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Opio y literatura

Opio y literatura

El uso del opio ha estado presente en la historia de la humanidad durante miles de años: podemos decir que desde la alborada de la civilización. Las imágenes y sueños inducidos por el opio han inspirado a artistas y han sido tema de sus trabajos por siglos. Por lo menos desde la Era Neolítica ya era utilizado con fines alimenticios, como anestésico y con propósitos rituales de magia y adivinación. Los sumerios, los asirios, los egipcios, los minoicos, los griegos, los romanos, los persas y los árabes emplearon ampliamente el opio, el cual era el más potente medio para calmar el dolor. El opio es mencionado en los más importantes textos médicos del mundo antiguo, incluidos el papiro Ebers y los escritos de Dioscórides, Galeno y Avicena. Acaso el primer escritor que ampliamente describió y anotó los efectos del opio, tanto lo bueno como lo malo, haya sido Thomas de Quincey (1785-1859), quien publicó en 1822 sus Confesiones de un comedor de opio inglés. Este libro tenía dos propósitos. El primero: contar la historia de los momentos tempranos de la vida de De Quincey y cómo él había llegado a consumir opio y a asociarlo con el placer; el segundo: servir en calidad de instrucción manual de cómo lentamente nos enajenamos en las agonías paradójicas de la droga. De Quincey habló de esta suerte en su libro: “¡Oh! Justo, sutil y poderoso opio. Tú construyes sobre el seno de la oscuridad, fuera de la fantástica imaginación del cerebro, de las ciudades y templos allende el arte de Fidias y Praxiteles, allende el esplendor de Babilonia y Hecatompilos; y de la anarquía de los sueños llamas dentro de la luz solar a los rostros de bellezas largamente enterrados y los benditos amparos del hogar, limpiando de deshonras la tumba. Tú solamente das esos regalos al hombre; y tú tienes las llaves del paraíso, ¡oh, justo, sutil y poderoso opio!”.

A partir de 1821, la London Magazine publica un folletón de la pluma de Thomas de Quincey, el arriba mencionado Confesiones de un comedor de opio inglés. Después publicado como libro llegó a ser el texto más conocido acerca del uso y los efectos de la dependencia del opio. De Quincey lo tomó bajo la forma de láudano por primera vez en 1804 para tratar una neuralgia dental y hacia 1812 comienza su consumo regular hasta finalmente convertirse en una adicción.

Después de haber descubierto que el opio no se limitaba a minimizar el dolor, sino que inducía al mismo tiempo a un estado de beatitud, las descripciones de De Quincey gozaron de un reconocimiento internacional. Su obra fue traducida a varios idiomas y muchas veces reimpresa.

Una de las razones que empujaron a De Quincey a consumir el opio (muy usado en los medios artísticos) fue la revelación de la influencia que esa sustancia ejercía sobre la creatividad. Los sueños opiáceos concretaban en él ciertos aspectos de las experiencias pasadas —las impresiones sensoriales, las emociones, las cosas que él había vislumbrado— según los motivos inéditos que, una vez conferidos por la imaginación, podían conducir a nuevas ideas y a nuevas expresiones. En sus Confesiones..., De Quincey desarrolló esta tesis, todo hacia la búsqueda de comprender dónde se escondía la prueba de que el opio era responsable de esa fecundidad literaria. Él mismo percibió como un filósofo y, en consecuencia, sus sueños opiáceos llegaron a convertirse igualmente en seres filosóficos por naturaleza. Mas no importaba quién usara el opio: acaso no sería invadido por alguna visión o sus visiones seguirían siendo triviales. O en palabras de De Quincey: “Quien habla comúnmente de bueyes soñará con bueyes”.

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En Inglaterra los escritores fueron influenciados por los efectos del opio y su más socialmente aceptable forma médica: el láudano. Es célebre el prefacio de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) a su poema “Kublai Khan”. Ningún otro poeta que haya consumido opio llegó a ser tan famoso como Coleridge (quien desde su infancia era un gran tragador de láudano). En el prólogo de su poema, discutiblemente escrito en 1797, pero publicado por primera vez en 1816, el lector puede toparse con la ahora familiar referencia de Coleridge por el uso de “dos pizcas de opio” previo a la caída en un profundo sueño. El prefacio detalla los infinitos paraísos mostrados a Coleridge a través de su inducida somnolencia. Como sucede con el uso de las drogas, el momento fue fugaz, y el final del poema se escapó de ser asido cuando el sueño fue interrumpido por alguien que tocó la puerta. Esta interrupción fue reflejada en el estilo suelto del poema y lo figurativo de la capacidad del opio para trasladar a uno de la realidad presente y hacerlo entrar en un nuevo mundo de fantasía. Hay que tener en cuenta que los sueños producidos por el opio no son sueños en el sentido ordinario del término. La visión de Coleridge en “Kublai Khan” se eleva por encima del estado mental y va más allá hasta alcanzar sueños de vívidas escenas que nos hacen sentir gozosos, un estado en el cual la esencia de los bosques y los ríos, las cuevas y las fuentes, son percibidos, no como árboles individuales y las corrientes de agua y las cavernas se nos muestran abiertas. El sueño opiáceo fue una experiencia visionaria. Sin la asistencia del opio, el sueño de Coleridge habría aparecido en un diferente estado de la mente y el poema jamás se hubiese manifestado por sí mismo bajo semejante luz. Las circunstancias que inspiraron “Kublai Khan” ofrecen al lector paisajes que de otro modo no hubieran podido ser vistos. El opio claramente proveyó a Coleridge de una original conciencia creativa. En su época el poema recibió una acogida más bien tibia. No hubo persona que lo comprendiera, ni a su ritmo ni a la fidelidad con que el poeta evocaba y que permanecía notable.

La cultura del opio y la fascinación por lo exótico también aparecieron en las obras de renombrados autores ingleses como Charles Dickens (1812-1870), Oscar Wilde (1854-1900) y Arthur Conan Doyle (1859-1930), mostrando cuán profundamente había penetrado el opio en la sociedad inglesa victoriana. Muchos poetas románticos, incluidos Percy Bysshe Shelly (1792-1822), Lord Byron (1788-1824) y John Keats (1795-1821) y el poeta posromántico Alfred Lord Tennyson (1809-1892) se permitieron la ocasión de seguir los visionarios poderes del opio.

En 1848, empujado por su aversión contraria al materialismo que impregnaba las artes en una Inglaterra industrializada, un grupo de poetas y pintores formó la “Hermandad Prerrafaelita”. Los más distinguidos de sus fundadores fueron Dante Rossetti (1828-1882), William Holman Hunt (1827-1910) y John Everett Millais (1829-1896). Buscando la pureza que les permitiera crear y que habría existido en una ideal Edad Media, los prerrafaelitas se escaparon de un mundo en decadencia y se impregnaron de ideas místicas y nostálgicas. Su uso del láudano no es secreto para nadie. Elisabeth Siddal (1829-1862), la modelo preferida y la esposa de Rossetti, murió de una sobredosis y Rossetti mismo sufrió los efectos de ese estupefaciente.

Es muy probable que en una investigación sistemática, consagrada a los autores del siglo XIX y comienzos del XX que se dejaron ganar por esa opiomanía, arrojaría resultados elocuentes. En Alemania, Friedrich Nietzsche (1844-1900) ingería cloral, Johan Wolfgang Goethe (1749-1832) consumía una verdadera mescolanza de preparados sedativos, Heinrich Heine (1797-1856) había recurrido a la morfina. En Inglaterra, John Keats absorbía láudano e intentó suicidarse con esa sustancia; Walter Scott (1771-1832) se la prescribió para que se aliviara de una dolorosa enfermedad. Lord Byron, William Wordsworth (1770-1850), Wilkie Collins (1824-1889), Elizabeth Barrett Browning (1806-1861) comenzaron todos por tomar láudano contra los males de cualquier naturaleza pero, con el tiempo, finalizaron por consumirlo frecuentemente a manera de estimulante. En el caso del escritor estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), sin embargo, la duda subsiste. El opio jugó un papel en su obra y es cierto que él manifestó un gran interés por todo aquello que tocaba las múltiples facetas de la conciencia: los sueños, las visiones, el miedo o los deseos extremos, las obsesiones o aun el letargo. Poe estaba también al tanto de los estados de conciencia exacerbada, de la lucidez y de la perspicacia acrecentadas, entrenadas por el hábito del opio. En “Un cuento de las Montañas Escabrosas”, dice Poe: “...Al mismo tiempo la morfina hizo su efecto como era costumbre —eso recubría a todo el mundo exterior con una intensidad de interés. En el temblor de una hoja — en el tono de una brizna de hierba — en la forma de un trébol — en el zumbido de una abeja — en el brillo de una gota de rocío — en la respiración del viento — en los olores ligeros que provenían del bosque — me proveían un universo de sugestiones — un conjunto de pensamientos gozosos y variopintos, rapsódicos y no metódicos”.

En Holanda, el poeta Willem Bilderdijk (1756-1831) estaba en tal estado de dependencia opiácea que él redactaba sus propias recetas, entre las cuales una centena ha llegado hasta nosotros. A la inversa de sus contemporáneos, Bilderdijk no tomaba láudano, pero hacía confeccionar píldoras adheridas a plata, por puro placer. Una de sus recetas, todavía usada en nuestros días, es un compuesto de opio puro y de bálsamo de Perú, todo revestido con plata. Para Bilderdijk, el consumo de opio comenzó, como en el caso de tantos otros, por tomar un remedio contra un dolor físico, mas se transformó rápidamente en necesidad. Su dependencia le condujo a una grafomanía totalmente desprovista del menor sentido crítico. Su hijo murió a consecuencia de una sobredosis de opio administrada porque el niño lloraba ruidosamente y se rehusaba a dormir. Bilderdijk le dedicó un poema patético: “En memoria de mi pequeño muchacho Ursinus, matado por una poción somnífera administrada en secreto”. Sin embargo, no es imposible que no sea más que un sentimiento de culpa, pues él estaba profundamente irritado porque su hijo lo perturbaba.

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Multatuli, seudónimo de Eduard Douwes Dekker (1820-1887), el más grande escritor neerlandés, ingería morfina, inicialmente para curar la tos, más tarde como poción somnífera y después como antidepresivo. Frederik van Eeden (1860-1932) hizo consumir morfina a una de sus heroínas en su novela Los frescos lagos de la muerte. Marcellus Emants (1848-1923) en el extremo de su propia experiencia con el tratamiento de su dependencia del cloral escribió un libro titulado Una confesión póstuma. Jan Slauerhoff (1898-1936), uno de los poetas y autores holandeses más importantes, dice que él fumaba opio. En su novela La vida sobre la Tierra (1934), él describe una visita a un fumadero de opio chino.

En Francia, el opio se consumía esencialmente bajo la forma fumada. En poción, el láudano era ciertamente conocido y frecuentemente usado en la primera mitad del siglo XIX, mas no alcanzó el mismo grado de popularidad que en Inglaterra. Alfred de Musset (1810-1857) se inspiró en Confesiones de un comedor de opio inglés para escribir un libro parecido bajo las iniciales A. D. M. La obra da al opio un atractivo literario, el opio-remedio que se libera, poco a poco, de toda el aura de un lujo voluptuoso. En esa época, el opio era también consumido por compositores como Héctor Berlioz (1803-1869), quien asimiló sus experiencias en su Sinfonía fantástica, ejecutada por primera vez en 1830: un artista que languidece de amor se inflige una sobredosis de opio, pero en el lugar que le librará de la muerte que él desea, la droga le proporciona el sueño más fantástico.

En 1846, Théophile Gautier (1811-1872) publica La pipa de opio. Ése fue el inicio de una verdadera “moda de la droga”. Los miembros de los cenáculos artísticos estaban intrigados por el opio y el efecto que él podía tener sobre la creatividad. En el seno del Club de los Hachistas se experimentaba con drogas de todo tipo, bajo la supervisión de algunos médicos, que estaban familiarizados con los efectos del hachís. Por cuenta de Charles Baudelaire (1821-1867) y de Théophile Gautier se encontraban de invitados regulares los escritores Honoré de Balzac (1799-1850) o Alexandre Dumas (1802-1870) y de pintores como Eugéne Delacroix (1798-1863).

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En 1846, Gautier ofrece a la Revista de los Dos Mundos un relato personal de sus experiencias en una de sus reuniones mensuales en la revista. Él remarcó que, bajo la influencia de las drogas, el color, el olor, el ruido, el gusto y el tacto se tornaban más marcados, más intensos —y ellos podían fundirse en conjunto, en una experiencia sinestésica. El estímulo de un órgano de los sentidos solicitaba también la percepción o la sensación de otro. Gautier describió ese fenómeno en estos términos: “Mi oído estaba prodigiosamente desarrollado: yo entendía el ruido de los colores. Los sones verdes, rojos, azules, amarillos, arribaban por ondas perfectamente distintas”.

Cuando Gautier examinaba la sinestesia como el resultado de una psicosis artificial, Baudelaire sostenía, de acuerdo con De Quincey, que no conocía las experiencias quien vivía ya en ayunas. En Los paraísos artificiales (1860), Baudelaire adelantó la idea de que las drogas reforzaban la intensidad de la experiencia poética. Baudelaire no era él mismo un fumador de opio, sino un consumidor de láudano. Lo tomaba, entre otros motivos, para parar los efectos secundarios del mercurio sobre sus intestinos, ya que el mercurio era un producto que se ingería para combatir la sífilis. Más tarde, él tomó píldoras de opio contra los resfriados, las migrañas, la fiebre y los reumatismos. En el siglo XIX, Las flores del mal (1857) jugó un rol importante en la toma de conciencia de lo que hacían las drogas.

“Opio. Diario de una desintoxicación”, de Jean Cocteau

Los miembros del Club de Hachistas constituían la excepción de aquella época. No es, en efecto, más que a fines del siglo XIX cuando el opio para fumar causó furor en los círculos artísticos, para llegar a ser casi parte integrante del estilo de vida decadente de los salones parisinos. Los fumaderos de opio se convirtieron en un ritual tal que fueron numerosos, al extremo de ser considerados como un arte que muchos retocaron hasta la perfección. Los creadores como Guillaume Apollinaire (1880-1918), Alfred Jarry (1873-1907), Colette (1873-1954) y Pablo Picasso (1881-1973) tomaron parte regularmente en aquellos rituales. Paul-Jean Toulet (1867-1920), Maurice Magre (1877-1941), André Salmon (1881-1969) y Jean Cocteau (1889-1963) apreciaban igualmente al opio. En la ocasión de una cura en una clínica, Cocteau lo relató en otra parte, sin ambages, en Opio. Diario de una desintoxicación (1930), una obra ilustrada con sus extraños autorretratos.

La Primera Guerra Mundial marcó el fin de una era, el opio pasó en seguida a estar restringido a un uso médico. La prohibición de toda una serie de drogas entrañó la desaparición de consumidores aristócratas y estetas, reemplazados por las víctimas usuarias y los desheredados.

Por lo tanto, no se puede decir de ningún modo que a partir de ese periodo, los artistas fueran contrarios a escribir sus obras maestras en ayunas y con el espíritu claro, no más de lo que habían sido, por caso, el de los escritores del siglo XVIII. Voltaire (1694-1778) bebía, al parecer, sesenta y dos tazas de té por día. Honoré de Balzac tragaba café permanentemente mientras trabajaba. Jean-Paul Sartre (1905-1980) absorbía barbitúricos, cafeína y coridrona. Wystan Hugh Auden (1907-1973) tomaba benzedrina cotidianamente; Allen Ginsberg (1926-1997), peyote. Finalmente, mejor sería pedir obras literarias que no hayan sido escritas bajo la influencia de estimulantes.

Aunque escribir sea una especie de captura poética y el arrebatamiento que producen las drogas puede parecer que socava de alguna manera las fugaces impresiones y pensamientos confusos, muchos escritores han usado una diversa variedad de drogas como fuente de inspiración. Las drogas llegaron a ser una ayuda para intentar vislumbrar a las musas. Los consumidores de opio comienzan por admirar las deslumbrantes visiones producidas por esta droga y tratan de reemplazar la inspiración poética por un pretendido sustituto superior de ella.

Entre todas las drogas alucinógenas, la cultura del opio, en el seno de los círculos artísticos e intelectuales, podría ser considerada como una de las más románticas y de mayores evocaciones. La belleza de la pipa de opio clásica y de los accesorios que la acompañaban contribuyó en ello en un muy alto grado.

Otros derivados del opio como la morfina y la heroína también han sido usados por escritores y poetas a todo lo largo del siglo XX. William S. Burroughs, autor de la Generación Beat, escribió sus experiencias con la heroína en numerosos libros, comenzando en 1953 con su semibiográfico Junkie.

¿No sería mejor que la literatura se convirtiera en su propio opio que liberara a los espíritus del amodorramiento, el sopor y el letargo de tanta estupidez contemporánea?

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