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Cuentos
Era enorme y bueno. Trabajaba y residía en un taller mecánico. Entre sus pertenencias figuraba un colchoncito con cotín engrasado como él y unas frazadas asquerosas. Dos gatos dormían a su lado. Cocinaba huevos y sopa y se calentaba mate cocido con una garrafa. A los chicos del barrio les producía curiosidad. Un día, ese hombre que se trasladaba bamboleándose, que sonreía y silbaba, que apretaba con los dientes un toscano, ese hombre de paz, muerto, limpio, apareció nimbado, semiempotrado en un pilar, inapacible, limpio, con alígero nimbo de barniz selenita.
Claro que pensó en huir, harta de padecer la torpeza de los golpes de esa especie de marido colérico, de pésimo vino y borbotones de sevicia. También pensó en huir cuando su hijo cayera muerto por una bala perdida entre los cohetes y petardos detonados por los chicos y adultos del barrio, después de transcurridos veinte minutos del año nuevo. Pensó. Hasta que dejó de hacerlo. Después de veinte años la vieja sigue, loca, letártiga, sigue huyendo.
Nació por vía de cesárea Cristina, único descendiente que tendrían sus papás. El nombre lo improvisaron de apuro, por así decir; lo extrajeron de una criteriosa galera, tras evaluar la armonía fonética junto al apellido. Aguardaban a Juan Ramón Ernesto e irrumpió Cristina. El desencanto se fue desplegando corrosivo en sus ánimos. La niña, alumna aplicada, fantasiosa y fácilmente ridiculizable: encorvaba la espalda la más alta en todos los grados, fruncía los labios cuando atendía a una explicación, bizqueaba a veces, y, adolescente, padecía ataques de picazón, o lloraba —simplificando— sin motivo. En procura de constreñir fatigosa gimnasia (contar paradas de colectivos, o perros, o discapacitados, o automóviles con patentes de provincias), ritos incoercibles (sentarse un instante en determinado sillón, antes de la merienda), sueños repetitivos (su madre obstinándose en ofrecerle muestras de comprensión y cariño), concurrió a un curso de control mental que promocionaban por radio. En esas estaba, cuando ella y el licenciado que dictaba el curso se enamoraron. Sin tropiezos accedieron al altar; y ahora, él la embarazó y la tiene ilusionada con que por fin nacerá Juan Ramón Ernesto, una generación después. Retazo de vida.
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