En la recepción, en donde Gladis
firmó, había un cartelito en el cual se leía: Belleza ante todo. Gladis
no lo vio. Pero él sí, y por algún extraño motivo se sintió turbado.
Aquellas palabras retumbaron en su mente pocos minutos más tarde, cuando Gladis
le presentó a Josefina Díaz. Alta, severa dentro de su bata blanca de
laboratorio, la cirujano de su mujer no podría definirse como una mujer bella.
—Encantado de conocerle —dijo.
La mano de la doctora era lisa y fría, tanto para inducirle a pensar que
quizás fuera de mármol pulido. Gladis le tomó por un brazo, y se recostó a
él. Gladis había siempre experimentado un curioso placer en las ocasiones en
que presentaba a su esposo a los demás, y generalmente él apreciaba esos
impulsos de su mujer. Pero esta vez se irritó. Liberó el brazo, y Gladis le
miró incómoda. Por algunos instantes ninguno de los tres emitió una palabra.
—Señor Visconti, ¿ha asistido alguna vez a una operación? —preguntó
por fin la doctora.
—Sí, una vez... durante mi época universitaria —contestó él.
—Oh, tuvo que haber sido hace mucho tiempo. Yo creo que hoy en día casi
todas las universidades usan telecámaras.
Fue interrumpida por una enfermera que vino por Gladis.
En aquel momento él también se hubiera ido, pero la doctora se había
quedado y cierto sentimiento de caballerosidad le indujo a quedarse
respetuosamente, con una mujer que no le gustaba. Ella giró para mirarle, como
si le hubiese leído el pensamiento.
—Dígame, señor Visconti, ¿le gustaría ver cómo se desarrolla una
intervención quirúrgica moderna?
—Sí —contestó, sin querer hacerlo—. Me gustaría de verdad.
La sala a la que le acompañó era una oficina, con el piso cubierto por una
mullida alfombra. Un escritorio y una biblioteca bien dotada de libros de
medicina le conferían un aire austero. Parecía una simple sala de lectura.
Pero en una esquina había un terminal de teletipo y una sofisticada
instalación de videos. La doctora se sentó delante del teletipo, presionó
algunas teclas, y de inmediato apareció en la pantalla una imagen compleja de
colores muy vivos.
—¿Estoy mirando a través de un ojo? —preguntó.
—Sí. Nosotros a la telecámara, en medicina, la llamamos ojo. Para
la cirugía existen alrededor de ochocientos, y usted está mirando a través de
uno de ellos.
La doctora desplazó la mano sobre el teclado y escribió un código cifrado.
La imagen desapareció de repente para dar paso a otra en tres dimensiones. La
capa epidérmica dilatada de manera grotesca por el aumento, daba a la piel una
aspecto de gelatina color rosa. Allí donde las microagujas tocaban, la piel
vibraba como una bolsa llena de agua.
—Naturalmente —dijo de nuevo la doctora Díaz —usted no lo está viendo
de manera simultánea. El cirujano opera con mucho mayor rapidez. Lo que está
viendo es su informe transmitido en cámara lenta. El informe viene archivado y
reenviado cuando se efectúa el transplante o cuando un cirujano humano, como
yo, quiere volver a ver la operación.
Él no lograba entender qué eran todos esos instrumentos que podían verse
en la imagen, sin embargo los bisturíes eran perfectamente identificables.
Mientras observaba, uno de esos se transformó en una mancha amorfa. Comenzó a
vibrar a velocidad ultrasónica. Se movió hacia el punto deseado, y luego, con
un golpe parecido a una caricia, hizo una incisión en la piel. Los fórceps
intervienen con absoluta precisión y ensanchan el corte para poner al
descubierto el tejido interno.
—Cuando la piel se vuelve a unir se necesita un microscopio para descubrir
la cicatriz —comentó la doctora Díaz—. Observe atentamente ahora.
El bisturí quedó suspendido, casi indeciso. Luego, con un movimiento
elegante, puso al descubierto la fibra de un nervio, y al final...
—¿Una vena?
—No, el aumento lo muestra mucho más grande de lo que en realidad es. Se
trata de un capilar.
Ya liberado de los tejidos que lo mantenían presionado, el capilar comenzó
a pulsar. Luego un invisible rayo láser lo cortó cauterizando simultáneamente
ambas extremidades. Toda la intervención se llevó a cabo sin que se derramara
una sola gota de sangre.
—Nosotros tratamos de minimizar los daños, señor Visconti, aunque se
trate, en última instancia, de un daño reversible. En el pasado la cirugía
era una cosa muy complicada.
Carlos hizo distraídamente un movimiento afirmativo, mirando el
procedimiento, igualmente complicado, que se estaba llevando a cabo sobre el
nervio.
—¿Y todo esto sería parte de alguna cosa humana? —preguntó Carlos
—Por supuesto.
Una vez más la doctora movió su mano sobre el teclado. El campo visual se
ensanchó, como si él estuviese en un helicóptero en ascenso. Abajo podía
verse una montaña alrededor de la cual estaba desplegado un ejército de plata.
—Es una nariz.
—Sí. En tiempo real para la remoción se necesitan alrededor de quince
minutos.
—¿Y luego qué sucede?
—Generalmente se deposita en un banco hasta que una máquina similar a la
1068 decida, basándose en los pedidos, modelarlo de acuerdo a la forma deseada.
En este caso pienso que se trate de un "brigitte", o un "sofía",
aunque creo que sea un poco grande para ser un "sofía".
—¿Y a la mujer que le sucede?
—Ella recibe inmediatamente el transplante. Generalmente se toma en cuenta
el tipo de piel y de la sangre. Naturalmente también se considera la estética
global.
—¡Increíble! Las investigaciones para hacer esto deben...
—No. No es como se lo imagina. Todo está basado en los estudios iniciales
de transplantes de órganos. Una vez resuelto el problema del rechazo, la
cibernética se ha encargado de mantener los costos muy accesibles. Por otra
parte las intervenciones de cirugía plástica siempre han existido.
—¿Y por lo demás?
—Se desarrolla todo de la misma manera. Orejas, mejillas, cejas, forma del
mentón, frente... lo que desea. Si estuviésemos en condiciones de hacer
intervenciones continuas podríamos cambiar completamente la cara de una mujer
en pocas horas.
—¿Y el peligro de rechazo?
—Prácticamente inexistente. Sólo hemos tenido dos casos, y en ambos no se
han presentado después de la segunda intervención.
Sentado delante de aquella pantalla Carlos se sentía vacío. Era todo
verdad, todo el increíble proceso era verdad. Lo sabía, pero verlo con sus
propios ojos y oír ratificarlo por una voz fría y aséptica adquiría otro
matiz.
—Señor Visconti, ¿puedo decirle lo que usted está pensando? —preguntó
la voz.
—Sí, diga.
—Se está preguntando cuál será el destino de la nariz de su esposa.
Está recordando los besos, los mordisquitos que posiblemente le daba de vez en
cuando, y se está preguntando de quién habrá sido la nariz que en el futuro
besará.
—¿Soy tan transparente? —le preguntó.
La mujer calló.
Él la miró por un instante, luego hizo un gesto afirmativo. La doctora
Díaz estiró la mano y apagó el aparato. En la sala la luz regresó
lentamente.
—Espero que se haya dado cuenta de que no hay nada que temer.
—Sin dudas —convino.
—Considere la operación como lo que en realidad es. Un sencillo esfuerzo
para alcanzar la belleza. Eso es todo. Hecho muy humano, después de todo.
Con las luces encendidas podía ver muy bien el rostro de la mujer. Poseía
cara fuerte con rasgos definitivamente duros. Se preguntaba si la bata blanca
que vestía sólo serviría para darle cierto tono. Era evidente que, como
cirujana moderna, no debía abandonar la oficina muy frecuentemente.
—Sé que desea hacer algunas preguntas. Por favor hágalas.
—¿Qué fue lo que le hizo decidir escoger esta carrera?
—Sostengo que la belleza es algo muy importante, en consecuencia trabajo
para lograrla. Eso es todo. En este sentido no creo ser muy diferente de
cualquier artista.
—Pero la belleza es una abstracción...
—¿Así lo cree, señor Visconti? —le interrumpió, y le observó
atentamente.
Luego, como si hubiese tomado una decisión, giró hacia el teclado y
presionó algunas teclas. En la pantalla apareció una imagen en holocolor. Era
monstruosa. Necesitó varios segundos para comprender que se trataba de la foto
de un niño. Sintió un apretón en el estómago y giró la cabeza como
impulsado por un resorte.
—La madre lo trajo al mundo sifilítico. Horrible, ¿verdad? Hay algo en la
mente humana que la impulsa a negar la existencia de esta criatura, a negar su
humanidad, en fin a eliminarla completamente. No hace mucho tiempo, los médicos
que la hubiesen tenido como paciente, hubieran sentido cierto alivio verla
morir. Ahora... —apretó otras teclas y en la pantalla apareció la foto de
una niña de cuatro años de edad aproximadamente—. Linda, ¿verdad?
Exactamente como debería ser una niña de su edad.
Apagó de nuevo la pantalla, dejándole en la retina la imagen de la niña
con sus trenzas.
—Permítame darle un pequeño consejo. Olvide. Es lo mejor. Ahora, no
ahogue su curiosidad. A usted le puede parecer morbosa pero es del todo natural.
Usted quiere comprender qué le sucede a su esposa, y esto me parece
completamente lógico.
—¿Del todo lógico, doctora?
—Sí, seguro. Ahora ¿hay alguna pregunta que me quiera hacer?
—Una solamente. ¿Por qué no ha intentado la operación en usted misma?
Cuando llegó a casa oyó el visófono repicar. Pulsó la tecla de
aceptación de la llamada, y vio aparecer en la pantalla el rostro de una mujer
joven muy agraciada.
—Hola, mamá —saludó.
—Entonces, ¿cómo fue todo?
—Bien. Gladis no ha tenido reacciones pre-admisión. Probablemente
comiencen hoy.
—Buen síntoma. ¿Quién la opera?
—Una mujer. Una tal Díaz.
—No la conozco. Por lo menos no es Almeida. ¡Ese hombre es un verdadero
carnicero! Pero realmente eso no es importante. ¿Quién es el consultor
estético?
—Márquez. Ella me dijo que es un "clasicista".
—Magnífico. Jamás me he tropezado con una mujer satisfecha con el new
look. ¿Tratará de adoptar el mentón "carolina" como le
aconsejé?
—¡Por Dios! ¿Cómo voy a saberlo?
Su madre pareció darse cuenta de pronto que había algo que no estaba
bien... Le observó atentamente, con una mirada que le recordó la de la doctora
Díaz.
—Tú no lo apruebas, ¿verdad? —le preguntó finalmente.
—¡Sólo tiene treinta y dos años!
—¿Y? El pasado sábado fuimos de compra juntas, y una empleada, sólo por
contarte un caso, la confundió con mi hermana mayor.
—Fue un error.
—¿Qué te hace pensar que fue un error?
—Si no fue un error, ¿entonces de quién es la culpa?
—Insinúas que es mía, ¿verdad? ¿Qué edad aparento? Veinticinco,
quizás algún año más. Pero tú sostienes que debería aparentar mi verdadera
edad, ¿cierto?
—¡Qué se yo! ¡Aparenta la edad que te dé la gana!
—Gracias. Oye, Carlos, el incidente del sábado no es insignificante como
puede parecer a primera vista. Así es como el mundo se comporta con la mujer.
Quizás sea la vanidad de la mujer la que sostiene la economía. Quizás, en
definitiva, sea exactamente eso el verdadero significado. De todas maneras,
¿qué importa? ¿Qué hay de malo en querer ser nuevas, y jóvenes, y
diferentes? Por supuesto, es muy bonito saber que alguien nos necesita, pero lo
que una mujer en verdad necesita es sentirse deseada.
Mirando el rostro de la madre, que de pronto había asumido una expresión
seria, comprendió lo que quería decir. Tuvo la impresión de tener algo
importante que decirle, pero no sabía qué. Calló, dejando a la imagen la
tarea de rellenar el silencio.
—Menos mal que existen las pantallas —dijo por fin.
La mujer soltó una carcajada fresca y juvenil. Y él se preguntó si su
madre hubiese sido diferente si demostrase su verdadera edad.
—Oye, Carlos. El próximo fin de semana tendremos una recepción. Tú te
has convertido en una especie de anacoreta y pareciera que te complace sentirte
solo y compadecerte. Lo sé. ¿Por qué no te vienes? Gladis te lo agradecerá.
—Ya veremos.
El rostro de la madre se apartó para dar lugar al rostro del padre.
—Hola, Carlos —saludó el padre con una sonrisa—. Te esperamos. Vendrá
un montón de gente nueva. Gente que tú no conoces. Todavía no sé si cabrán
todos en casa. De todas forma, si quieres, tráete una acompañante, o si
prefieres... escoges una aquí —concluyó guiñándole un ojo con una sonrisa
cómplice.
Finalizada la conversación, y después de haber aceptado la invitación sin
compromiso definitivo, se sentó volviendo a analizar las palabras de la madre.
Y trató de recordar su rostro, así como si nunca lo hubiese visto antes de ese
momento. Al mismo tiempo le vino a la mente el rostro enjuto y acabado del
padre. ¿Se debía a la vanidad de la mujer lo que le sucedía a su padre? Tener
una esposa que parecía su hija, y saber que los otros la hubiesen mirado
haciendo comentarios suspicaces y comparaciones. ¿Era en verdad sólo vanidad
femenina? ¿Tendría su madre amantes? De ser así, ¿serían jóvenes? ¿Le
preguntarían la edad? ¿O no les importaba un carajo?
Los días que siguieron transcurrieron de manera anodina, y se mezclaron uno
con otro como los colores de una acuarela pintada por un niño. Ignoró todas
las citas, y no llamó a nadie. Su aislamiento fue completo. Sin embargo, la
noche de la recepción se encontró, elegantemente vestido, frente a la puerta
del apartamento de sus padres.
—¡Carlos! —gritó su madre tendiéndole los brazos—. Pasa, querido,
pasa.
Lucía un vestido muy elegante, toda una explosión de llamas y oro. Las
delicadas hojas de material, que se repelían gracias a un campo
electrostático, la envolvían como los pétalos de una flor. Giró sobre sí
misma delante de él. Los pétalos se movieron hacia todas partes dejando al
descubierto las piernas y los rosados pezones.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Sí, es muy lindo.
Lo abrazó apresuradamente y de inmediato lo dejó libre con palabras que
había escuchado toda la vida:
—Ahora todo depende de ti, Carlos. Diviértete.
El gran apartamento estaba completamente lleno de sonidos y colores. Carlos
comenzó a recorrer lentamente los espacios, escuchando la música y las voces
de la gente. En una sala se detuvo para mirar a los invitados que estaban
bailando. Estaban representando una danza extraña. Parecía que los bailarines
se dejaban transportar por una corriente, como un banco de peces en el fondo del
mar, adelante y atrás, con una continuidad casi hipnótica.
No muy lejos se encontraba Josefina Díaz. Vestía un taller negro muy
sencillo.
—¿Se está divirtiendo, doctora?
—Muchísimo. ¿Son siempre así las reuniones que organiza su madre? —giró
para señalar a los bailarines y a los otros invitados.
—Posee una suerte de mezcla compuesta por un don natural y una profunda
vocación para estas cosas —se encogió de hombros—. Mire a las mujeres,
doctora. Encuentre una fea. Esta recepción es un tributo de mi madre a su
profesión.
—Estará de acuerdo que son muy bonitas.
—En efecto. Parece un jardín de rosas perfectas, espléndidas,
magníficas, hermosas.
Las mujeres pasaban a su lado riendo alegremente del brazo de los caballeros.
Había mujeres de belleza clásica, y otras que parecían camafeos vivientes.
Josefina Díaz las observaba, sin embargo Carlos no pudo descifrar si las estaba
mirando obedeciendo sólo a un interés profesional.
—Hubo un tiempo en que se escondían en los vestidos. Las mangas servían
para disimular los brazos demasiados gruesos, y el corte estilizaba las
siluetas. La entera industria de la confección trabajaba para darnos la
herramienta para autoengañarnos. Y usted ha cambiado todo.
Ella le miró, y los ojos se fijaron tan profundamente en él que le
incomodaron.
—Usted les dio a ellas unos cuerpos perfectos —continuó Carlos—,
exquisitamente construidos. Hoy en día los vestidos son un adorno del cual se
puede perfectamente prescindir. Ninguna de las mujeres aquí presentes tendría
la necesidad de la más mínima decoración. Excepto... —y calló.
—Excepto yo —dijo ella concluyendo la frase.
No sabría decir la razón por la cual había regresado una y ora vez a la
clínica. Quizás para disculparse por su comportamiento. A pesar de que nada
podía hacerle pensar que necesitaba disculparse.
Ella le recibió cada día con más calor, para el cual no estaba preparado,
y le mostró otra parte de su mundo. Siguiéndola en calidad de visitante,
exploraron los laboratorios, los corredores, los quirófanos y el archivo de
datos. En el departamento de conservación de los tejidos musculares caminaron
en medio de los contenedores de plástico transparentes sin ser seguidos ni
siquiera por la mirada curiosa de los técnicos.
—Parecían placentas —dijo Carlos.
Ella rió, y él se descubrió pensando que, antes de ese momento, jamás la
había oído reír.
—Usted es un caso perdido —dijo ella con una sonrisa—. Es un romántico
irrecuperable. Mire —se paró delante de un contenedor y señaló la figura
que flotaba en su interior—. ¿Recuerda la danza? —él asintió. Recordaba—.
Es una solución isotónica, no muy diferente al fluido de la placenta. Elimina
todos los desechos y protege los tejidos nuevos que se están formando. Mire.
Observe las piernas —él se inclinó hacia delante para ver mejor.
La piel de las piernas había sido abierta delicadamente para exponer la
sencillez del hueso y del músculo. Este último estaba sacudido por un temblor
continuo e indistinto como el de las alas de un colibrí.
—Hubo un tiempo, hacia el final del siglo dieciocho, cuando un individuo
llamado Alessandro Volta aplicó un impulso eléctrico a las patas de una rana,
y las hizo contraer. Quería probar una teoría suya... pero no recuerdo cuál
era.
A lo largo del tanque había una repisa con una serie de aparatos. En la
pantalla del osciloscopio se desplazaba sin interrumpirse la línea roja de los
impulsos.
—Estos aparatos obligan al músculo a expandirse y contraerse a una
velocidad de dos mil movimientos por segundo. En pocos días el músculo se
desarrollará tanto como si hubiese sido consecuencia de varios años de
ejercicios normales. Al final del tratamiento esta mujer tendrá las batatas
redondeadas y firmes como las de una bailarina.
La doctora se quedó por algunos instantes silenciosa, meditabunda, luego
suspiró.
—Al final ella meterá las piernas debajo de una mesa de canasta, y no
hará otro ejercicio que el de caminar hacia el carro más cercano. Los
músculos se atrofiarán. Y después de un par de años la veremos regresar.
Aquellas palabras sonaban extrañas en su boca, y él se vio obligado a
mirarla, casi pensando que tenía al lado a una desconocida. Con sorpresa
observó que los primeros botones de su bata se habían soltado dejando al
descubierto una blusa color violeta pálido. Notó además que la mujer llevaba
puestos un par de zarcillos. Carlos le sonrió y preguntó.
—¿Quién dijo usted que era el romántico?
Ella se ruborizó y él se percató de que tenía un rostro gracioso.
Miró su perfil enmarcado en el vidrio de la ventana pintado por la oscuridad
externa. Le pasó el dedo sobre el arco de la nariz de la silueta.
—¿Es un "brigitte" o un "sofía"? No, es demasiado
grande para ser un "sofía".
—Estáte quieto —le dijo casi con ternura, mientras giraba para mirarlo.
"Tiene los ojos grises", pensó Carlos tontamente, "pero de noche
todos los ojos son grises".
—¿Qué te pasa, Carlos?
—No lo sé. ¿Quieres decírmelo tú?
—Eres un muchachito, Carlos, y necesitas de una persona madura que te guíe
con gentileza. Que te diga que todo está bien.
—¿Y tú quién eres?
—Alguien igual a ti… Exactamente igual.
—Comprendo.
Ella movió la cabeza y miró fijamente el techo oscuro.
—Mi infancia ha sido infeliz. Era alta y flaca, con todos los huesos que
trataban de perforar la piel. Ni siquiera era graciosa. Pero tenía mi versión
del sapo feo. Un día llegaría el príncipe azul para llevarme con él. Me
hubiese aceptado como era diciéndome que era bella. Y me volvería bella de
verdad.
Él la apretó entre sus brazos, en silencio. No se le ocurría nada que
decir. Y no quería mentir.
Todo terminó gradualmente como había comenzado. Una cita fallida, una
fallida contestación al visófono... todas cosas aceptadas normalmente en un
mundo superpoblado.
Por cuestiones de responsabilidad y delicadeza entró en la oficina el día
en que Gladis debía salir de la clínica, y sintió cierto alivio cuando la
secretaria le dijo que la doctora no estaba. En el momento en que se estaba
retirando, la secretaria le llamó.
—Oh, señor Visconti, la doctora me ha encargado de darle esto si le veía.
Es para su esposa.
Tomó el pequeño paquete envuelto en papel de regalo, y preguntó en qué
dependencia daban de alta a los pacientes.
Sólo estaba Gladis. Le estaba esperando al fondo de la sala. Vestía un
ligero vestido que ondulaba a cada movimiento. El tratamiento había logrado el
éxito deseado. Su mujer se había convertido en una de los millones de
bellísimas desconocidas.
—¿Cómo me ves? —preguntó.
—Estás espléndida, sencillamente espléndida, perfecta, magnífica y
hermosa —le contestó abrazándola.
—¡Oh, un regalo! —exclamó Gladis, arrancándole el paquete de la mano—.
Quizás sea de un admirador secreto —y lo abrió sin romper el papel.
Adentro reposaba una rosa perfecta, espléndida, magnífica, hermosa, pero
cuando ella la levantó para aspirar su aroma, todos los pétalos se
desprendieron cayendo al suelo, formando una nube alrededor de sus pies.
—¡Estaba marchita, Carlos! —exclamó ella—. ¿No te parece raro? —se
agachó para recoger los pétalos uno por uno—. ¿Qué hay de lindo en una
rosa marchita?
—No lo sé... La verdad es que... no lo sé —contestó Carlos.