que ella necesitaba. Había agrandado el marco de la puerta de entrada y los marcos de las ventanas, resistiendo los embates del arquitecto que dirigía la obra. Finalmente cambiaron las aberturas por otras del tamaño de los marcos.

El hombre parecía duro como el granito. Todo el invierno había trabajado sin parar, llegando primero y retirándose último.

Cuando comenzó el calor de ese verano tardío la casa ya parecía casi lista. Fue entonces cuando el hombre pareció darse cuenta de la presencia del niño. Por primera vez lo miró.

Una tarde el hombre se había sacado la camisa de trabajo y había dejado su torso desnudo. El niño había recordado cómo su padre se desvestía al llegar del trabajo para bañarse y cambiarse la ropa llena de polvo blanco de la construcción.

—Mi papá también construía casas —le dijo al hombre rompiendo el largo silencio del invierno.

El hombre lo miró como distraído. Se estaba lavando las manos bajo el chorro de una canilla. El agua caía sobre la tierra y salpicaba gotas marrones.

—Mi mamá me contó cómo hizo nuestra casa —dijo el niño—. La hizo él solo.

El hombre se tiró agua debajo de los brazos humedeciendo el olor que despedía, mezcla de polvo y calor.

—Yo no tengo otros hermanos. Vivimos sólo mi mamá y yo.

El hombre metió la cabeza debajo del chorro y se pasó las dos manos por el pelo, la cara, se restregó los ojos.

—Las ventanas de mi casa son grandes como estas.

El hombre se secó con una toalla vieja. Se acercó y por primera vez se dio cuenta del color gris de los ojos del niño.

—¿Vivís muy lejos de aquí? —dijo el hombre.

—Mi casa está en la otra cuadra, acá a la vuelta —le contestó el niño—. A mi papá también le gustaban las ventanas grandes. Siempre decía que el sol estaba para iluminar y que había que dejarlo entrar por esas ventanas.

Las calles eran de tierra, y las veredas estaban llenas de pasto y plantas verdes.

—¿Por qué no sos amigo de los otros hombres que hicieron la casa? —preguntó el niño.

—Hay relaciones que no se dan —dijo el hombre.

El hombre caminó hacia la casa. Los otros ya se habían ido dejándola cerrada. Recogió maderas, pedazos de bolsa de cemento y unas latas con restos de pintura seca. Llevó todo atrás de la casa adonde había un recipiente lleno de basura. El niño lo siguió caminando atrás.

El hombre se puso la camisa que había quedado colgada en una rama del jacarandá. Dio toda una vuelta alrededor de la casa mirándola con orgullo.

—Mi papá era alto igual que vos —le dijo el niño siempre atrás del hombre.

Los dos fueron hacia la calle. La tierra se levantaba con sus pisadas. Las ramas de los árboles que caían a los costados parecían sedientas. Dieron la vuelta a la esquina. El sol caía oblicuo sobre la calle. La mitad estaba llena de luz y la otra mitad estaba en sombras.

El niño se adelantó. El hombre lo seguía atrás. Caminaron en silencio. Llegaron a una casa que parecía recién terminada. El hombre la miró. La casa era igual a la otra.

Los dos entraron por la puerta de madera. Adentro había una mujer. Ella sabía que el hombre la estaba mirando fijamente mientras se acercaba a ella. El niño corría las sillas, abriéndole paso al hombre. La mujer estaba parada en la puerta de un dormitorio. Adentro se veía una cama grande, mesas de luz. También dos veladores.

El hombre entró al dormitorio. La mujer lo siguió. Cerraron la puerta.

El niño se sirvió un vaso de agua fresca. Se sentó en una de las sillas de la cocina. Hacía mucho calor. Pensó que ya no volvería a la casa en construcción.


       

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