Hay quien desespera si no entiende. Me fascina
lo que no entiendo. Ahora mismo intervengo en la presentación de un libro
mío sin estar presente. Mejor, no estoy presente
en cuerpo. A través
de este escrito me presento ante ustedes de otro modo,
en maniquí. En
algún pasaje dedicado a Raymond Roussel, Breton habla de un maniquí
interior, anónimo, sin ojos ni nariz ni orejas, que el psicoanálisis
descubrió en lo profundo de la mente. Bien, entonces les envió, enganchado,
subyacente, adjunto a este texto, a través de un procedimiento más o menos
mágico, mi maniquí, mi muñeco, al que mi soplo o hálito, que ya mismo le
insuflo a estas líneas, darán, auguro, en presencia de ustedes, a la inocua,
inmóvil figura una voz, nariz, ojos, oídos. De acuerdo, no seré yo y lo
seré. De algún modo estaré con ustedes, por una labor de ciencia secreta,
aunque mi cuerpo no se haya movido de su sitio, en el sur y a miles de
kilómetros, por un procedimiento que me fascina y me conmueve por extraño,
misterioso.
Una vez con ustedes, entre ustedes, habla mi muñeco, hablo. Dice Xavier
Forneret: No es que sea bueno; es que estoy contento. Estoy contento
porque algo mío circula libremente por una zona del mundo, parezco bueno —incapaz
de pegarle al perro, insultar al vecino, desear la mujer de otro vecino, tal
vez del mismo. No. Soy el mismo, neurótico, obsesivo, desconcertante, capaz
de puntapié y transgresión de la Ley Mosaica, pero al que una edición en el
extranjero hace feliz, hace brillar sus ojos.
Lo recuerdo. Una tarde, mientras caminaba con mi padre, le dije, o me dije
a mí mismo: Voy a ser el más grande de los poetas. Mi padre se rió.
Yo tendría por entonces 16 o 17. A esa edad uno puede, sin rubor o
remordimiento, sentir lo que sintió Roussel, más o menos a la misma edad,
cada obra como si fuese una obra maestra, pensar que uno es un prodigio, un
Dante, un Shakespeare, un Victor Hugo en la vejez, un Napoleón en 1811, un
Tanhauser en Venusberg; el cuarto lleno de destellos, hay que cerrar las
cortinas, impedir que la menor fisura posibilite la fuga de tal radiación,
inunde el mundo, llegue hasta la China, porque de ese modo la multitud
enloquecida podría abalanzarse sobre la casa. La vida se encargó de ponerme
en mi lugar. Se encargó de enseñarme, a veces de forma cruel, que la poesía
no se hace, digamos, con olas majestuosas o magníficos cometas sino de sus
antípodas, ¿acaso no fue Picasso quien dijo: Los cuadros se hacen siempre
como los príncipes hacen sus hijos: con pastoras? Amigos, denme una hoja
de periódico, una cajita de fósforos, un charco formado por la lluvia y les
escribiré un poema. No me traigan un Armani, una Krakatoa en erupción, un
sillón Luis XV, porque entonces no habrá poema. Entre 1912 y 1915, Arthur
Cravan transportaba los ejemplares de su revista Maintenant en un
carrito sin toldo, a 25 céntimos cada uno, mientras pensaba: Prefiero, en
cualquier caso, un amarillo a un blanco, un negro a un blanco y un negro
boxeador a un negro estudiante.
Hans Arp, dicen, convocado por el consulado alemán con motivo de la
Segunda Guerra Mundial, confundido, se santiguó ante el retrato de Hindenburg
y, más tarde, invitado por un psiquiatra a escribir su fecha de nacimiento
(la de Arp, digo), la repitió hasta el final de la hoja, luego trazó una
raya y debajo, sin preocuparse por la exactitud de la suma, escribió algunas
cifras. Cuando yo era niño visitaba a mi padre en la sala de telegrafía —él,
como el resto de sus compañeros, vestía uniforme gris cuyas mangas eran
negras de las muñecas hasta los codos. Siempre me detenía ante el busto de
Samuel Morse y lo saludaba —no era lo mismo con el retrato del curandero
gaucho Pancho Sierra que estaba en el dormitorio de la casa de mis bisabuelos,
yo le tenía miedo y me apuraba a pasar al cuarto contiguo. Si me preguntan
por mi fecha de nacimiento pienso de inmediato en una noche fría, con lluvia
y relámpagos, un mar cercano y revuelto; nací, en realidad, ¿en realidad?,
una madrugada pacífica de verano, con estrellas, en una ciudad de la llanura
pampeana, lejos del océano.
A Alfonso Peña, a Fabio Herrera, a Guillermo Fernández, a quienes no
conozco por sus nombres y trabajaron en la publicación de este libro,
gracias.
En Muñiz, 23 y 24 de agosto, 2003.