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Jorge Gómez Jiménez |
Cien años del nacimiento del poeta, en Belén Vida y muerte en la poesía de Luis Franco
Belén era una aldea bucólica al filo del inicio del siglo XX, cuando Luis Leopoldo Franco vio el mundo por primera vez: un pueblo de agricultores acostumbrados a una existencia lenta, acompasada por el ritmo de las estaciones y de las fiestas religiosas en la capilla, que marcaban el paso de un año a otro. En ese paisaje que el poeta vio desde la niñez, encontró la luz que ilumina los versos de la Oda primaveral, el poema en el que describe la paz virginal de su pueblo: "Dulce aldea que tienes tanto del Belén santo / En tus olivos graves y en el sencillo encanto / Del rebaño de ovejas que regresa paciente". Allí, en el sitio conocido como El Árbol, nació el niño destinado a ser uno de los más grandes poetas del siglo XX. Luis Franco se crió en una familia no muy acostumbrada a los rezos. Según cuenta en su diálogo con el escritor Carlos Penelas, en el libro Conversaciones con Luis Franco, su madre no era muy creyente. Él, en la atmósfera de incienso de las iglesias se sentía agobiado; prefería los lugares abiertos, el aire de los campos y la majestuosidad de los árboles adonde anidan los pájaros, que son para él el paradigma de una libertad sin dogmas y sin el peso del pecado. Ese sentimiento de libertad será para él, además, la condición esencial de lo humano, ya que en su modelo no concibe ataduras históricas, filosóficas ni religiosas. Su arquetipo humano es del Prometeo encadenado, del poeta trágico Esquilo; el drama griego que narra el mito del semidiós que se revela contra Zeus, robándole el fuego para proporcionárselo a los hombres. Ese fuego es el de la inteligencia, es decir, todo lo que le permite al hombre mejorar su sino e independizarse del peso de la naturaleza, ya que el progreso externo del hombre determina su crecimiento interior, según lo concibe Franco, que ha heredado este concepto de los sabios de Jonia.
A partir de la atmósfera idílica y equilibrada —al modo de poetas clásicos como Teócrito— que rodea su primer y más conocido libro de poemas, La flauta de caña (1920), el poeta mantendrá una postura celebratoria de la existencia en un universo en el que el ser humano es la medida de todas las cosas. Para él, la naturaleza es espacio sagrado por excelencia y el único sitio donde es posible la existencia digna del hombre, que es sagrado, también, en cuanto a su relación con lo circundante, es decir, en armonía con el cosmos. Este sentimiento pánico se revela eficazmente en la mayoría de los poemas de Suma (1938), en los que asume una voz similar a la del norteamericano Walt Withman, e intenta nombrarlo "todo": "Aun lo mayor, aun el tiempo o el espacio, / oh, fragmentos de un todo. / Zumba en torno de su reina el enjambre de las diversidades. / Expansión concéntrica del ser / en los círculos del agua, la madera, la sangre, el sonido. / Por nuestro corazón magnético pasa / el meridiano de todo lo que vela o duerme" (Suma, 6). Esta visión panteísta de la vida y del universo en el que el hombre participa democráticamente del Todo, está enraizada en el más puro espíritu griego, pues se emparenta con las concepciones de los sabios más antiguos, que hicieron de la Hélade el epicentro cultural de Occidente. En la Revisión de los griegos (1960), Franco habla de los valores del espíritu griego presentes en los poemas homéricos. La Ilíada, por ejemplo, que narra la guerra de los aqueos y el sitio de Troya por causa del rapto de Helena, esposa del rey griego Agamenón, el universo gira en torno de la areté o virtud de los nobles. Pero, además, la potente raíz homérica que él rescata, según refiere, también es esto: "Arrimo profundo a la naturaleza, pero sin extrañarse de sí mismo, buscando la consonancia y el equilibrio perfecto entre lo cósmico y lo humano —aspiración a la personalidad en función del grupo social, no en contra de él—, sentido religioso de la alegría de vivir, esto es, aceptación alacre o serena de todo lo que vive, aun del dolor, aun de la muerte —inmaculada concepción de lucha y de victoria—, tendencia apasionada a entrar en posesión de la belleza, entendida no como un ornamento sino como una espiritualización de la materia". La concepción homérica de la vida se convierte en filosófica, y Franco cita al alemán Jaeger (Paideia), según quien el tránsito de Homero a Esquilo comporta un cambio en la actitud espiritual, del estado aristocrático al democrático, en la vida de Grecia, al igual que se traduce en una nueva concepción del hombre como hacedor de su propia historia, a soslayo de los dioses o la fatalidad.
La vida y la muerte son colocadas por el poeta en la balanza del ser, en equilibrio, puesto que ambas mueven con igual fuerza la rueda enorme del universo y determinan el ciclo del cosmos. La vida, describe, no es costumbre sino "pasión", y la muerte "un cambio en la postura del ser". Ambas, no obstante, van de la mano y llevan al hombre de una existencia a otra, en el encadenamiento de lo eterno que, paradójicamente a como lo conciben la mayoría de las religiones, no ata sino que libera: "La vida se desfigura y sofoca / bajo trajes, anillos y solemnidades; / costumbres y relojes engrillan su ritmo. / El hombre quiere hacer féretros y mausoleos eternos, / pero ella hace abortar sus planes fúnebres; / el hombre capitaliza aprensiones y humo, / pero ella nos viste como la mar sus peces. / Ella asume la herencia de todos los muertos / para transfigurarla" (Suma, 10). El sentido de la libertad del hombre griego, postula el poeta de Belén, es la consecuencia de que no se dejó embretar por los dioses. "La austera sencillez de los templos, de cándido mármol, hacía que el hombre no se sintiera minimizado. La idea del pecado le era totalmente ajena: nunca infamaba su humanidad. El culto, practicado en la naturaleza, significaba la canonización de la alegría de vivir. Ello explica que en la génesis de las religiones helénicas intervinieran los poetas más que los teólogos", afirma. La superación de los opuestos entre vida y muerte —que se interpenetran e integran una sola sustancia del Universo— da tranquilidad espiritual al hombre que así concibe el mundo; y la concepción trágica del mundo da paso a la celebración del cuerpo humano, en el que se encuentran contenidas todas las cosas y seres: "Talones casi pétreos y párpados alados; / furioso, sereno río redondo de la sangre; / árbol perpendicular de la médula; / sudor y llanto reciamente salados como el mar; / pecho en que desciende todo lo celeste y sube todo lo subterráneo; / caudal del sexo, más largo que la Vía Láctea" (Suma, 11). De este modo, en pleno siglo XX y en base al profundo humanismo de que hace gala el escritor, el hombre sigue siendo pauta y medida del universo, por encima del ruido del maquinismo y de la fuga del ser hacia regiones más superficiales.
Los griegos no divinizan la naturaleza sino que adoran a través de ella la sublimación del ritmo de la existencia, que se da dialécticamente entre vida y muerte, luz y sombra. Heráclito de Éfeso vislumbró que no sólo es el movimiento la esencia de la materia, sino que todo está perpetuamente transformándose, muriendo y renaciendo, y que la causa de todos estos cambios es la oposición dialéctica entre contrarios. Las ideas serían seguidas después por Hegel, Darwin y Marx, para dar lugar a sus concepciones de las leyes de la biología y del materialismo histórico. Franco postula que lo que llama "heraclitismo o concepción del mundo como un proceso, es el anticristo de las religiones que lo conciben, todas, como una estatua". En sus poemas, todo está en transformación, en cambio permanente, siguiendo un ritmo insondable y perpetuo hacia el futuro: "La vida siempre vestida de albricias. / En su mirada recomienza el mundo / (...) Navidades y crecimientos y defunciones, / fases lunares de lo permanente. / Vida y muerte, divinas gemelas. // Comenzando está el mundo. / Sólo los muertos quieren vedarte inaugurarlo" (Suma, 24). Y en Pan, dice: "Más allá de latidos y amapolas y sueños, / más allá del espanto y la ceniza, / lo que fue recomienza" (Saludo a lo que deviene). Así, Franco se ha convertido en un Prometeo del siglo XX que, a contrapelo de los dioses del dinero o la religión, da una lección de vida que arraiga en la más pura raíz del humanismo del mundo antiguo; a la par que, como poeta proletario, alza la bandera del trabajo en un mundo que endiosa el confort como valor esencial. Pero la idea primordial es quizá la de que el ser, o Alma, lo atraviesa todo, por lo que su poesía se convierte en una celebración de lo ubérrimo y en una epifanía o manifestación de lo sagrado. Porque Franco no es ateo, sino que concibe lo Absoluto de una forma mucho más profunda de lo que lo hacen las religiones del hombre actual.
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