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Federico García Lorca Poeta en Nueva York, los reyes de Harlem y los de Wall Street

Carlos Cañas-Dinarte

    (Nota del editor: este trabajo del investigador salvadoreño Cañas-Dinarte corresponde a una conferencia dictada por él en el Centro Cultural de España, Embajada de España en San Salvador, el 18 de junio de 1998).

Para las almas de Roberto Scioville y Ricardo
Avalos Escobar, cuyos relojes en fuga
suenan a concierto interrumpido.

Federico vino a mis ojos con su palabra de nardos. Cual niño lo miro, miro, cual niño lo estoy mirando. Ante mis iris conmovidos, mueve ese Lorca sus manos y enseña, celestes y puros, sus verbos de verde hogaño.

Nuestro encuentro fue casual, en la mitad del barranco de libros fatigados del parquecito de San José, ante el pórtico derruido y doliente de aquella iglesia incendiada hace 23 años en el corazón de nuestra capital. Ya mis oídos sabían de la existencia de su palabra, por mi padre que recitaba con respeto algunos versos de La casada infiel, destrozados casi a diario en los autobuses y cinqueras por una versión cancionera de cabaret de octava, más repasada que el Himno Nacional en las sórdidas y espirituosas calígines del zanjón Zurita, la Plaza del Trovador, la Alameda Juan Pablo II y los iniciatorios sexuales de la Calle Celis y la "Tuentifor". ¡Ay del resoplar de caballo del corazón de mi padre, parado como verano en las verdes hojas del árbol de mi armonía, de mi esfinge, de mi pan y mi trabajo!

En la revisión rutinaria de los chalecitos para la venta de libros de viejo, de pronto, sin anunciarse y sin quitarse el sombrero, ya estaba frente a mí Federico. Me saludaba desde dentro de una edición fea, amarillenta y mal refilada, cuyo título en letras rojas a mis sinapsis de inconsciente colectivo no le decían absolutamente nada: Poeta en Nueva York.

"No lo conozco", anoté para mis adentros y me dejé seducir por los cinco míseros colones que el anciano vendedor me decía que valía aquel volumen, cuyo papel fino, cuatro ilustraciones de la mano de García Lorca y el poema luctuoso de Antonio Machado fueron entonces no más que detalles marginales. Era la tarde del 4 de abril de 1987 y yo apenas comenzaba mi segundo año de bachillerato académico.

Tan sólo un par de meses más tarde —luego de cumplir con un viaje por Washington D. C., Nueva York y Miami, invitado por la Asociación de Personal de la Organización de Estados Americanos—, de la mano maternal de Juana Duanes Martínez, mi profesora de Letras en la educación media, vendría la experiencia de adentrarme en otras facetas de la vida y obra de Lorca.

Así fue como me enteré de su teatro de sangre, de su desarrollo como actor y viajante por el sur de América, de la totalidad de su poesía gitana y de más detalles de su paso radiante por el mundo, entre llantos y pases de Ignacio Sánchez Mejías frente a toros bravíos, muestras del cante jondo, castañuelas que vibraban y baladas, elegías, odas y canciones.

Me impactó sobremanera la historia de su ajusticiamiento en el amanecer de la Falange, a mediados de septiembre de 1936 y al estilo de los asesinatos sumarios que a diario se vivían en El Salvador desde los primeros años de la década pasada, vituperios de fusiles, maduros granadas de muerte y sangre que brotaron en esas longas noites de pedra de nuestras sendas historias patrias, tantas veces divididas, tantas veces entrecruzadas. ¡Ay de los machos cabríos que despotrican en la encrucijada de la lluvia reflexiva, los equilibrios contrarios y las espigas de plata!

Pero también me produjeron estremecimientos en el espinazo las voces antiguas de la Muerte de Antoñito el Camborio cerca del Guadalquivir, los caballos negros de herraduras negras del Romance de la Guardia Civil Española y la luna fáunica y redonda, de pechos altos y duros, en aquella madrugada fija de Thamar y su flor martirizada, mientras sus esclavos guardianes a su hermano Amnón dirigen saetas en los muros y atalayas, al compás del rey David y las siete cuerdas de su lira. ¡Ay de mí, de mis poemas de adolescente y de aquella mi primera muerte! ¡Ay de mí y de mi búsqueda de unos muslos que, como peces sorprendidos, se me escaparan de entre las manos mientras me la llevara al río de pergamino entre ramos de jacintos!

Ya en 1990, en el entusiasta segundo año de mis estudios universitarios de Literatura, vendría la tenida de palabras y los cuchillos mentales esgrimidos con Toño Dimas por la posesión de aquella blanca mujer que formaban los dos gruesos tomos forrados de las Obras completas de Lorca, impresas en papel biblia por la madrileña casa Aguilar, de venta por 400 colones (US$45,55) en la Librería Cultura Católica, en el pleno "centro histérico" de San Salvador.

Creo que no es necesario decir que al cabo de unos días perdí aquella justa, como ya me había ocurrido semanas atrás con Francisco Domínguez, mi otrora instructor de Lingüística, cuando adquirió, frente a mí y por arrebatamiento, el ejemplar Losada del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, comprado por 25 colones a don René Girón (Rip) en un pasillo de la misma Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas". ¡Ay de mi sino marcado en la porción central de las estrellas!

Como buen mal perdedor, de Toño sólo me quedó la promesa de prestarme, a su debido tiempo y sin prisas, aquellos preciados y preciosos volúmenes, oferta que nunca se cumplió porque en junio de ese año, 1990 —tras el vendaval desatado por las estrellas de cristal del profesor Keating y por las nubes moradas del sueño de noche de verano del joven protagonista de La sociedad de los poetas muertos—, en el cubículo de instructores de Letras sólo se quedó navegando, para eterna memoria, el recuerdo de Toño como sabio desertor de los desmanes y tropeles de la ingeniería.

Sólo se quedó entre nuestras manos la imagen de Toño cuando leía apuntes prestados de Gramática Superior y escuchaba, al mismo tiempo, en su estéreo portátil a The Eagles y su Hotel California. ¡Ay de aquel fin de semana, de aquel pie de árbol manchado para el banquete de las hormigas, de aquel primer vigilante del claustro, de Paco Andrés en la mañana del lunes y de todos nosotros en la cripta de la Ceiba de Guadalupe, presas de aquellos versos de un nocturno mascarón vuelto hacia el cielo vivo!

¿Y Poeta en Nueva York? ¿Y Lorca en su periplo americano por las tierras del norte y de la pleamar? Pues, bien. Gracias por preguntar y recordarme de ello en este maremágnum azul de mis recuerdos.

Fue hasta la segunda semana de febrero de 1991 cuando me fue dada la epifanía del cantor de la Gran Manzana Negra, mientras leía las páginas de Federico García Lorca. Su obra e influencia en la poesía española, escritas por Guillermo Díaz-Plaja y llegadas a mí en la cuarta edición (1968) de aquella serie verde de la colección Austral, editada por Espasa-Calpe con aquellos forros de papel punteado en cuya zona central siempre aparecía impresa la figura de Capricornio.

Y digo epifanía porque la lectura de la página 168 de ese ensayo fue el detonante intelectual para adentrarme en los recovecos y callejas de Nueva York, Vermont y Cuba de la mano, la música y el son de Federico. La sencilla nota al pie de dicho folio disparó oscuras e incomprendidas conexiones en la entraña de mi mente: "Poeta en Nueva York, Méjico, 1940". Por alguna razón que no atinaba a entender del todo, la referencia al país hermano y a ese año específico y póstumo de Lorca no me eran desconocidos.

De pronto, en mitad de la noche, me sobrevino una inquietud, un salto mortal desde mi cama hacia las estanterías improvisadas de mi cuarto y a los promontorios de libros apiñados sobre las baldosas del suelo. Al tener aquel libro entre mis manos, todo mi ser no podía creerlo. Todo yo me resistía a creerlo: lo que había comprado por cinco colones aquella tarde en la plaza de San José era un ejemplar de la primera edición mundial de Poeta en Nueva York, impresa y prologada por José Bergamín para las Ediciones del Árbol, reasumidas por la editorial Séneca, con sede en el distrito federal de esa república mexicana. No había duda posible, pues el colofón rezaba: "Este libro se acabó de imprimir el día quince de junio de 1940...". ¡Ay de las lunas de pergamino que cantan al mundo mi buena fortuna, respaldada por una misiva, hoy perdida, de una casa londinense de subastas!

No me atreví a leerlo. Alguna especie de temor atávico me lo impidió y para mitigar la sed salina de la poesía tuve que recurrir a la popular edición Porrúa de 1977, prologada por Salvador Novo. Así pude seguir a nuestro Federico García Lorca por los caminos de Santiago de su andar estudiantil norteamericano y su estancia vacacional caribeña, de junio de 1929 a junio de 1930.

Juntos dimos vueltas de paseo, vimos infancias truncadas, negros que arrancaban los ojos a los cocodrilos, iglesias abandonadas, calles y sueños, las aulas solariegas de Columbia University, recuerdos de la guerra europea, auroras, granjas y lagos, pequeños poemas infinitos para la crucifixión del capitán-poeta-loco Walt Whitman y los valses vieneses de los insectos en las ramas:

    Asesinado por el cielo,
    entre las formas que van hacia la sierpe
    y las formas que buscan el cristal,
    dejaré crecer mis cabellos.

    Con el árbol de muñones que no canta
    y el niño con el blanco rostro de huevo.

    Con los animalitos de cabeza rota
    y el agua harapienta de los pies secos.

    Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
    y mariposa ahogada en el tintero.

    Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
    ¡Asesinado por el cielo!

Poeta en Nueva York: páginas con paisajes de las multitudes que vomitan y que orinan el panorama de esa ciudad ciega y sin sueño que es la otra York, meta de los 63 millones de inmigrantes europeos y otros tantos de hordas latinoamericanas, enjambres de pobres y desarrapados que llegan a su puerto de alambres, montes de carbón, anuncios en Times Square, camelias de muerte, gasolina en hervor, saliva helada, puentes de lógica arquitectura, agua que no desemboca, ataúdes sin nombre, nieve negra y ferrocarriles, todo comprendido bajo el fermento de la mirada metálica de la Gran Dama Libertaria, la ceñuda garra de capataces tejanos de los agentes migratorios y el gesto burlón del vagabundo Charlot Chaplin, en su famosa escena de la patada en el trasero gubernamental:

    Nueva York de cieno,
    Nueva York de alambres y de muerte.
    ¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
    ¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
    ¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas?

¡Ay de mí, pobre estudiante, cuando caí en la cuenta de que no duerme nadie por el cielo, de que el jugo de la verdad es denso y amargo, y de que no es sueño la vida en llagas! ¡Ay de mis letras de papel crespón hechas para la luna llena en la portería del reino de la ilusión!

Al arribar a la ciudad de la Gran Manzana y actual señorío de Woody Allen, el alma de libélula del poeta ha querido dejar atrás las locaciones donde acaba de filmar su gran poemario buñuelesco Romancero gitano, película de mediano metraje y gran intensidad en romance de blanco y negro, con racord de aires de luna llena, ruidos de fonógrafo y sombras goyescas de carpas y parcas, elementos por cuya factura nuestro escritor andaluz se ganó el mote y el disgusto de "poeta de los gitanos", aunque él mismo declarara que el gitanismo en su obra "era sólo un tema literario y nada más". ¡Pero qué más podía hacer, si así es de caprichoso el mercado espectador y lector, del que ni nuestra Claudia Lars pudo escaparse, atrapada en el fragor poético con sus Romances de la sangre caída!

Años antes del mismo nacimiento de Lorca, en 1893, un joven viudo, apesadumbrado hasta el fondo de una botella, hará un retrato, no una mera descripción periodística, de esa "ciudad imperial" en esa larga e inconclusa prosa poética que es su estudio Edgar Allan Poe, trabajo de Rubén Darío que será volcado hasta en 1905 en su libro Los raros y en el que, como Lorca, entenderá "de manera perfecta cómo el vidente Edgar Poe tuvo que abrazarse a lo misterioso y al hervor cordial de la embriaguez en aquel mundo" que no tiene raíz y donde las aristas geométricas "suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria", en una poética y terrible "lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre", manifiesta en estos versos darianos:

    Casas con cincuenta pisos,
    servidumbre de color,
    millones de circuncisos,
    máquinas, diarios y avisos,
    y dolor, dolor, dolor.

Después de que el príncipe del azul y de los cisnes ha hollado el camino, otros poetas continentales, mayores y menores, émulos de Whitman y de T. S. Eliot —José Martí, Román Mayorga Rivas, Carlos A. Imendia y más— hablarán y cantarán la frigidez y sordidez de la Babel de Hierro, cosmopolita y mecanizada, inhumana y triste.

Es allí, en Nueva York, donde se rinde culto cotidiano al dios de cemento y al becerro de oro en las oficinas de los grandes consorcios y en las pujas millonarias de la Bolsa, en medio de ese ritmo furioso, angustiante, esclavo y doloroso del trinomio máquina-hombre-naturaleza, para cuya resolución el poeta se ofrece en sacrificio crístico, en comunión con los pobres, olvidados y explotados para una salvación no necesariamente religiosa, sino más bien humanista, solidaria y socialista:

    Debajo de las multiplicaciones
    hay una gota de sangre de pato;
    debajo de las divisiones
    hay una gota de sangre de marinero;
    debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
    Un río que viene cantando
    por los dormitorios de los arrabales,
    y es plata, cemento o brisa
    en el alba mentida de New York.
    Existen las montañas. Lo sé.
    Y los anteojos para la sabiduría.
    Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
    He venido para ver la turbia sangre,
    la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
    y el espíritu a la lengua de la cobra. (...)

    Yo denuncio la conjura
    de estas desiertas oficinas
    que no radian las agonías,
    que borran los programas de la selva,
    y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
    cuando sus gritos llenan el valle
    donde el Hudson se emborracha con aceite.

Pero esta vez el poeta Lorca ha dejado a un lado sus experiencias con el celuloide escriturario y ha preferido las bondades de la cámara fotográfica, manejable en cualquier lugar y cuya película Eastman Kodak puede obtener en casi cualquier esquina de la urbe, donde todo transcurre bajo el signo de Citizen Kane y del Big Brother, espectro vigilante de la novela 1984 de Orwell que siempre está allí, asomándose por los muros, las radios y las pantallas de la civilización contemporánea.

Federico sale a tomar instantáneas blanco y negro por las calles de esa Nueva York a la que, sin avisárselo siquiera, hay que entender y vencer con la fuerza de la reacción lírica surrealista. Y es allí —en esas avenidas sin nombre llenas de rostros compungidos y dolientes por las culturas de todo y de nada— donde García Lorca se encuentra con los negros, sintetizados en el Rey de Harlem, símbolo del espíritu de la raza negra y grito de aliento para los que se niegan a la posibilidad de disfrutar plenamente de su negritud, de su gloriosa y rica marginalidad ante el avance de los "depredadores civilizados":

    Es preciso cruzar los puentes
    y llegar al rumor negro
    para que el perfume de pulmón
    nos golpee las sienes con su vestido
    de caliente piña.

    Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,
    a todos los amigos de la manzana y de la arena;
    y es necesario dar con los puños cerrados
    a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
    para que el Rey de Harlem cante con su muchedumbre,
    para que los cocodrilos duerman en largas filas
    bajo el amianto de la luna,
    y para que nadie dude la infinita belleza
    de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas
    de las cocinas.

    ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
    No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,
    a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
    a tu violencia granate, sordomuda en la penumbra,
    a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje. (...)

    ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros!
    Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
    palidecieron al morir.
    El leñador no sabe cuándo expiran
    los clamorosos árboles que corta.
    Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
    a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.

    Entonces, negros, entonces, entonces,
    podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
    poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
    y danzar al fin sin duda, mientras las flores erizadas
    asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

    ¡Ay, Harlem disfrazada!
    ¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
    Me llega tu rumor.
    Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
    a través de láminas grises,
    donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
    a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
    a través de tu gran rey desesperado
    cuyas barbas llegan al mar.

Reflexiona en prosa el poeta-fotógrafo: "En Nueva York se dan cita las razas de toda la Tierra, pero chinos, armenios, rusos, alemanes siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica y, pese a quien pese, son lo más espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pereza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales", en un ir y venir de sonrisas telúricas que años más tarde se trocarán en poder combatiente y socialmente propositivo en las manos y gargantas de Malcolm X y Martin Luther King Jr.

El revelado del rollo fotográfico le da al vate un álbum de estampas desgarradoras: es el poema de la raza negra en Norteamérica, donde se refleja el dolor de los negros por ser negros en un mundo que no es suyo, que les ha sido arrebatado y luego devuelto, en préstamo en sus barriadas miserables, por las invenciones del hombre blanco y sus máquinas. Incluso, en alguna entrevista llega a decir que "fuera del arte negro, no queda en los Estados Unidos más que mecánica y automatismo".

Y el poeta eleva entonces su voz y protesta. Protesta porque se les ha robado la vida a esos hombres, mujeres, niños y niñas en aras del progreso y la tecnificación, del desarrollo mecanicista y de la tecnocracia de esos burócratas de cuello duro, pelo engominado, saco y corbata que gobiernan el universo frío, salvaje y frenético de Wall Street, muerte muerta, bárbara y primitiva, sin visos de resurrección y que, al poco tiempo, colapsará en aquella jornada histórica de la Gran Depresión Mundial, de la que Federico es profeta y testigo presencial, en palabras cuyo mesianismo hoy pueda parecer fuera de época:

    ¡Qué no baile el Papa!
    ¡No, que no baile el Papa!
    Ni el Rey,
    ni el millonario de dientes azules,
    ni las bailarinas secas de las catedrales,
    ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
    Sólo este mascarón de vieja escarlatina.
    ¡Sólo este mascarón!
    Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos.
    Que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas.
    Que ya la Bolsa será una pirámide de musgo.
    Que ya vendrán lianas después de los fusiles
    y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
    ¡Ay, Wall Street!

    El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

    ¡Cómo escupe veneno de bosque
    por la angustia imperfecta de Nueva York!

Ante ese afán financiero y economicista, de moral judaizante y protestante, la pluma y la cámara del poeta —heredero raigal de los cristianos viejos que hicieron posible la Reconquista siglos ha— se estremecen y se crispan en toda la extensión de sus nervios y alambres.

Sus fotos-poemas le permiten a Federico exponer a sus espectadores-lectores el choque gigantesco entre lo natural y lo mecanizado en las miasmas diarias de la ciudad-símbolo, de la urbe ciclópea frente a la casita de madera en las orillas de Vermont, de la naturaleza pura y del hombre elemental contra la civilización que todo lo devora y lo esclaviza.

Este tema fue tratado antes y después de Lorca por las creaciones en prosa y verso de varios autores americanos de la talla de Eustasio Rivera, Miguel Ángel Asturias, Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos, Pablo Neruda, Miguel Ángel Espino y Gabriel García Márquez. Es, en pocas palabras, el enfrentamiento crudo y directo del poeta que sueña y la ciudad "sin sueño", sin aspiraciones vitales, sin ánimos de cambio, por lo que a la obra no puede caberle, ni ahora ni nunca, un título más coherente, significativo y confrontativo: Poeta en Nueva York.

La lente del fotógrafo-escritor intimista se dilata inconmensurable, se abre en toda su anchura para abarcar la realidad, desmenuzarla en sus componentes y su esencia, superarlas y encontrar el sentido último a partir de los datos de ocasión, del aquí y el ahora, del presente cronológico (el de los gitanos y negros) hacia un universo sin tiempo (el de los orígenes), para luego lanzar las duras verdades metafóricas al rostro de un vosotros o nosotros lectores, para que ese interlocutor colectivo sea el que haga que el imperativo de la palabra lorquiana se transforme en acto, en praxis que trastoque y transmute la experiencia sociohistórica mediante una penetrante indagación metafísica.

¡Ay de las revelaciones más allá de lo pintoresco, en la esencia universal de las cosas y seres de la realidad! ¡Ay de la tierra que clama por lo verde que agoniza y se marcha! ¡Ay de los hombres y mujeres que lloran por la nueva sociedad libertada, donde el pan y la tierra serán como lo planteó Don Quijote en el discurso a los cabreros! ¡Ay de aquellos en cuyo ser algo no se estremezca con estos versos de explosión en madrugada!:

    No es el infierno, es la calle.
    No es la muerte, es la tienda de frutas.
    Hay un mundo de ríos quebrados
    y distancias inasibles
    en la patita de ese gato
    quebrada por el automóvil...

Al final del recorrido histórico-poético-fotográfico, el poeta, su pluma, sus lentes y sus bromuros abandonan abatidos Nueva York, abrumados por la ama y señora de los nuevos palacios. Por ello, Federico aborda un barco y se dirige a una nueva etapa de su andar americano, que lo lleva, entre olores de palma y canela, a los dominios de la América con raíces hispánicas, "la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español" representada por el sol, las terrazas, los cañaverales, las playas y las palmeras de Cuba, cuyo ambiente llega a "aplatanar", a aclimatar el ánimo perturbado del poeta.

El vate español y universal cierra, mas no concluye, en tierra cubana el discurso poético radical que inició en la soledad de los rascacielos nublados de la megápolis. Pero lo hace con la redacción alegremente inquietante de una composición, jugosa en su exterior y reseca en su esencia, Son de negros en Cuba. En ella, Federico imita, mediante la síncopa insistente, el ritmo melódico de las maracas y el bongó del son cubano, ese son desangrado tan puesto de manifiesto en América y el mundo entero por Nicolás Guillén y Silvio Rodríguez:

    Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba,
    iré a Santiago,
    en un coche de agua negra.
    Iré a Santiago.
    Cantarán los techos de palmera.
    Iré a Santiago.
    Cuando la palma quiere ser cigüeña,
    iré a Santiago.
    Y cuando quiere ser medusa el plátano,
    iré a Santiago.
    Iré a Santiago
    con la rubia cabeza de Fonseca.
    Y con el rosa de Romeo y Julieta
    iré a Santiago.
    Mar de papel y plata de monedas.
    Iré a Santiago.
    ¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
    Iré a Santiago.
    ¡Oh cintura caliente y gota de madera!
    Iré a Santiago.
    Arpa de troncos vivos. Caimán. Flor de tabaco.
    Iré a Santiago.
    Siempre he dicho que yo iría a Santiago
    en un coche de agua negra.
    Iré a Santiago.
    Brisa y alcohol en las ruedas,
    iré a Santiago.
    Mi coral en la tiniebla,
    iré a Santiago.
    El mar ahogado en la arena,
    iré a Santiago.
    calor blanco, fruta muerta,
    iré a Santiago.
    ¡Oh bovino frescor de cañavera!
    ¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!
    Iré a Santiago.

Federico se ha marchado en una nube del humo de los fusiles y de la intolerancia. Su obra se ha quedado entre nuestras manos y ello ha permitido que lorquianos profesionales como Eutimio Martín y Piero Menarini hayan cuestionado, desde 1972, la verdad editorial de las casi simultáneas primeras ediciones de Poeta en Nueva York, aparecidas en mayo y junio de 1940 y debidas a las editoriales Norton de Nueva York y Séneca de México, sin que exista un manuscrito definitivo que ayude a organizar, con cabalidad y certeza, las diez secciones del poemario en blanco y negro.

Lorca se ha marchado, Wall Street sigue haciendo de las suyas y el mundo —en el centenario natal del poeta andaluz— clama ahora más que nunca, con voces y videos, la llegada del "verde que te quiero verde".

El Rey de Harlem ya no le arranca los ojos a los cocodrilos ni golpea los traseros de los monos con una cuchara de palo, sino que hoy se viste con flojas ropas de colores, usa zapatos Nike de última generación, escucha rap y tecno en grabadoras de espanto y juega basquetbol en las canchas, tratando de ser como Jordan y Malone, las superestrellas de la NBA, sin imitar a los héroes pasados del Black Power y sin preocuparse por la injusta distribución de la pobreza generada por las prácticas neoliberales y globalizadoras.

Entre las chillantes notas musicales, los saltos de altas anatomías, los golpes contra los aros, los gritos destemplados y el rebote de las pelotas contra las baldosas de los gimnasios, escuelas y recreos públicos, el lejano relincho de un caballo en la montaña aún se abre paso. Es el caballo verde de la poesía el que llama. Un tambor le responde y los reyes del mambo tocan canciones de amor y dolor bajo las luces de neón de la eterna Nueva York.



       

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