Lo único que
no tiene solución, ¿es la muerte?
Matías Gastaldi
Tres veces intentaste irte y no te dejé. Parece que al fin puede llegar
a ser posible irse muy lejos sin haber salido de un cuarto muy chico. Hace
cinco días que no puedo dormir. Desde que tuviste el primer ataque, no
puedo pegar un ojo. La almohada me extraña y desearía volver a acostarme
con ella algún día. Cócteles de café barato, alguna que otra pastilla
automedicada, todo vale para estar despierto, y siempre atento, porque sé
que en algún momento vas a volver.
El cuarto está muy oscuro. Una tenue luz ilumina la mesa de luz, un
poco más allá, una tonalidad verde sale del monitor acompañando al sonido
clásico: ti, espacio, ti, espacio, ti... Y todas las esperanzas puestas en
un simple aparato que indica que todavía hay vida. Por la ventana se ven
pocas cosas, un cartel luminoso que anuncia las últimas ofertas de un
supermercado, un patrullero pasa, dando ciertas tonalidades azules y rojas
al ambiente, y el cielo gris que dice que pronto va a llover. A lo lejos
un relámpago, y un ruido que tarda en llegar, la tormenta esta lejos.
Inconscientemente cuento, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete,
ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce y luego el cielo que se
queja. Calculo. Sí, es verdad, está muy lejos, la tormenta está muy lejos.
En el pasillo se escucha poco y nada. De vez en cuando alguien pasa e
irrumpe la extraña quietud nocturna, y cada tanto la sirena rompe con la
oscuridad, como la luz que rompe con el silencio.
Dentro de toda esa marea de cosas inciertas estás vos, en la cama del
cuarto 225, con tus ojos cerrados mirando hacia la nada. Quizás sufriendo,
o también... percibiendo nada. ¿Qué se sentirá estar en coma desde hace
unos cuantos días? No sé qué será de tu ser, pero en casa está todo
desordenado. Hace mucho que no estás vos para ordenar esas cosas que son
tan vitales. Tal vez pueda sonar un poco vulgar, pero desde que no hay
amor, en mí tampoco hay vida. Mi búsqueda se limita a una respuesta de tu
parte, y no a observar cómo la línea sube y baja al ritmo en un sonido
agudo y molesto. Necesito un movimiento, otra vez tu risa en una tarde de
verano, un abrazo en una noche lluviosa, unos ojos claros y despiertos en
cualquier amanecer cercano y la seguridad de que vas a vivir. La certeza
de que un coma 2 es una pavada y que de un estado de inconsciencia a la
vida hay solamente un paso y nada más. Me gustaría que hablaras, para
saber que no estás ausente ni distante y dolorosa, como si hubieras
muerto. Se me ocurre pedirte una palabra, o que amanezca una sonrisa en tu
cara tal vez y quizás en esta noche gris me sienta un poco alegre, alegre
de que no sea cierto. Hoy no me siento solo en mi intento por tu
recuperación. Muchos espíritus me dan letra para seguir luchando por lo
único que creo justo, para no pensar que esto que digo, que esto que
reclamo al cielo, para que no te lleve, no sea solamente una canción
desesperada.
La silla se hace sentir en mi cuerpo luego de ocho horas sin
levantarme. Mis piernas son una lejanía inalcanzable, las siento ajenas,
como simples anexos a mi cuerpo que no parecen responder. Pero al fin y al
cabo no es tan así, el levantarse fue fácil. El caminar no tanto. Abro la
puerta, sigilosamente, como para creer que puedo despertarte con algún
leve ruido, cosa que me permite olvidar por un rato que eso no es posible.
En el mostrador está la recepcionista del turno noche, que lee la
última Gente, que inevitablemente sigue hablando de Coppola. Un
poco sorprendida, levanta su cabeza y me ve acercándome por el pasillo,
con un paso descuidado, y una mirada perdida. Me pregunta cómo estoy, y yo
le digo como siempre. Me pregunta por vos:
—¿Estás con Mariana, la del cuarto 225, no?
Con un sí, como para los locos, termino con la conversación y me retiro
en busca de un no sé que. Luego de sacudir la máquina de las gaseosas,
vuelvo al cuarto a seguir con mi tarea habitual de hace unos días:
esperar, esperar, esperar. Qué, muy bien no sé, pero sé que en algún
momento algo va a cambiar, en el aire se siente, como el olor a lluvia,
como muchas cosas que se intuyen sin saber por qué.
Muchas veces no se me ocurre qué hacer para que despiertes. Como parte
de mis intentos está el hablarte. Te cuento cosas, desde pequeñas
insignificancias hasta la tapa de los diarios, salteando las noticias
malas para que te des cuenta de que vale la pena estar, de que vale la
pena volver, aunque sea para que te des cuenta de que es un mundo de
mierda, por el que vale la pena hacer algo, por lo menos para intentar un
cambio. Muchas veces hablo incoherencias divagando, y termino sumergido en
un lugar oscuro y perdido del que salgo con lágrimas al ver que mis
intentos son un poco inútiles, y que no respondes, y que no respondes. Te
digo, como decía una canción... ¿puedes escucharme? Tengo muchas cosas que
decirte, dentro de mi corazón siento que muchas cosas me pasan. Sé que me
metí en problemas, pero ahora sé que tengo que recorrer un largo camino.
¿Estás lista?, ¿estás lista para todo? Tal vez no estoy preparado, porque
tal vez no puedo ver. Yo creo en Jesús, y Jesús cree en mí... Muchas veces
ni yo me entiendo, solamente sé lo que persigo.
Una vez creí ver que sonreías, y me desesperé. Mirando a mi alrededor
en busca de alguien que me ayude a saber si era cierto. Pero no. Volví a
mirarte y ya no estaba. Quizás fue un juego de sombras que me creó una
ilusión de que a partir de eso toda esta locura podría terminarse.
Separándome de mí, elevándome sobre mi cuerpo. Veo a alguien sentado en
una silla... revolcado en una silla, exhausto y pensante. Sobre la mesa de
luz están las flores del otro día. Se me había acercado un chico, ojos
extraños y un ramo por un peso. A veces la vida te conmueve, y entre el
tire y afloje optamos por entregar lo mínimo para aliviar algún
sufrimiento ajeno. Pero todo esto se derrumba cuando, a lo lejos, el chico
cruza la vereda y le da la moneda a un tipo que no parece ser el padre.
Entonces me doy cuenta de que todo fue una trampa, no del chico (que la
inocencia le valga si es que le queda algo), sino del maldito recaudador
de la vereda de enfrente. De esa forma llegaron esas flores a la mesa de
luz, de las manos del chico, de los ojos perdidos que no tienen infancia y
que tratan de buscar un sentido a todo lo que parece no tener comienzo ni
fin.
Vuelvo nuevamente en mí y me encuentro mirándote, pensando si en algún
momento volveré a nadar en el mar de tus ojos, que por hoy están secos, y
cerrados, como perdidos y desiertos de vida. Pienso en tardes de otoño, en
un primer encuentro, en vida mía por vida tuya, y en el hoy... en
esperanza encontrada en la nada pienso. Y a cualquier cosa me aferro, y
siento que quizás algún día, no muy lejano, puedas tal vez abrazarme,
puedas volver a cuidarme, riendo y diciendo todas esas cosas que solías
decir.
Pude dormir, no sé cuánto pero pude. Lo noto porque un pedazo de tiempo
se me perdió en algún lado. Si bien todo es muy monótono, reconozco cuando
ha pasado un segundo sin que esté mirando, esperando y vigilando tu
regreso del "mundo coma". Los brazos cruzados, la cabeza hecha a un lado y
mirando por la ventana. El sonido del monitor me hipnotiza y vuelvo a
dormir, deseando que despiertes de tu obligado sueño. Nuevamente me alejo
y el cuarto se torna desconocido y extraño a mi alma que busca un
descanso. En ese momento de somnolencia, es que no pude distinguir lo
verídico de lo ficticio. Todo sucedía como si fuera un sueño pero a la vez
tan real que me hacía sentir distinto, como si no estuviera en el lugar
que estoy, como cuando te dormís leyendo y despiertas segundos después
encontrándote frente a una hoja plagada de letras y sin recordar qué fue
lo que leíste un instante antes. Y cuando te lees durmiendo, y despiertas
después segundos, y letras plagadas de hojas y un instante sin recordar.
Y... me levanto de la silla porque alguien toca la puerta, e intenta
abrirla... pero no puede porque está cerrada por dentro. Lentamente me
acerco mirando, intrigado en saber quién puede llegar a ser la visita.
Miro mi reloj y las agujas gritan las 3 de la mañana y toda la situación
me extraña. Antes de abrir la puerta, se me ocurre mirar a través del
vidrio que separa la habitación del pasillo y ahí fue cuando la vi. Con su
guadaña, su cara de hueso y sus ojos profundos y oscuros, y un faso
encendido en la boca.
Lluvia de miedo en mi mente gris. Miedo fue lo que sentí al saber qué
era lo que pasaba. A lo único que atiné fue a bloquear la puerta, mientras
miraba y no te pasaba nada. Y tampoco te pasaría. A mis espaldas siento
los golpes y un murmullo que no parece decir nada. Pienso que lo único que
busca es entrar de cualquier forma. Pero no la voy a dejar, por nada, ni
por nadie. Luego de un rato, la calma retorna, el silencio hospital se
vuelve a respetar y la normalidad retorna. Lentamente me acerco a la
ventana como para tomar contacto con la realidad como para saber qué es lo
que realmente pasa. Y me sorprendo. En la vereda, junto al cordón, vestida
de negro y con su guadaña, está esa subiéndose a un taxi como
cualquiera. Mientras le indica hacia dónde ir, sus ojos profundos y
oscuros miran hacia la 225, en busca de alguien, de vos o de mí, no sé,
pero en busca de alguien.
Luego de lo sucedido no tenía otra posibilidad que no fuera el tirarme
en la silla para dejar que algunas extrañas sensaciones pasaran. La verdad
es que nunca pensé en que sería tan así. El tema de la muerte nunca me
importó tanto como ahora, claro que justamente para eso, está en juego tu
vida, y nada más. Entonces la idea de que la muerte era así, con guadaña y
otras cosas, no era mentira, de algún lado tenía que haber salido. Y ese
lugar era la realidad, ni más ni menos. La silla crujió bajo mi cuerpo, y
mi cuerpo crujió sobre la silla en un acto de protesta contra los malos
tratos brindados en los últimos días.
No hay diferencia entre oscuridades y claridades en este espacio tan
limitado que es la habitación del hospital. Así las horas transitan en un
insulso reloj de plástico. Cada segundo es un golpe en los oídos, y el
alma se da cuenta del avance del tiempo gracias a la insistencia de las
agujas del reloj por seguir avanzando, pase lo que pase. Muchas veces
pienso que el reloj es un castigo que nos merecemos mucho y que es
imposible de abandonar, por más que nos castigue, a cada paso.
En el afuera, los ángeles lloran, el cielo parece caerse en mil
pedazos, estallando en un haz de luz momentáneo e incoherente con la
inmensa oscuridad que acecha a cualquier transeúnte que se atreva a andar
en las calles a estas inútiles horas.
Vuelvo a vigilar el cuarto, el incesante monitor que dice que hay vida
con su grito agudo, uno tras otro, y siempre el verde que sube y baja sin
cesar. De reojo miro el pasillo y me sobresalto, alguien pasa caminando y
veo cualquier cosa, me imagino a la muerte parada en la puerta lista para
entrar, acechando a su presa, relamiéndose los labios, que al fin y al
cabo no existen, ya que es puro hueso y nada más. A pesar de los miedos,
salgo al pasillo a tomar aire y, principalmente, para tranquilizarme.
Antes de salir me aseguro de que en vos está todo bien, y que nada va a
pasarte en mi ausencia. El pasillo, como siempre, está desierto,
silencioso y extraño. Algo va a pasar, se siente en el aire una extraña
sensación. La puerta de urgencias está tan preparada para abrirse que
asusta. Una leve corriente de viento la sacude... y el sonido de la
ambulancia se escucha a lo lejos. De un momento a otro llegará, y dos o
tres enfermeros cruzarán esa puerta con una camilla y alguien que estará
debatiéndose entre si quedarse o tomar el camino más corto para dejar este
mundo, auspiciada por Líneas Aéreas Víctor Sueiro, un viaje que puede ser
de ida, y a veces de vuelta.
La ambulancia frena en el estacionamiento que dice reservado para
urgencias. Dos o tres gritos, la cosa es grave, una puerta que se abre y
se cierra. Un segundo y la puerta de urgencias que se abre de par en par
mientras que los enfermeros empujan a través de ella al pobre tipo. Sin
poder aguantar la pequeña intriga que me asalta, me dirijo a la mesa de
entrada para saciar mi cuota de morbosidad. Mi objetivo es preguntar qué
hizo para llegar hasta aquí en la ambulancia, y sin escalas al quirófano.
La recepcionista, que no parece moverse en ningún momento, sigue con la
misma revista en la mano. Parece no importarle nada, frente a ella pasó un
candidato a la morgue y ella ni se mosqueó. La costumbre, que le dicen.
Mirando como si hubiera alguien más, me acerco silenciosamente y la
sorprendo de tal manera que se sobresalta. Como si estuviera leyendo algo
prohibido, y yo fuera la Santa Inquisición que viene a buscarla, esconde
la revista y me pregunta qué quiero.
—¿Qué le pasó? —le digo con poco ánimo.
Piensa y no sabe sobre qué le estoy hablando.
—¿A quién? —me dice.
—Al que entró recién —le dije, e hizo como si se acordara de algo que
sucedió hace años atrás. Comenzó a explicarme y mientras más cosas me
decía, más me daba cuenta de cuál sería el final.
—Hace un rato —me dijo— el tipo iba conduciendo por la avenida, parece
que se durmió, se cruzó de carril y lo hizo torta un camión —con las manos
hizo una explosión, culminando su "dígalo con mímica" con un pulgar hacia
abajo.
—Muerto —dijo mientras hacía el clásico ¿qué me importa?, y esbozaba
una sonrisa un tanto falsa. Viendo que ya me iba, acotó lo que estuve
esperando todo el tiempo:
—Era taxista —y pareció importarle menos aún—; todavía quedan muchos.
Desde ese momento, tuve muchas razones para odiarla. Pero nada podía
hacer, no soy nadie para decirle que es una estúpida y que no se merece ni
un insulto. Decidí volver al cuarto para saber cómo estabas, ya que hace
quince minutos que no te veía, y era mucho. Pensé en el taxista. De alguna
forma la cosa esa, la muerte, tenía que cobrarse la de hoy. Y lo hizo, no
pudo en el hospital, pero afuera sí. Me pregunto si volvería, pero de
alguna forma creo que no. Es más, espero que nunca. Luego de lo sucedido
tenía ganas de verte, sabiendo que vos estarías esperando, inconsciente,
el momento en que puedas regresar.
Nuevamente la silla tuvo que aguantar mi cansancio, y mi posible
resignación a que hoy volvieras. Entonces fue que quise tomar tu mano en
búsqueda de algo, de una señal que me indicara que estabas aquí, y no
quién sabe dónde. Y despertaste, mi mano sintió una leve presión, tus
dedos cálidos se cerraban sobre mi mano que tardaba en saber qué era lo
que pasaba. Con eso me contenté, sabía que esa leve respuesta sería el
comienzo de tu despertar, de tu regreso al mundo que te esperaba, ahora
cambiado y con una vida, la tuya y la mía. De una forma u otra
inseparables.