María
Mercedes Carranza nació en Bogotá (1945)1 pero pasó buena parte de
su juventud en Europa, especialmente en España y Francia. Su padre fue, durante
varios lustros, diplomático en varias ciudades españolas, y tuvo contacto con
los más destacados poetas de la generación posterior a la del veinticinco, la
de Panero, Rosales, Ridruejo y Luis Felipe Vivanco, con quienes compartía
aventuras poéticas y políticas. Carranza recibió una educación que bien
podemos llamar esmerada y consistente, de corte católico, pero al fin y al cabo
una formación de la cual no han gozado muchos de sus compañeros de
generación. Lectora en francés desde joven, en plena adolescencia quedó
atrapada por las ideas del existencialismo, en especial Camus, cuyo estilo a
veces deja traslucir en los ensayos cortos y a veces ácidos que publica.
Quizás ella sea la más desencantada de todos los del grupo. La vida española,
bajo el franquismo, inculcaba en los jóvenes un sentido de grandeza nacional,
así fuera un orgullo que descansaba sobre los millones de muertos y vejámenes
que produjo la Guerra Civil y luego la postguerra. Yo me pregunto qué sintió
Carranza al pasar del mundo ciertamente feudal español a esa Colombia de los
sesentas de la que habla Gaitán Durán. Debió sentir una depresiva
repugnancia. Quien había conocido o tratado al Marqués de Cuevas, Dalí,
Gerardo Diego, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Dámaso Alonso, José María
Zubirón, Jorge Guillén, Aleixandre, Vásquez Díaz, Rosales, Ridruejo,
Fernández Flórez y quizás al Generalísimo, ¿con quiénes iba a encontrarse
en una Colombia donde la figura egregia, oficialmente, era el doctor López de
Mesa, que soñaba que el hombre venía de una antigua y glacial sardina?
Carranza ha publicado dos libros: Vainas (1972) y Tengo miedo (1983),
donde hizo una selección de sus poemas, pero sigo pensando que lo mejor de su
obra está en el número XL de Golpe de Dados, trece poemas que llamaron
la atención, incluso, de un ex presidente de la República.
Vainas es un librito que se regodea en impugnar el tono ceremonioso que
habían continuado algunos escritores, y muchos lectores llegaron a pensar que
teníamos en ella una especie de López, pero bogotano. Carranza dice que viene
más bien de Nicanor Parra, pero eso también está por verse. Yo encuentro
variadas melodías españolas en sus textos. La actitud de rasgar la propia vida
frente a la luna del poema es muy castellana y tiene una dilatada tradición. Ni
cinismo ni amargura: desencanto y valor para decir las miserias por las que
atraviesa una mujer, que es también nosotros. Desolados, los ha calificado la
escritora.
Sobran palabras, ingenuamente derrumba la ideología al uso: todo lo que
nos han dicho tiene valor es falso y merece ser condenado a distintas penas. No
hay mucha sustancia en este poema pero el tono lo hace recordar; es la voz de
Carranza, el poeta que ha ganado una música para ser reconocido:
Por traidoras decidí hoy
asesinar algunas palabras.
Amistad queda condenada
a la hoguera, por hereje;
la horca conviene
a Amor por ilegible;
no estaría mal el garrote vil,
por apóstata, para Solidaridad; la guillotina como el rayo,
debe fulminar a Fraternidad;
Libertad morirá
lentamente y con dolor:
la tortura es su destino; Igualdad merece la horca
por ser prostituta
del peor burdel; Esperanza ha muerto ya; Fe padecerá la cámara de gas;
el suplicio de Tántalo, por inhumana,
se lo dejo a la palabra Dios.
Fusilaré, sin piedad a Civilización por su barbarie;
cicuta beberá Felicidad. Queda la palabra Yo. Para esa,
por triste, por su atroz soledad,
decreto la peor de las penas:
vivirá conmigo hasta el final.
Lo mejor de su poesía se centra, como he dicho, en el desnudamiento de sí
misma. Nos entrega, con naturalidad, sin alardes de martirio, la decepción de
su vida. Por primera vez sucede algo así en la poesía colombiana, y viniendo
de un intelectual que es madre, hija y amante —en sociedades tradicionalistas—,
es extremadamente penosa. Hay que tener mucho coraje para ponerse en escena de
la manera como lo hace Carranza, sin temor al ridículo.
Moriré mortal,
es decir habiendo pasado
por este mundo
sin romperlo ni mancharlo.
No inventé ningún vicio,
pero gocé de todas las virtudes:
arrendé mi alma
a la hipocresía: he traficado
con las palabras,
con los gestos, con el silencio;
cedí a la mentira:
he esperado la esperanza,
he amado el amor,
y hasta algún día
pronuncié la palabra Patria.
Este fragmento de Patas arriba con la vida es sintomático del mundo
que tuvo que enfrentar la joven casi española que terminó su bachillerato en
Bogotá, en el Nuevo Gimnasio, bajo el influjo de la Margarita Gautier de Rubén
Darío. La joven que se paseaba por París recreando las modas de la Marlene
Dietrich de los veinte; que cantaba —ayer como hoy— las letras de Piaff o se
transforma, en las noches de tertulia, en una cortesana o una violetera, sabe
que todo forma parte de un drama que hay que seguir padeciendo cada mañana,
vistiéndose de esa otra que vende un rostro y un comportamiento para
sobrevivir.
De repente
cuando me despierto en la mañana
me acuerdo de mí,
con sigilo abro los ojos
y procedo a vestirme.
Lo primero es colocarme mi gesto
de persona decente.
En seguida me pongo las buenas
costumbres, el amor
filial, el decoro, la moral,
la fidelidad conyugal:
para el final dejo los recuerdos.
Lavo con primor
mi cara de buena ciudadana
visto mi tan deteriorada esperanza,
me meto entre la boca las palabras
cepillo la bondad
y me la pongo de sombrero
y en los ojos
esa mirada tan amable.
(El oficio de vestirse.)
No habiendo logrado una obra sustantiva, María Mercedes Carranza es una
buena muestra, por el tono y las aguas que arrastra, del rumbo que ha tomado la
poesía colombiana a partir de los sesentas, y en ella hay la particularidad de
que nada es elegíaco sino tristemente desganado. Se me ocurre que su poesía
hace pendant con los cuentos de Policarpo Varón publicados en El
falso sueño: hay un desgano mayúsculo en todos los actos, un desgano que
anuncia siempre el fracaso así se luche día y noche, en salones y antesalas,
por el éxito. ¿Para qué? y un alzar los hombros son las cenizas de esos
textos que en Varón son los fracasos amorosos y en Carranza los fracasos de las
ilusiones y la búsqueda incansable de poder.
Véase: De la Espriella, Claudia: La fascinante aventura de ser
mujer, en Vanguardia Dominical de Vanguardia Liberal, junio
21, 1967, pp.10-11. Mendoza, Elvira: Las hijas de los
Piedracielistas, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, Bogotá,
marzo 15, 1964, p.6. Lleras Restrepo, Carlos: Notas de Hefestos, en
El Espectador, Bogotá, octubre 3, 1979, p.2A. Child, Jorge: Burocracia
poética, en El Espectador, Bogotá, junio 17, 1989, p.3.