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En la madrugada

Édgar Allan García

Timbraron con insistencia y me desperté aturdida, sin saber dónde estaba. El reloj que siempre pongo sobre la mesita de noche se me cayó de las manos crispadas. Di un salto a ciegas y empecé a caminar, tropezándome con las paredes. Al fin llega, pensé. Me había advertido que vendría en cualquier momento, que estuviera lista, pero ¡ja!, yo no estaba dispuesta a quedarme otra vez en vela, no después de tantas noches de espera, no después de semejante tensión y angustia, así que me fui a dormir, a soñar, sí, quería soñar furiosamente en ese otro sueño que estaba a punto de realizarse. Mientras avanzaba arrastrando la bata de noche, sin atinar a ponérmela, por unos instantes me pareció ver la sonrisa infantil de Osmar, escuchar su voz diciéndome que la operación había sido todo un éxito, que ni la empresa ni su esposa sospecharían nada hasta el lunes en que estuviéramos en Miami y luego en las Bahamas, con pasaportes falsos y nombres cambiados, disfrutando de los millones de la "transferencia".

Abrí adormilada, boba, sonriente; abrí cómplice insustituible, secretaria de gerencia, amante, gorrioncito de oro; abrí con ganas de sentir el chicotazo de la felicidad en la cara, entre los pechos, bajo el vientre que ya empezaba a humedecerse; abrí burbujeante, atolondrada, estremecida por una súbita corazonada que no logré descifrar a tiempo. Bajo el dintel apareció un hombre alto y cadavérico que tomó una de mis manos, con lentitud, como si quisiera acariciarla, y me atrajo hacia él. ¿Osmar?, balbuceé a sabiendas de que no era. El desconcierto me había empotrado en el piso. Su aliento descompuesto, sus labios carnosos, sus ojos saltones, su cuerpo de calamar adhiriéndose al mío mientras una garra feroz se abrigaba bajo mis nalgas desnudas, se volvieron un solo remolino, una sola y espantosa sensación de asco, de impotencia, de terror incontrolable. Las luces parpadearon y el suelo se hundió bajo mis pies. "Ya le ha hablado el señor Osmar de mí, ¿verdad?". Moví la cabeza negativamente. Él apretó aun más fuerte. Yo era una muñeca de trapo en sus manos y estaba segura de que a esa hora de la madrugada nadie escucharía ese gemido sordo que brotaba de mi pecho. Lo escuché respirar con agitación creciente y luego reír con una risa ahogada, maligna.

En un destello recordé a un Osmar transfigurado, siniestro, al Osmar que me producía escalofríos cuando me hablaba de su sombra, de su brazo ejecutor, de su perro carnicero. Nunca mencionó su nombre, pero aquel "perro" invisible era el encargado, según Osmar, de "eliminar la basura". No lo escuchaba en realidad, o trataba de no escucharlo; sus palabras revoloteaban sobre mi cabeza, se me escapaban, era como si no estuvieran destinadas a mí, como si todo eso del perro carnicero fuera una broma terrible de alguien más hablando a través de su boca a una persona que no era yo, que no podía ser yo.

La última vez que volvió a mencionarlo, simplemente le di las espaldas, puse otro cubo de hielo en su vaso de whisky y corrí a acurrucarme entre sus brazos. Nunca lo había hecho, pero esa vez lo interrumpí; desesperada le hablé del sueño que había tenido en la madrugada, le conté que había sido una pesadilla angustiosa en la que él me perseguía por un parque o bosque desolado. En esa inmensidad se escuchaban ladridos, aullidos, Osmar, gritos lejanos, en tanto... ah, ¡todo era tan real! —balbuceé, temblando—, desde algún lugar del sueño me llegaba un rumor bronco, un rumor, sí, un ruido semejante al de una enorme puerta de piedra cerrándose, Osmar, y luego tú o, no sé... alguien semejante a ti, me arrojaba a un abismo...

Ahora tengo frente a mí, increíblemente vívida, la imagen de Osmar repatingado sobre el sofá, tomándose la barriga con ambas manos y riendo hasta casi desfallecer. Mi historia le pareció tan graciosa que se contorsionó atacado por un hipo incontrolable y estuvo a punto de atorarse con un cubo de hielo. Luego, retomando su habitual seriedad, como quien apacigua a una niña asustada, me sentó sobre sus piernas, acarició mis cabellos unos instantes, me dio un beso en la mejilla y, movido por una secreta urgencia, se marchó con la promesa de volver tan pronto él y el dinero transferido estuvieran fuera de peligro. En cualquier momento llego, espérame despierta, dijo en un susurro, dándome la espalda, sabiendo, ahora lo sé, que no esperaría despierta, que en la madrugada escucharía el timbre, que me despertaría entre las hilachas de un sueño, que abriría atolondrada esperando ver su sonrisa iluminándole el rostro, y que, sin saber cómo, el gorrioncito de oro se encontraría aquí, justo aquí, indefensa, en el umbral de otra pesadilla, entre las fauces de su enorme "perro carnicero".

Ahora siento cómo el hombre se separa un poco de mí y me abandona en mitad de un súbito abismo, temblando. Me mira a los ojos con un gesto de burla, me deja ver por unos instantes su sonrisa estragada, sus mejillas comidas por la viruela, su colmillo de oro. Entonces acaricia, palpa con el pulgar un punto de mi garganta y me empuja hacia adentro. "Es mejor así", alcanzo a escuchar.



       

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