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Todo el peso de la ley

Jorge Majfud

En la mañana del 27 de julio, los diarios y la televisión dieron la noticia de un raro crimen cometido en Sayago. Dos indigentes habían dado muerte a un tercero, posiblemente en la noche del día anterior. Aunque sin llegar a inquietar, a muchos sorprendió la noticia. Lo razonable, y lo que más se acostumbra, es matar por dinero, por orgullo o por alguna pasión familiar. Y nada de estas cosas podía tener un semihombre que vivía en los basurales de la ciudad.

Nunca se supo exactamente el motivo de la golpiza; y ya nadie quiso saber más cuando el juez dio a los asesinos diez años de prisión. Pero yo, el juez, nunca olvidé del todo el caso y algunos años después visité a los reos en la cárcel. Lo hice casi en secreto, como todo, porque la gente gustaba decir que yo tenía preferencia por los criminales y no por las víctimas. Ahora, si debiera dictar sentencia de nuevo, les daría otros diez años de cárcel; no por justicia, sino por compasión. Creo que podré explicarme.

El indigente muerto era el doctor Enríquez, el que había llevado esa vida sin casa durante los últimos seis meses. Eusebio Enríquez era médico cirujano y había perdido a su hija mayor en una sala de operaciones, el 24 de enero, donde él mismo pretendía aliviarla de una enfermedad incurable. El cirujano no tenía razones para culparse de la muerte de su hija, pero las razones de nada importaron porque, súbitamente, enloqueció y una noche se fue de su casa. Atravesó la ciudad bajo una lluvia de enero y se abandonó al costado de las vías del ferrocarril, en Sayago. Se dejó crecer la barba, ensució y destiñó la ropa; adelgazó rápidamente y su rostro se fue haciendo más oscuro y más hundido, lo que le dio una apariencia desconocida de sannyasin hindú. Se hizo tan al margen de la sociedad que dejó de existir para el gobierno y para la sociedad; y por eso nunca pudieron encontrarlo. Al poco tiempo conoció a Facundo y Barbarroja, los dos hombres que más tarde le darían muerte a golpes de fierro.

Ni Facundo ni Barbarroja eran criminales, pero la gente les tenía miedo o, mejor dicho, huía de ellos, como si la pobreza fuera contagiosa. Mientras hubo gente que creía en Dios o en el Infierno hubo limosnas. Pero, de a poco, la buena conciencia y el impuesto a la mala fueron decreciendo y estos miserables pasaron a integrar el inconsciente nacional, la vergüenza disimulada de una economía próspera o pretenciosa.

Los dos hombres llevaban una vida casi nómada. Habitaban todos o cualquiera de los rincones de la antigua estación de ferrocarril, evitando siempre que el guardia los descubriese durmiendo en algún vagón abandonado o en el depósito de fierros donde se refugiaban los días de lluvia. "Este lugar es triste —se decía Enríquez—; lo bueno es que ellos no lo saben".

Pero, repito, ninguno de los dos era capaz de matar un pájaro. También es verdad que durante esos seis meses de convivencia Enríquez les dirigió la palabra una sola vez. Con todo, los mendigos no le guardaron rencor. Sabían que era un pobre loco que alguna vez había vivido como la gente común, que habría tenido una casa y un auto y hasta una familia, porque lo habían visto huir de una mujer elegante y con ropa limpia. Habían aprendido a convivir con él como una familia que tiene un integrante mudo o minusválido. Alguna vez, cuando el frío fue intolerable y las mandíbulas comenzaron a temblar, le arrimaron una lata con yuyos hirviendo. Y él no la rechazó.

Pero ese invierno fue de los peores que recordaran los mendigos. Las temperaturas caían por debajo del cero; los charcos amanecían congelados y el pasto blanco con la escarcha. Era cada vez más difícil, sino imposible, conseguir botellas de vidrio y mucho menos venderlas. Porque la gente se alejaba de aquellos hombres que cada año empeoraban sus barbas y sus ropas. Y así, de a poco, fueron perdiendo el poco contacto oral que los unía al mundo.

Barbarroja enfermó de hambre y Facundo comenzó a quejarse toda la noche del reuma o de alguna otra cosa indescifrable. Las enfermedades y los sufrimientos se fueron sumando hasta confundirse en un único infierno. Sin embargo, los dos mendigos seguían esperando la primavera y el calor del verano que cada día parecía más lejano. Enríquez lo sabía. Sabía que ese podía ser el último invierno de sus acompañantes: tenían los pies hinchados y de color morado, las caras pálidas y hundidas, las manos inútiles. Sólo los ayudaba un optimismo deprimente, según él.

Una mañana Enríquez abrió su boca para leerles la sentencia de muerte. Ese día fue la única vez que hablaron los tres y hablaron durante horas. Facundo y Barbarroja se enteraron de quién era el loco y casi confirmaron lo que habían imaginado. En realidad el loco era o había sido un hombre rico. Un pequeño burgués, para sus conocidos, pero un hombre rico para aquellos marginados.

La conversación terminó por una propuesta del loco.

—Vendrá más frío —les dijo— y ustedes morirán. Ya no tienen defensas y sus cuerpos agonizan. El sufrimiento les durará hasta setiembre. O en el peor de los casos hasta octubre. Pero morirán. Y si tienen suerte de sobrevivir este año, morirán el año próximo, después de haber sufrido el doble de lo que sufrirán este invierno. Pero ustedes son tan pobres que ni siquiera tienen ideas. No sabrán cómo salir de este infierno. Ni siquiera de la forma más fácil. Ustedes son tan pobres que ni siquiera han pensado en ir a la cárcel donde los reos disfrutan de una cama con cobijas y con techo y donde comen casi todos los días. Ustedes son tan pobres que ni siquiera tendrán fuerzas para robar un mercado, porque si lo intentan los sacarán a las patadas y terminarán con la frente sangrando contra el pavimento. Y si los encarcelan por hurto los devolverán a la calle a los dos días, porque las cárceles están llenas y porque hasta el juez se compadecerá de dos miserables con hambre. Pero como yo soy médico, les voy a decir qué deben hacer para salvarse.

Los mendigos se miraron en consulta. No sabían bien qué pensar. Hasta comenzaban a dudar de la historia que les había contado al principio, de su familia y su vida anterior.

—Para ir a la cárcel, por muchos años, tienen que matarme. No me miren así como idiotas. Disimulen esa estupidez honesta que llevan hediendo en sus ropas.

Facundo y Barbarroja supieron o imaginaron que ese día el loco estaba peor que nunca. Pero seguía insistiendo, con fanático realismo, sobre la conveniencia de sacrificar a uno de los tres.

—Dios nos castigará —dijo Barbarroja.

—Dios ya los ha castigado. ¿Acaso imaginan un Infierno peor que éste? ¿Ven lo que les digo? Ustedes son tan pobres que no tienen ideas. Ya no razonan. ¿Tengo que venir yo para decirles lo que deben hacer? Además, ¿por qué habría Dios de castigar a alguien que mata a un asesino? La Biblia dice "ojo por ojo y diente por diente". Yo maté a una niña, a mi propia hija. ¿Tienen compasión de mí?

Los mendigos se levantaron y se retiraron temerosos. El loco comenzaba a asustarlos de verdad. Pasó un tiempo, una semana o dos, y no volvieron a hablar. Ni siquiera se le acercaban y hasta evitaban mirarlo. El día 24 llovió intensamente. Facundo y Barbarroja se mudaron al galpón abandonado de la estación. Como dije antes, sólo iban allí los días de lluvia, porque el guardia los fastidiaba si los encontraba adentro. Por otra parte, creo que preferían el vagón sin techo, porque era más discreto y no los molestaba el vacío negro de la altura de aquel depósito. (A pesar de que vivían en la calle, descubrí que ambos sufrían de una forma rara de agorafobia).

Ese día el loco no entró al galpón. Permaneció bajo la lluvia toda la noche, como un fantasma con las manos en los bolsillos y mirando a veces al cielo que lo dibujaba con sus relámpagos y lo borraba con la lluvia oscura.

El día 25, el loco, agotado por el hambre, por el frío y por las pocas ganas de vivir, cayó inconsciente. El día 26 los mendigos se decidieron a llevarle una lata con yuyos hervidos, pero ya no reaccionaba. Su mirada estaba perdida y apenas podía mover los párpados. La piel estaba blanca y fría, no había reacción ni sensibilidad de ningún tipo. Facundo apoyó su oído en el pecho del loco y comprobó que casi no latía. Durante toda la noche de ese día, los dos hombres estuvieron controlando en silencio los casi imperceptibles golpes que daba el corazón del loco. Lo esperaron o lo cuidaron con miedo y ansiedad. Barbarroja comenzó a temblar como nunca antes, encogido de hombros y sin poder controlar los labios que parecían recitar un discurso sin voz.

El día 27 el corazón del loco ya no se oía, y por la noche lo creyeron muerto. Pero no lo estaba. Por lo tanto, la conclusión del forense fue correcta: Eusebio Enríquez no murió de frío ni de hambre; fue asesinado a golpes por dos mendigos que reconocieron el delito y se salvaron de un seguro linchamiento a la salida del juzgado, porque la policía los arrastró hasta una camioneta donde fueron depositados como basura.


       

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