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“Al sur del ecuanil”, Renato RodríguezAl norte del ecuánime Renato

Se tomó su vaso de ron de dos tragos. Le acarició la cabeza al perro echado a sus pies y con su característica sonrisa maliciosa le dio rienda suelta a la memoria.

“Viajé con Gaitán, de Cúcuta a Bogotá. En los periódicos de la semana aparecí retratado junto a él. En las fotografías se me ve detrás del líder. ‘Buenas que nos quedaron las fotos’, comentó Gaitán.

”Luego fui a dar a Hamburgo y Düsseldorf. Trabajé como un negro salchichero y me harté de cerveza y teutonas. Tuve un amigo portugués en Hamburgo que en una oportunidad me dio diez marcos para que comiera pollo con papas fritas. Tenía varios días comiendo pan con margarina. El portugués se llamaba Antero (verdad que parece un anagrama de Renato?) y trabajó conmigo en una fábrica de automóviles donde laboraban unos dos mil quinientos obreros. En Lima, en la iglesia de San Francisco, tuve una agradable y amena conversación con José Mojica y Alfonso Ortiz Tirado. Me comentaron acerca de sus recuerdos del encuentro con Caruso.

”Tiempo después me encontraba en Nueva York. Allí viví en la Pequeña Italia, específicamente en el barrio San Antonio. Tengo muy presente en la memoria el buzón que estaba ubicado en la calle Grant para depositar las contribuciones a la mafia. Me tomaban por un italiano más. Tal vez por mi nombre cambiado a Renato. En el minúsculo apartamento donde me alojaba poseía un gramófono. Yo miraba a través de un agujero del gramófono y veía a Caruso cantando adentro, de pie.

”Recuerdo que en un invierno, para ganarme unos dólares, me puse a hacer en mi apartamento una gran cabeza de dragón que usarían en un desfile. Conseguí cartones, hilos y cola y trabajé toda la noche. A la mañana siguiente, cuando intenté sacar al dragón por la puerta del apartamento, no pude porque el dragón era mucho más grande. Abrí la ventana y les grité a los que esperaban al animal en la calle que buscasen unas cuerdas. Con enormes esfuerzos conseguimos deslizar al dragón, sin dañarlo, desde el tercer piso donde yo habitaba hasta la acera. Aquello fue un espectáculo inolvidable”.

Renato se levanta de su asiento al advertir que la olla de café puesta sobre el fogón ha comenzado a hervir y desparramarse. Sirve café serrano en dos grandes tazas de peltre y corta un trozo de queso duro que alguien le trajo del llano.

“Mi abuela me regañaba porque yo comía mucho queso. ¡Decía que quien lo consumía demasiado se ponía bruto!”. Reímos a carcajadas y brindamos por la ocurrencia.

“Conocí a Guillermo Meneses. Lo traté bastante. Me publicó un cuento en la revista CAL. Meneses publicó por primera vez a un gentío en CAL. Por ejemplo, a José Balza, le publicó su primer cuento.

”Mi papá y Andrés Eloy Blanco fueron juntos a la escuela primaria. La cuna de los Blanco se quedó en mi casa y yo dormí ahí. Vi varias veces al poeta Andrés Eloy Blanco en Caracas. Nunca lo traté, pero en algunas ocasiones contemplé sus borracheras”.

Renato se sacude las migas de queso que le cuelgan del bigote. El perro ha olfateado a algún murciélago meciéndose bajo la floresta. Renato lo calma y se queda mirando el monte.

“El nombre de Drácula se lo sugirió a Bram Stoker un margariteño llamado Lord Marcano. Este Lord le dijo a Stoker que su personaje era un hijo del diablo.

”Dicen que el primer marval que llegó a Margarita lo hizo de la mano de Simón Maharval en 1508”.

Hacia el oriente se observan unos fucilazos en el horizonte. Hacia ese punto dirige su mirada Renato como para rescatar algo del olvido.

“Yo estuve medio empatado con una china de origen coreano. Un día amanecí con ganas de leer El libro del té, de Kakuzo Okakuro. Estaba desesperado por leerlo. Ei Yang, que así se llamaba ella, empezó a reírse y yo le pregunté por qué. Ella continuó riendo y luego me dijo: ‘Pasé por una librería y lo compré. ¡Aquí está!’. Me han atraído siempre las mujeres del Extremo Oriente. Yo estuve con el budismo japonés, el Sokka Gakai”.

Se atusa el bigote Renato. Sus ojos se le empequeñecen y a través de las ranuras lee en el pasado. Un gato maúlla en el techo antes de caer de una pedrada.

“Yo anduve de actor de cine en Río Seco, en el estado Falcón. Escribí una obra de teatro para los habitantes del pueblo. Entre monólogos y diálogos interpreté a cinco personajes. También escribí una obra acerca de la filmación de la película El mar del tiempo perdido. Trabajé, así mismo, en Diles que no me maten y en Manoa como actor y escenógrafo.

”Cuando estuve en Chile en 1949 me dio por pintar. Mi maestro un día me formó un peo, borracho, y me fui y no volví. En Santiago reencontré al poeta cubano Ramón Reyna, quien pertenecía a la Compañía Lírica Española. Yo a él ya lo conocía desde Lima. Nos encontramos en la Pastelería Iris. Allí me presentó a numerosas personas interesantes quienes me estimularon a escribir. Tenía en ese entonces veintiún años. Yo tenía lo que San Juan de la Cruz llamaba ‘la noche oscura del alma’. Intenté ingresar al seminario y un padre me dijo que yo no servía para eso. Yo servía para escribir.

”En Santiago de Chile conocí a muchos escritores. A Pablo de Rokha y a su hijo Carlos de Rokha”.

Renato levanta la cabeza y siente que flores blancas le caen del cielo. Apura entonces otro trago de ron.

“Yo conocí a Mario Briceño Iragorry en 1945. Él era el presidente del estado Bolívar. Me dijo que yo parecía un escritor y que debía dedicarme a escribir.

”Me pasó una cosa muy curiosa con un venezolano en Roma. Él me dijo: ‘Yo conocí tu libro Al sur del ecuanil en la capital italiana. Toda una sorpresa”.

Yo aproveché para darle otra sorpresa cuando le referí que estando en la Universidad de Peking en 1979, el compatriota Lorenzo Duque me obsequió ese libro que leí en una noche y que me produjo un inefable goce el desparpajo con el cual había sido escrito. Renato sólo sonrió como si lo extraordinario ya fuese parte de su vida.

“Conocí a Julio Cortázar y a Mario Vargas Llosa en París. Me acusan de plagiar a Bryce Echenique. Yo también le conocí y a Julio Ramón Ribeyro. A ellos no les gustaban mis libros. ¿Entonces? ¿Dónde está el plagio?”.

Alguien enciende una radio en una casa vecina y levemente se escuchan los acordes de un viejo bolero. El perro duerme y de vez en cuando da un respingo.

“A mí me gustaba mucho Raúl ‘Show’ Moreno, antecesor de Arturo y Lucho Gatica. Había un cantante italiano, cojo, que volvía locas a las mujeres con su exquisita voz... Bailé ‘Nunca en domingo’ en la isla de Guadalupe. Allí quería viajar en ‘El Colombie’. Fui a Guadalupe, abordé ‘El Colombie’ y compartí el camarote del capitán Joseph Ropars, un martiniqueño. Él llevaba una caja de ron. Me dijo: ‘Mira, mi amigo, esta caja de ron tenemos que bebérnosla porque a la aduana no la dejan entrar’. Viajamos muy felices y las ‘doce muchachas’ nos duraron todo el trayecto hasta Inglaterra. Aunque debo reconocer que en el tramo comprendido entre Las Azores y Gran Bretaña el mar se puso muy violento y el ron casi se nos acaba. Eso sí hubiera sido una tragedia”.

La tarde inicia su ciclo de declinación. Renato va un momento a su cuarto y regresa con un ejemplar autografiado para mí de su libro El bonche. Se le nota cansado y opto por despedirme. Finalmente agrega, como al vuelo, sin conexión aparente con lo dicho previamente:

“Conocí a Pedro Nucete Sardi en el bar del capitán Insúa en el edificio de El Nacional. Allí iba todo el mundo. Después a él lo nombraron embajador en Argentina, después de la caída de la dictadura de Pérez Jiménez...”.

Dejo a Renato dormido sobre su silla. El olor de la madera recién cortada en el aserradero donde vive Renato se intensifica. La temperatura comienza a descender y con ella, la neblina. Algunas guacharacas arman alboroto al regresar a sus nidos.

Al sur del ecuanil, la novela de Renato Rodríguez, reposa encima de la mesa, a la espera de un lector que la vuelva a sacar de su sueño en Tasajera, en el estado Aragua de Venezuela.

Maracay; Venezuela; diciembre de 2000 - Peking; China; septiembre de 2005.