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Oliverio Girondo: la transgresión perpetua

Jorge Ariel Madrazo

Oliverio Girondo El poeta argentino —ya puede decirse: universal— Oliverio Girondo (1891-1967), cobra día a día el perfil de un clásico y a la vez, paradójicamente, el de un constante maestro de rebeldías; sobre todo, a partir de su difusión en Latinoamérica (el periplo europeo lo había cumplido y aprovechado muy joven). Girondo supo, en efecto, hallar nuevos y desafiantes rumbos para expresar esa experiencia poética en cuyo seno el mundo parece suceder por primera vez. Una experiencia epifánica que, aunque instrumento de conocimiento, se roza con el mito; y que no puede sino subvertir un lenguaje de estructuras pre-establecidas, fosilizadas.

Sobre tal epifanía apuntó, mucho mejor, el propio Girondo: "El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones, ¿no justificaría que pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta con abrir los ojos y mirar para sentir esos ímpetus de prosternación ante cualquier cosa; ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura...?". Pero, atención: nada hay en común entre este alborozado descubrimiento de lo único e intransferible, esta extrañeza emocionada ante el ser y el estar, y su polo opuesto: la aceptación de lo dado; la alienación conformista. Por el contrario: Girondo tocó las cuerdas más trágicas y descarnadas del esqueleto y de la médula, de la pudrición y lo caótico, sin menoscabo de la exaltación de lo vital y de "la presencia del arcángel relámpago y su vuelo", para usar aquí las palabras con que a él se refirió otro poeta mayor: su compatriota Edgar Bayley.

Un breve salto a 1922. El año del Ulyses; de The Waste Land. El año cuando Mario y Oswald de Andrade, junto a otros escritores y artistas, organizaron en el Teatro Municipal de San Pablo la "Semana de Arte Moderno", hito del modernismo brasileño. En aquel 1922, un Jorge Luis Borges todavía entusiasmado por la novedad del llamado ultraísmo editaba en Buenos Aires la revista Proa, antecedente del núcleo "Martín Fierro", cuyo manifiesto inicial publicado en el Nº 4 de la revista homónima del 15 de mayo de 1924, redactó el mismo Girondo. También en 1922 André Breton rompía con Tristan Tzara y echaba las bases del surrealismo, mientras Vicente Huidobro reiteraba (con algún mesianismo): "El poeta crea, fuera del mundo que existe, el que debiera existir...". Es decir, poesía como realidad-Otra. No más, ya, como mera representación o adorno de un "tema" previo, sino como la elaboración a posteriori de la experiencia poética, que irá retraduciéndose mediante la puesta en acto de un lenguaje brotando de sí mismo. Una postura que consolidaron con fuerza reveladora, en el mismo '22, los 500 ejemplares del libro La primavera y todo, cuyo autor tanto iba a marcar a la poesía contemporánea: el norteamericano William Carlos Williams.

Y bien: en aquel 1922 aparecía en Buenos Aires —como se ve, no por azar— Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, del treintañero Oliverio Girondo: "En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana...". Era el Girondo que desde adolescente había residido en Europa, y que habría de publicar un único texto narrativo (Interlunio, 1937) y seis poemarios fundamentales: los Veinte poemas..., en el '22; Calcomanías, en 1925; Espantapájaros, en 1932; Persuasión de los días, en 1942; Campo nuestro, en 1946, época en que Girondo y su esposa Norah Lange estrechan sólidos lazos con poetas jóvenes como Enrique Molina, Aldo Pellegrini, Olga Orozco, Bayley y otros. Y, en 1954, irrumpe como un torbellino En la masmédula, que dejó estupefactos a sus propios amigos y hoy continúa asombrando.

Si en Calcomanías Girondo insiste con las imágenes de cuño entre modernista y cubista, Espantapájaros se abre con un caligrama en homenaje formal a Apollinaire. Y otro poema juega con los retruécanos: "Abandoné las carambolas por el calembur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados... ¡Mi ineptitud llegó a confundir a un coronel con un termómetro!". Pero el todavía refrescante humor de Espantapájaros se condensa, de pronto, en un poema que figura en todas las antologías, el número 12: "Se miran, se presienten, se desean, / se acarician, se besan, se desnudan, / se respiran, se acuestan, se olfatean, / se penetran, se chupan, se demudan, / se adormecen, despiertan, se iluminan, / se codician, se palpan, se fascinan, / se mastican, se gustan, se babean (...) / Se derriten, se sueldan, se calcinan, / se desgarran, se muerden, se asesinan, / resucitan, se buscan, se refriegan, / se rehuyen, se evaden y se entregan".

Es que en Espantapájaros Girondo creaba ya una obra lírica netamente diferenciada de la poesía de su tiempo: cobijaba muchos textos en seudo-prosa (hablar de poesía en prosa es, ab ovo, un absurdo), que desdeñando la matriz lineal del verso abrían las puertas a una imaginación admirada por Gómez de la Serna; y en él están también los grandes anhelos que impregnan cada línea suya: el panteísmo, el afán de elevación simbolizado en las innumerables alusiones al vuelo. Por eso, su alabanza de una supuesta amante no se limitaba allí a un credo erótico; era un ansia espiritual disfrazada por el humor: "No me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida, ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— ¡no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar!".

Con Persuasión de los días —título que remite ya a la madurez— se inaugura el segundo Girondo, el interior, grave y hasta trágico e imprecatorio. Un registro muy notable en poemas como "Ejecutoria del miasma" ("Este clima de asfixia que impregna los pulmones / de una anhelante angustia de pez recién pescado. / Este hedor adhesivo y errabundo, / que intoxica la vida / y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo..."). O en "Derrumbe", "Invitación al vómito", "Expiación", "Hay que compadecerlos". Rotundos desde sus títulos. Sobresalía allí una impronta dialogal, desgarrada, en la que descuella la fiereza del poema "Es la baba". Línea que alternaba, pero no contradecía, a la del poeta aún impregnado de comunión pánica con el todo, aunque tal lazo fuera deteriorándose bajo el hacha del tiempo y de un mundo erróneo desde sus cimientos.

En esa línea de fusión vital, de despersonalización e identificación con lo-Otro, sobresale su famoso poema "Gratitud": "Gracias aroma / azul, / fogata / encelo. // Gracias pelo / caballo / mandarino. // Gracias pudor / turquesa / embrujo / vela, / llamarada / quietud / azar / delirio // (...) Gracias a lo que nace, / a lo que muere, / a las uñas / las alas / las hormigas, / los reflejos / el viento / la rompiente, / el olvido / los granos / la locura. // Muchas gracias gusano. / Gracias huevo. / Gracias fango, / sonido. / Gracias piedra. / Muchas gracias por todo. / Muchas gracias // Oliverio Girondo, / agradecido".

También en Persuasión de los días se anticipa una total Rebelión de vocablos, título del poema que se inicia: "De pronto, sin motivo: / graznido, palaciego, / cejijunto, microbio, / padrenuestro, dicterio; / seguidos de: incoloro, / bisisesto, tegumento, / ecuestre, Marco Polo, / patizambo, complejo; / en pos de: somormujo, / padrillo, reincidente, / hervíboro, profuso, / ambidiestro, relieve...". Y ello sin olvidar el lirismo, el sentimiento, la vida dando sentido al todo, de "A pleno llanto": "Lloremos por las uñas, / por los pies, por los dientes, / lacios chorros tranquilos / de lágrimas salobres (...)". Curiosamente, este poema es una paráfrasis de "Lloremos", de Espantapájaros; y, sin embargo, el de aquel libro anterior aún tañía la cuerda del sarcasmo lúdico. Ahora, el humor había quedado muy atrás.

Con En la masmédula se ahondan el vértigo a menudo apocalíptico, la denuncia de la vacuidad; se desata un huracán destructivo aunque rigurosamente organizado. Girondo enhiesta allí sus púas como el conmovedor erizo que Derrida equipara al poema, ese erizo que "se ciega erizado de espinas, vulnerable y peligroso, calculador e inadaptado" y que "al sentir un peligro se hace un ovillo en la autopista y se expone al accidente fatal". Tanto el sentido como el ritmo, las asociaciones fonéticas, la entonación, se descargan en un impacto único. "En este libro de fórmulas rituales se juega una de las aventuras más audaces de la poesía moderna" (Enrique Molina, prólogo).

Aun en la injusticia del inevitable fragmentarismo, permítase transcribir un tramo emblemático de este último libro girondiano de sustancia en el fondo trágica; unas líneas de un poema de amor —"Mi Lumía"— cuya sintaxis anticipó el glíclico de Cortázar: "Mi LU / mi lubidulia / mi golocidalove / mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma / y descentratelura / y venusafrodea / y me nirvana el suyo la crucis los desalmes / con sus melimeleos / sus eropsiquisedas / sus decúbitos lianas dermiferios limbos y / gormullos / mi lu / miluar / mi mito / demonoave dea rosa / mi pez hada / mi luvisita nimia / mi lubísnea / mi lu más lar / más lampo / mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio / mi lubella lusola / mi total lu plevida / mi toda lu / lumía".

Claro está: Girondo creía, como antes e.e. cummings y Gerald Manley Hopkins y los grandes nombres de la vanguardia incluyendo a Huidobro (por supuesto, a partir de Baudelaire-Mallarme-Apollinaire-Rimbaud), que en poesía la unidad o ladrillo esencial no es sólo la palabra —o su agrupación multívoca— sino también la sílaba, y aun la letra; de allí esos quiebres, dismorfismos, distorsiones, descapsulamientos, o al revés: agregados y embolsillamientos sonoros. Revolución de la sintaxis no como experimento sino como imposición de la necesidad poética. Por ello fue capaz de coaligar un lenguaje de neto sello castizo con un lujurioso regodeo de aliteraciones y paronomasias, de palabras vigentes por sus valencias y no por su significado literal, de imágenes deslumbrantes o furiosas, y todo esto sustentado en un impulso de cuestionamiento vital que, apunta Enrique Molina, traduce el "sentimiento de la condición lacerada del yo en lo más íntimo de su nucleo orgánico, entre el latido atronador del cuerpo y lo fugaz perpetuo". Las cosas y los seres exhiben ahora su incompletud —y de allí la abundancia de las partículas lexicales sub o ex: "subánimas", "subcero", "exotro", "exnúbiles", "exellas", "exóvulo"—; un menos, que es más.

La más que médula, la masmédula. La vida-texto, la mezcla.

Como brama el poema titulado justamente "La mezcla", que abre En la masmédula: "No sólo / el fofo fondo / los ebrios lechos légamos telúricos entre fanales senos / y sus líquenes / no sólo el solicroo / las prefugas / lo impar ido / el ahonde / el tacto incauto sólo / los acordes abismos de los órganos sacros del orgasmo / el gusto al riego en brote / al rito negro al alba con su esperezo lleno de gorriones / ni tampoco el regosto / los suspiritos sólo (...) sino la viva mezcla / la total mezcla plena / la pura impura mezcla que me merma los machimbres el / almamasa tensa las tercas hembras tuercas / la mezcla / sí / la mezcla con que adherí mis puentes".

Los puentes de la poesía total. Es el Girondo a cuya muerte Neruda consagró un intenso poema, que concluye: "De todos los muertos que amé / eres el único viviente. // No me dedico a las cenizas: te sigo nombrando y creyendo / en tu razón extravagante / cerca de aquí, lejos de aquí, / entre una esquina y una ola / adentro de un día redondo / en un planeta desangrado, / o en el origen de una lágrima".



       

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