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Alabanza de los cuchillos

a Germán Sarmiento

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Alabanza de los cuchillos

La obsidiana encendió su brillo y fue la precursora del juego de la muerte. El filo hizo alusión al animal cuyos tendones debían ser cortados. El nacimiento del cuchillo aconteció con la migración de huesos, madera y dientes.

En la caza se extremó la perseverancia. La antigua sobriedad de la roca silítica participó de la agonía y de la superstición de la presa moribunda. Disciplinó su rigor el hombre y evaluó la pieza cobrada y la distancia hasta el fuego cavernario.

En la noche, junto a la fogata, el cazador mostró gratitud al pedernal y asumió la perfección del valor de los espíritus protectores de la herramienta cortante.

La hoja lítica ensangrentada previó su primitiva estrategia. La cualidad de su resistencia identificó los futuros retornos. El borde cercenante afirmó la brutalidad como un testamento de la necesidad y la sobrevivencia.

Armaron las estaciones la circularidad en torno al recién nacido cuchillo. Mientras más rabioso fuese el filo, más historicidad pasaría al subterráneo, donde la furia y la rivalidad impondrían el criterio para lograr el poderío de los machos.

 

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El primitivo acero debió ser filicida. Aguzado, se inspiró en las rústicas flores de la sangre para superar los atavismos. Ningún riesgo podía conjurarse si se contaba, a todo trance, con lo patético.

El arma acerada se despertaba en las horas oscuras y redistribuía su pasión en la altitud de la insania. Difícilmente se persuadía de la conjunción que la dislocaba.

El mortífero movimiento de la hoja en procura del pecho que lo retaba podía tardar una eternidad en producirse o el arrebato de breves segundos de cólera. La horizontalidad penetrante siempre se proponía como la ventaja de la libertad.

Lo luctuoso, susceptible de exageración, se ponía de parte del cuchillo y su acero afilado y evaluaba la corrección del suplicio sin infortunio.

Jamás el cuchillo devendría en árbitro del laberinto de la locura etílica. Su metamorfosis de luz quedaba encajada en las mañanas prolongadas en su destino ebrio y en la maravilla del canto lejano e inexistente de unos gallos que regentaban una espuria heroicidad de espuelas.

 

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Alabanza de los cuchillos

El resplandor inserto en un mango de cuerno anunció la jornada hacia el infierno. El occiso eludió la culpa y su hora suprema fue un grito de la sangre.

Aquel cuchillo estaba condenado a quedarse con el muerto. La entalladura conocía la gloria y el portento de la suficiencia. La hoja bullía cual un meteoro en su reluctancia. Su hambre de mortaja se anunciaba a diario en un cántico de victoria y rapaz soledad.

En presencia del astro funerario, el cuchillo esquivó el mellarse y se avino al color de la tierra que lo protegía. El crepúsculo continuó en su murmullo. Un gemido de menta y romero por poco lo hace descalabrar. Del otoño extrajo su legendaria majestad. (¿O sería del invierno?)

Cuando el seleccionado surgió del flanco profundo del callejón, el cuchillo, sin terciar palabra alguna, penetró por la más palpitante axila. El ala profunda de la muerte se agitó con brío, desprovista de auxilios. Una sombra se fue doblegando lentamente hasta quedar recostada sobre el frescor de unos árboles. Más nada. Luego la rápida presencia de los apogeos del luto y un viento gimoteante embadurnaron con un ríspido perdón la faz del ejecutado.

 

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Detrás de la fama sobrevive la reminiscencia de la craza de donde saltó el cuchillo desde su metal fundido. Los movimientos cortantes eran sus gracias y la contribución a los primeros sangramientos de importancia.

El cuchillo era inolvidable. Su sueño se completaba con sus destrozos de depredador. A lo traverso o erguido o cortado a pico. Su sensibilidad anunciaba la sumisión a la muerte. Su fiero porte inundaba al alma de absoluta tentación de desaparecer. Inserto dentro de un pulmón se le sentía respirar con un esfuerzo de acero.

Para conservar su violencia, el cuchillo ocultaba su humor y la voz de alerta. Así, cual una pluma fatídica, cruel y fría escribía un epílogo al interior de las vísceras y luego se olvidaba de él. ¿Por vanidad o por simple razón profesional? Sinceramente no se sabe la respuesta: misterio de una criatura de una evidencia poco desenvuelta.

¿Cuántos amaron a ese cuchillo? Tras los cristales se le palpó; se danzó con él en los chapaleados caminos; se filosofó acerca de su capacidad de revancha; se le estimó como a un deseo de un dios.

Con los años se acudió menos a él, aunque su poesía de eutanasia siempre constituía una bondad, un recurso de amparo difícilmente maltratado y muellemente abrazado.

En definitiva, el cuchillo era un soberano y obediencia irrestricta se le debía.

 

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Alabanza de los cuchillos

Los años pasan y los cuchillos quedan y hay que prosternarse ante su brillo más que elocuente y agudo. Los cuchillos también poseen música que se reconoce cuando el arma vuela en el aire y se clava en un cuerpo frecuentemente decorado con un bigote.

Vendrá el tiempo en que los cuchillos traigan los destinos tallados en las cachas. Así mismo, ellos —los cuchillos— dependerán los unos de los otros para que la muerte arribe de un solo tajo. ¡Será la solidaridad de la economía de desplazamientos!

Un cuchillo clavado en la nuca enemiga supondrá una pieza dramática plena de creación que le garantiza a la víctima la existencia permanente en los sueños del victimario (que no asesino). ¿Un cuchillo para despellejar en manos de un sonámbulo, acaso no se puede considerar una obra maestra del histrionismo que pone en vilo al esqueleto y al corazón? ¡La felicidad del cuchillo sería innombrable, harto de idoneidad y aptitud para producir fervor!

Del fondo de su alma, quien empuña un cuchillo de hoja ancha y cautivadora, desea con vehemencia que el arma cumpla su cometido con una maniobra certera y fluida. En los minutos previos a la acción, el gusto de lo fatídico colma el paladar y de inmediato se le trasfunde al cuchillo. La excitación salta desde los ojos y guía al destello de acero en su desplazamiento homicida. Un parque silencioso y de altos árboles resulta el lugar ideal para que la sangre fluya de un pecho inmovilizado por la silueta cultiforme que viene a despedirlo.

 

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Al cuchillo veterano hay que interrogarlo para que se explaye en su discurso. La herrumbre que deja la constancia del destripamiento es como un ocaso de azafrán.* La necrolatría convierte a la terrible arma, múltiples veces usada, en un destierro que resuena en el oráculo de los cobardes.

Nunca jamás agoniza un cuchillo. Su indetenible destello abarca la agonía del proscrito y en cada tiniebla sella un pacto con el subsuelo. La pupila contempla el sabor del enmohecimiento de la aleación bendecida para que conduzca a la fosa al más artero fabulador.

En su desnudez, extenuado por la resaca de la vaina, el cuchillo se adhiere a profundidad al pálpito de la vida para tornarla en noche abismal, inabarcable o extremadamente horadada. Él procura un viaje que se impone a los paisajes repudiados y los reemplaza por un conjuro definitivo, vacío de solemnidad.

Las punzadas del cuchillo representan una inefable ausencia. El desarraigo y el olvido son las sustancias que erigen su delirio. ¡Cuántas penurias para lograr una hazaña, a regañadientes reconocida! ¡Cuántas infidelidades y recusaciones para obtener ningún refugio seguro! Así se desdice del acero que elimina la vitalidad.

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* Nombre que se aplica a la trampa que acompaña al código por donde se asoma la herida mortal para precipitarse en el eco que obstina.

 

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Alabanza de los cuchillos

Tal era la alabanza que merecían los cuchillos, formas de los materiales que protagonizan las muertes más celebradas. Hueso a hueso; músculo a músculo; tejido a tejido.

Gracias a los cuchillos los amaneceres son rotundamente lúcidos y devorantes. En los cuchillos no se movilizan las penas, sólo las llamas que someten las bastardías.

Acariciar a un cuchillo significa rozar los futuros lamentos y alienarse de los perdones. Una respiración ensangrentada le otorga al arma blandida el privilegio de mirar la lágrima que acompaña al ojo del vivo que taxativamente muere de filo multiplicado.

En la maravilla que provoca su escenario, el cuchillo nunca actúa a ciegas. Su escarcha fantasmal va y viene con el crujido de la venganza que, cual estandarte exhalado, voltea las almas hacia el púrpura pereciente. La cuchillada permite transparentar los flancos ilusos que pretenden salvarse con lloriqueos o gimoteos sin tregua.

La separación entre la vida y la muerte la establece el orden del cuchillo. Los mortales habitan con frecuencia esa frontera y ordinariamente tal transgresión desemboca en arterias troceadas y manos que tratan con desesperación de aferrarse a la penuria que separa.

Dentro de su frío, el cuchillo mantiene el andamiaje desde donde rasga las máscaras que reverberan con ilusiones de ratas. Desde su lugar inconcluso, el cuchillo le coloca apelativo a tu escombro e ingresa por las fisuras hasta la oculta sospecha de un soplo que desea trascender, pero que tiene que ser abatido, inexorablemente, en su oprobio.