Los
escritores chilenos Gonzalo Contreras y Camilo Marks, cada uno a su manera,
manifestaron su sorpresa por la avalancha de loas y flores a Bolaño después de
su muerte. Sin mencionar a nadie en particular (forma oblicua de debatir),
Contreras escribió: "Estoy sorprendido por la tumultuosa corte de
admiradores que tenía en Chile". Marks dijo: "Muchos elogios sobre
Bolaño me parecen poco sinceros". Por otro lado, Jaime Collyer escribió
un bilioso guión de cortometraje sobre un hígado que se convierte en objeto de
culto luego que no alcanzó a ser transplantado en un escritor latinoamericano.
Como si estos escritores estuvieran autorizados por alguien superior, o como si
ellos fueran lo políticamente correcto, sospecharon de los que consideraron a
Bolaño una verdadera leyenda, o como una estrella de rock que vive rápido,
muere joven.
Efectivamente, el lunes 14 de julio ocurrió algo muy preciso: la muerte de
Bolaño en el hospital Vall D'Hebron de Barcelona. Y eso, de uno u otro modo, no
dejó a nadie indiferente en Chile. Las llamadas telefónicas se activaron, los
computadores se encendieron y los correos electrónicos se desplazaron en el
ciberespacio. No era raro. Bolaño ya se había metido en el Canon Literario
Latinoamericano sin pedir permiso a nadie. Nunca dijo: "Perdón, señores,
¿puedo entrar?". Sin que nadie se diera cuenta ya estaba sentado y
separando la grasa de la carne. Bolaño escribía sobre la única hermandad que
conocía, la cofradía literaria. Y para esa corporación, el tema primordial es
quien define el canon, la composición de la pirámide. Ese es el tema de La
literatura nazi en América (1996), en los cuentos Llamadas telefónicas
(1997). Esa es la materia de la novela Nocturno en Chile (que él quería
titular Tormentas de mierda), una visión implacable del crítico chileno
mercurial y pinochetista. La novela Estrella distante (1996) habla sobre
un poeta que después del golpe militar en Chile se dedica a escribir poemas
(frases bíblicas) con humo de avión en el cielo. Los jóvenes poetas es el
tema también de la novela Los detectives salvajes (1998). En fin,
Bolaño habla sobre las fobias, los sueños y los desatinos de los escritores.
(Y, la miseria, la miseria cruel de un escritor en dictadura). Está en la
cocina literaria. Todas las sectas tienen sus rituales de iniciación y sus
códigos. Son los temas de la credibilidad, de la inserción, de la aceptación
en la pirámide literaria. Bolaño explora los secretos, las bondades y las
miserias del oficio. El rol de la critica, de los premios, de la política y las
becas, de los modernos "mecenas", de los profes universitarios
remolones, y de los funcionarios y aditivos de la literatura: los
"aborrecibles" lectores de las editoriales, los poetas voluntariosos,
los escritores fracasados.
Es decir, las técnicas de cómo constituirse en eso que los periodistas
cursis llaman una "personalidad". O sea, las bondades, los secretillos
y las miserias de la casta literaria. En fin, historias de escritores —con o
sin talento— pero poseídos por la literatura.
Obviamente, este es un tema que les interesa a los nuevos, a los que vienen
de abajo, a los excomulgados, a los resentidos y a los marginales (y, créanme,
en países injustos como los nuestros, son muchos), pues la obra de Bolaño
puede leerse como manual o diccionario literario. Y también como represalia, o
venganza, para qué vamos a andar con cosas. Por eso. Por eso los jóvenes lo
leen y lo leerán en el futuro. Pero, además, Bolaño se convertirá, con el
tiempo, en un escritor en que otras cofradías —artísticas, profesionales o
políticas— lo descubrirán y lo leerán como metáforas de cómo funciona su
mutualidad. Su estilo Cult-Pop —refinado, pero sin miedo a la cultura popular—
será un estilo muy de moda.
Al revés, la literatura de Bolaño no es para anquilosados o satisfechos,
con razones o no. Ni para escritores viejos, en decadencia o no. Por ejemplo,
dos escritores vejetes, Enrique Lafourcade y Luis Sánchez Latorre (Filebo),
escribieron, a la muerte de Bolaño, que no le habían leído y que seguramente
no le leerán ya. "Confieso no haber leído nada de Roberto Bolaño" (Lafourcade).
"No creo que deba dar excusas públicas por no haber leído a Roberto
Bolaño" (Filebo). ¿Ven? No le han leído nada ni le leerán ya, pero
igual metieron la cuchara.
Bolaño pertenece a esa estupenda raza de jóvenes (nunca reconocidos, o mal
reconocidos, es decir, estigmatizados) que un día —idealistas o tontos, qué
más da— estuvieron dispuestos a luchar con y por Salvador Allende. La
historia es la siguiente: el día del golpe militar de Pinochet, digamos un 11
de septiembre, Bolaño vivía en el paradero 20 de la Gran Avenida del sur de
Santiago, en la casa del joven poeta Jaime Quezada. Entre el invierno de 1971 y
el verano de 1972 Quezada visitó Solentiname de Ernesto Cardenal (Un viaje
por Solentiname, 1987). Luego viajó a México y allí vivió con la familia
Bolaño, que había llegado a México en 1968. La familia Bolaño era
originariamente de Los Ángeles, la tierra natal de Quezada. Roberto Bolaño era
un chaval introvertido y que se pasaba el día encerrado y leyendo. Influenciado
por la visita del joven poeta Bolaño se viene a Chile en los meses antes del
golpe. Aquí se aloja en la casa de Quezada. En su cuento Buba (de
Putas asesinas), como en sueños, recuerda cuando caminaba por el
Llano Subercaseaux para ver la estatua del Che, que estaba entonces en la Gran
Avenida.
Un día, un día aciago, Jaime Quezada lo despierta:
—Roberto, han dado un golpe los militares.
—¿Dónde están las armas?, que yo me voy a luchar.
—No salgas, no vayas, ¿qué le voy a decir a tu mamá si te pasa algo? —(según
contó Bolaño en una entrevista con Rodrigo Pinto y según me confirma ahora el
propio Quezada).
Bolaño salió no más a buscar células de resistencia. Le dijeron que el
general Carlos Prats venía con tropas leales del sur a defender a Allende. Ya
lo sabemos, no era verdad, y los líderes de la Unidad Popular llaman a
replegarse, o, lo que es lo mismo, a esconderse. En Los Ángeles, su zona
originaria, en una estación de buses, lo detienen por sospecha. Lo llevan a una
comisaría. El teniente de carabineros lo ve como un terrorista extranjero pues
Bolaño aún hablaba con acento mexicano. Eso podía ser mortal en el mundo
enfermo que vivían los milicos. Luego lo envían a una comisaría de
Investigaciones. Como relata en el cuento Detectives (de Llamadas
telefónicas), tuvo la buena raja de encontrarse con dos compañeros de
curso que ahora eran tiras y que lo ayudaron a salir. Menos literarias, pero
quizás más reales, hay otras gestiones que también habrían ayudado; son las
de su madre, desde México, y del joven Quezada en Chile.
Bolaño le dio vida literaria a esa generación que rondaba los veinte años
cuando murió Allende, esa generación —como dijo Bolaño al recibir el premio
Rómulo Gallegos— de militantes que se llenaron de historias —heroicas o
desastrosas— en todo el continente americano. El escritor —dijo también
Bolaño— es un guerrero que siempre lucha, aunque sea, al final, derrotado.
Bolaño se convirtió entonces en un verdadero escritor de exilio. Vivió a la
intemperie, en la desprotección, pero siempre buscando rehacerse, como tantos
latinoamericanos desamparados y errantes, como putas honradas que viven entre la
corrupción, la violencia, la innegable inmundicia y, modestamente, pasan
hambre, verdadera hambre.
No es raro, entonces, que Roberto Bolaño deseara un funeral con algo de
ceremonia vikinga, en que se prende fuego a la embarcación con el difunto
adentro. Los vikingos en esas barcazas (drakkar) navegaban días y noches
frías y oscuras. A veces, el cielo era tan cerrado que no se guiaban por las
estrellas, sino por el instinto y la destreza. En esas condiciones, los vikingos
no sabían, no podían saber lo que era el miedo.
Bolaño tuvo algo que los cobardes y los acomodados siempre omiten: coraje.