Una producción
de Editorial Letralia
Cagua, Venezuela
Jorge Gómez Jiménez
Editor

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Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 103
3 de noviembre de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Anexos
A propósito de La orilla desierta
Carlos Barbarito

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"La orilla desierta", de Carlos Barbarito(Nota del editor: un amigo de Letralia presenta un libro y la alegría es compartida. La orilla desierta, poemario del argentino Carlos Barbarito, es presentado en San José, Costa Rica, a donde no viajará el autor más que en sus palabras, que aquí reflejamos).

Hay quien desespera si no entiende. Me fascina lo que no entiendo. Ahora mismo intervengo en la presentación de un libro mío sin estar presente. Mejor, no estoy presente en cuerpo. A través de este escrito me presento ante ustedes de otro modo, en maniquí. En algún pasaje dedicado a Raymond Roussel, Breton habla de un maniquí interior, anónimo, sin ojos ni nariz ni orejas, que el psicoanálisis descubrió en lo profundo de la mente. Bien, entonces les envió, enganchado, subyacente, adjunto a este texto, a través de un procedimiento más o menos mágico, mi maniquí, mi muñeco, al que mi soplo o hálito, que ya mismo le insuflo a estas líneas, darán, auguro, en presencia de ustedes, a la inocua, inmóvil figura una voz, nariz, ojos, oídos. De acuerdo, no seré yo y lo seré. De algún modo estaré con ustedes, por una labor de ciencia secreta, aunque mi cuerpo no se haya movido de su sitio, en el sur y a miles de kilómetros, por un procedimiento que me fascina y me conmueve por extraño, misterioso.

Una vez con ustedes, entre ustedes, habla mi muñeco, hablo. Dice Xavier Forneret: No es que sea bueno; es que estoy contento. Estoy contento porque algo mío circula libremente por una zona del mundo, parezco bueno —incapaz de pegarle al perro, insultar al vecino, desear la mujer de otro vecino, tal vez del mismo. No. Soy el mismo, neurótico, obsesivo, desconcertante, capaz de puntapié y transgresión de la Ley Mosaica, pero al que una edición en el extranjero hace feliz, hace brillar sus ojos.

Lo recuerdo. Una tarde, mientras caminaba con mi padre, le dije, o me dije a mí mismo: Voy a ser el más grande de los poetas. Mi padre se rió. Yo tendría por entonces 16 o 17. A esa edad uno puede, sin rubor o remordimiento, sentir lo que sintió Roussel, más o menos a la misma edad, cada obra como si fuese una obra maestra, pensar que uno es un prodigio, un Dante, un Shakespeare, un Victor Hugo en la vejez, un Napoleón en 1811, un Tanhauser en Venusberg; el cuarto lleno de destellos, hay que cerrar las cortinas, impedir que la menor fisura posibilite la fuga de tal radiación, inunde el mundo, llegue hasta la China, porque de ese modo la multitud enloquecida podría abalanzarse sobre la casa. La vida se encargó de ponerme en mi lugar. Se encargó de enseñarme, a veces de forma cruel, que la poesía no se hace, digamos, con olas majestuosas o magníficos cometas sino de sus antípodas, ¿acaso no fue Picasso quien dijo: Los cuadros se hacen siempre como los príncipes hacen sus hijos: con pastoras? Amigos, denme una hoja de periódico, una cajita de fósforos, un charco formado por la lluvia y les escribiré un poema. No me traigan un Armani, una Krakatoa en erupción, un sillón Luis XV, porque entonces no habrá poema. Entre 1912 y 1915, Arthur Cravan transportaba los ejemplares de su revista Maintenant en un carrito sin toldo, a 25 céntimos cada uno, mientras pensaba: Prefiero, en cualquier caso, un amarillo a un blanco, un negro a un blanco y un negro boxeador a un negro estudiante.

Hans Arp, dicen, convocado por el consulado alemán con motivo de la Segunda Guerra Mundial, confundido, se santiguó ante el retrato de Hindenburg y, más tarde, invitado por un psiquiatra a escribir su fecha de nacimiento (la de Arp, digo), la repitió hasta el final de la hoja, luego trazó una raya y debajo, sin preocuparse por la exactitud de la suma, escribió algunas cifras. Cuando yo era niño visitaba a mi padre en la sala de telegrafía —él, como el resto de sus compañeros, vestía uniforme gris cuyas mangas eran negras de las muñecas hasta los codos. Siempre me detenía ante el busto de Samuel Morse y lo saludaba —no era lo mismo con el retrato del curandero gaucho Pancho Sierra que estaba en el dormitorio de la casa de mis bisabuelos, yo le tenía miedo y me apuraba a pasar al cuarto contiguo. Si me preguntan por mi fecha de nacimiento pienso de inmediato en una noche fría, con lluvia y relámpagos, un mar cercano y revuelto; nací, en realidad, ¿en realidad?, una madrugada pacífica de verano, con estrellas, en una ciudad de la llanura pampeana, lejos del océano.

A Alfonso Peña, a Fabio Herrera, a Guillermo Fernández, a quienes no conozco por sus nombres y trabajaron en la publicación de este libro, gracias.

En Muñiz, 23 y 24 de agosto, 2003.


       


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